lunes, 16 de mayo de 2011

La evolución de la noción de individuo peligroso en la psiquiatría legal II




 Michel Foucault


 Quisiera ahora situarme en otro momento que fue particularmente fecundo para las relaciones sostenidas entre la psiquiatría y el derecho penal: los últimos años del siglo xix y los primeros del xx, la etapa que va entre el Primer Congreso de Antropología Criminal, en 1885, y la publicación por Prins de la Déjese Sociale, en 1910.
 Entre el período al que me referí anteriormente, y éste del que voy a hablar ahora, ¿qué ocurrió?
 En primer lugar en el ámbito de la psiquiatría propiamente dicha la noción de monomanía fue abandonada -no sin balbuceos y pasos atrás- un poco antes de 1870. Las razones de su abandono son fundamentalmente dos. La primera consiste en que la idea, en último término negativa, de una locura parcial centrada exclusivamente en un unto y que sólo se desencadena en determinados momentos, fue sustituida por la idea de que una enfermedad mental no es necesariamente una patología del pensamiento o de la conciencia, sino que puede afectar también a la afectividad, los instintos, los comportamientos automáticos, dejando casi intactas las formas de pensamiento (es lo que se ha denominado locura moral, locura instintiva, aberración de los instintos y, por último, perversión, correspondiente a esa
elaboración que en torno de los años 1840 adoptó como ejemplo privilegiado las desviaciones de conducta sexual). Pero la monomanía fue abandonada también por otra razón distinta: por la visión según la cual las enfermedades mentales evolucionan de forma compleja y polimorfa y pueden presentar en determinados estadios de su desarrollo síntomas específicos, y esto no solamente a escala individual sino también generacional: tal fue la teoría de la degeneración.
 En la medida en que se puede definir esa gran arborescencia evolutiva ya no hay por qué seguir oponiendo los grandes crímenes misteriosos y monstruosos, que remitían a la violencia incomprensible de la locura, a la pequeña criminalidad, demasiado frecuente y familiar para que se necesitase recurrir a lo patológico. Sin embargo, ya se trate de incomprensibles masacres o de pequeños delitos (concernientes a la propiedad o a la sexualidad), de todos modos se puede sospechar que existe una perturbación más o menos grave de los instintos o de los estadios de una evolución interrumpida (de este modo aparecen en el campo de la psiquiatría legal categorías nuevas tales como la de necrofilia, hacia 1840, cleptomanía, hacia 1860, exhibicionismo, hacia 1876, o también otras como la de pederastia o sadismo en relación con la psiquiatría legal de los comportamientos). De este modo, en principio al menos, existe un continuum psiquiátrico y criminológico que permite abordar en términos médicos cualquier grado de la escala penal. La cuestión psiquiátrica no se localiza ya en algunos grandes crímenes e, incluso si no es aceptada, conviene plantearla y generalizarla a todo el territorio de las infracciones.
 En el transfondo de esta nueva forma de plantear el problema existen numerosas transformaciones que han constituido en parte su condición de posibilidad. En primer lugar, un desarrollo intensivo de las redes policiales en la mayor parte de los países de Europa lo que implicó, más en concreto, una reorganización y una vigilancia del espacio urbano y supuso también la persecución mucho más sistemática y mucho más eficaz de la pequeña delincuencia.
 A ello hay que añadir que los conflictos sociales, las luchas de clase, los enfrentamientos políticos, las revueltas armadas -desde los destructores de máquinas de comienzos del siglo hasta los anarquistas de las últimas décadas, pasando por las huelgas violentas, las revoluciones del 48 y la Comuna del 70- han inducido a los poderes públicos a asimilar los delitos políticos al crimen de derecho común para poder así descalificarlos mejor.
 A esto hay que añadir otro elemento más: el repetido y tantas veces denunciado fracaso de la maquinaria penitenciaria. Fueron los sueños de los reformadores del siglo xvii, y posteriormente los de los filántropos de la época siguiente, quienes proporcionaron al encarcelamiento -con la condición de que estuviese racionalmente dirigido- la función de la verdadera terapéutica penal cuyo resultado debería ser la reforma de los condenados.
 Ahora bien, desde muy pronto se dieron cuenta de que la prisión producía exactamente el resultado contrario, que era más bien una escuela de delincuencia, y que los métodos más afinados del aparato policial y judicial, lejos de asegurar una mejor protección contra el crimen, conducían por el contrario por mediación de la prisión a un reforzamiento del hampa criminal.
Por toda una serie de razones se produjo entonces una situación en la que existía una muy intensa demanda social y política de reacción contra el crimen y de represión, demanda que implicaba una originalidad en la medida en que debía ser pensada en términos jurídicos y médicos; y por tanto la pieza central de la institución penal desde la Edad Media, es decir, la responsabilidad, parecía inadecuada para pensar este amplio y tupido ámbito de la criminalidad médico-legal.
 Esta inadecuación se mostró a la vez en el terreno de las concepciones y de las instituciones, en el conflicto que enfrenta, en torno de los años 1890, a la llamada Escuela de Antropología Criminal con la Asociación Internacional de Derecho Penal. Frente a los principios tradicionales de la legislación criminal, la escuela italiana y los antropólogos de la criminalidad exigen nada menos que una salida de las demarcaciones del derecho, una verdadera "despenalización" del crimen a través de la puesta en práctica de un engranaje de un tipo muy distinto al previsto por los códigos.
 Esquematizando mucho, para la antropología criminal se trataba de lo siguiente:
a) Abandonar totalmente la noción jurídica de responsabilidad y plantear como cuestión fundamental no el grado de libertad del individuo, sino el nivel de peligro que éste constituía para la sociedad.
b) Señalar además que precisamente los procesados que el derecho reconocía como irresponsables, en la medida en que eran considerados enfermos, locos, anormales, víctimas de impulsos irresistibles, eran justamente ellos quienes constituían el mayor peligro.
c) Esgrimir que lo que se denominaba "pena" no era tanto un castigo cuanto un mecanismo de defensa de la sociedad; subrayar por tanto que la diferencia no estriba entre responsables que deben ser condenados e irresponsables que no deben serlo, sino entre sujetos absoluta y definitivamente peligrosos y aquellos que, mediante ciertos tratamientos, pueden dejar de serlo.
d) Concluir que deben existir tres grandes tipos de reacciones sociales frente al crimen o mejor frente al peligro que constituye el criminal: eliminación definitiva (a través de la muerte o del encierro en una institución), eliminación provisional (mediante tratamiento), eliminación en cierto modo relativa y parcial (esterilización, castración).
 Se puede ver así claramente la serie de desplazamientos promovidos por la escuela antropológica, desplazamientos que van desde el crimen hacia el criminal, del acto efectivamente cometido al peligro virtualmente existente en el individuo, de la punición modulada del culpable a la protección absoluta de los otros.
 Se puede decir que se alcanzaba de este modo un punto de ruptura: la criminología, desarrollada a partir de la vieja monomanía en una aproximación con frecuencia tormentosa con el derecho penal, corría el riesgo de verse excluida por exceso de radicalidad. Y entonces la situación podría volver otra vez a asemejarse un tanto a la del principio: un saber técnico incompatible con el derecho que lo acosa desde el exterior y es incapaz de hacerse oír por él. Y del mismo modo que la noción de monomanía podía servir para recubrir de locura un crimen del que no se veían las razones, la noción de degeneración permitía relacionar al menor de los criminales con un peligro patológico para la sociedad, para la especie humana en su conjunto.
 Todo el espacio de las infracciones podía concebirse en términos de peligro y por tanto de protección que tenía que ser asegurada. El derecho no tenía más opción que callarse o taparse las orejas y negarse a escuchar.
 Se suele decir de forma bastante habitual que las proposiciones fundamentales de la antropología criminal se vieron rápidamente descalificadas por varias razones: su relación con un cientismo, con una cierta ingenuidad positivista que fue descalificada por el desarrollo mismo de las ciencias en el siglo xx; su parentesco con un evolucionismo histórico y social que fue también rápidamente desacreditado; el apoyo que encontraron en una teoría neuropsiquiátrica de la degeneración desmantelada también pronto por la neurología por una parte y el psicoanálisis por otra; y, por último, su incapacidad para hacerse operativa en forma de legislación penal y en la práctica judicial. La edad de la antropología criminal, con sus ingenuidades radicales, parece haber desaparecido con el advenimiento del siglo xx siendo relevada por una psicosociología de la delincuencia mucho más sutil y mucho más aceptable para el derecho penal.
 Sin embargo, me parece que de hecho la antropología criminal, al menos en sus formas generales, no ha desaparecido tan completamente como se dice. Algunas de sus tesis más fundamentales, las más llamativas en relación con el derecho tradicional, se han incardinado poco a poco en el pensamiento y en la práctica penal. Esto no habría podido producirse, sin embargo, sólo por el valor de verdad o la fuerza de persuasión de esta teoría psiquiátrica del crimen, sino que fue preciso que se produjese una mutación en el ámbito del derecho. Cuando digo en el ámbito del derecho quizá sea decir demasiado ya que las legislaciones penales, salvo excepciones (como el código noruego, dado que se trataba de un nuevo Estado) y otros proyectos que no llegaron a cuajar (tales como el proyecto del código penal suizo) permanecieron bastante semejantes a lo que eran: las leyes sobre la libertad provisional, la reincidencia y el confinamiento han sido las principales modificaciones introducidas en la legislación francesa y no sin balbuceos. Pero las mutaciones a mi juicio no provienen tanto de esto cuanto de un aspecto a la vez teórico y esencial: la noción de responsabilidad.
 Y si esta noción ha podido ser modificada no se debe tanto a sacudidas de presión interiores al sistema penal sino y sobre todo porque en la época se produjo una evolución considerable en el campo del derecho civil. Mi hipótesis, pues, es que fue el derecho civil, y no la criminología, quien permitió que el pensamiento penal se modificase en dos o tres puntos capitales; pero fue el pensamiento penal quien hizo posible que lo que había de esencial en las tesis de la criminología de la época penetrase en el derecho criminal. Se puede pensar que en esta reelaboración que se hizo en primer lugar en el derecho civil, los juristas no habrían aceptado las propuestas fundamentales de la antropología criminal o al menos que no habrían contado con los instrumentos necesarios para hacerlas penetrar en el sistema de derecho. Y así, aunque parezca extraño a primera vista, fue el derecho civil quien hizo posible la articulación del código y de la ciencia en el derecho penal.
 Esta transformación del derecho civil se articula alrededor de la noción de accidente, de riesgo y de responsabilidad. Es preciso señalar de forma muy general la importancia sobre todo en la segunda mitad del siglo xix de este problema del riesgo, no sólo en el derecho, sino también en la economía y en la política. Se me objetará que desde el siglo xvi el sistema de seguros pone de relieve la importancia que se concedía ya a los imprevistos, pero, por una parte, los seguros se referían únicamente a riesgos en cierto modo individuales, y, por otra, excluían totalmente la responsabilidad del interesado. Ahora bien, en el siglo xix el desarrollo del sistema salarial, de las técnicas industriales, del maquinismo, de los medios de transporte, de las estructuras urbanas, hizo que surgiesen dos cosas importantes: en primer lugar los riesgos que afectaban a un tercero (el patrón exponía a sus asalariados a accidentes de trabajo, los transportistas exponían a accidentes no sólo a los pasajeros sino también a otras gentes); en segundo lugar el hecho de que estos accidentes podían con frecuencia estar ligados con una especie de falta, pero una falta mínima (falta de atención, de precaución, negligencia) cometida además por alguien que era incapaz de soportar la responsabilidad civil y el pago de los desaguisados causados.
 El problema era por tanto el de dar fundamento jurídico a una responsabilidad sin culpa. Y éste fue el esfuerzo que realizaron los civilistas occidentales y sobre todo los juristas alemanes presionados por las exigencias de la sociedad bismarkiana -sociedad no sólo de disciplina sino también de seguridad. En esta búsqueda de una responsabilidad sin culpa los civilistas utilizaron un determinado número de principios importantes:
1) Esta responsabilidad debe ser establecida considerando no la serie de errores cometidos sino el encadenamiento de causas y efectos. La responsabilidad recae más del lado de la causa que del de la infracción. Tal es la Causalhaftung de los juristas alemanes.
2) Estas causas son de dos órdenes distintos que no se excluyen el uno al otro: el encadenamiento de hechos concretos e individuales que han sido inducidos unos a partir de los otros, y la creación de riesgos inherentes a un tipo determinado de acción, de maquinaria, de empresa.
3) Estos riesgos deben ser aminorados de la forma más sistemática y rigurosa posible; pero es cierto que no se los podrá hacer desaparecer totalmente, ya que las empresas características de la sociedad moderna comportan riesgos. Como decía Saleilles, "una relación de causalidad ligada con un hecho puramente material que en sí mismo se presenta como un hecho azaroso, no irregular, no contrario a los usos de la vida moderna, sino dejado de lado por la extrema prudencia que paraliza la acción, en correspondencia con la actividad que se impone en la actualidad y, en consecuencia, desafiando los odios y aceptando los riesgos, ésta es la ley de la vida de hoy en día, la regla común, y el derecho está hecho para realizar esta concepción actual del alma al ritmo de su progresiva evolución".
4) La indemnización no ha sido hecha para sancionar, como si se tratase de una cuasi punición a esta responsabilidad sin culpa, ligada con un riesgo que jamás podrá desaparecer completamente, sino para reparar sus efectos por una parte y, por otra, para intentar hacer disminuir, de una manera asintótica, los futuros riesgos.
 Al eliminar el elemento de culpa en el sistema de la responsabilidad los civilistas introdujeron en el derecho la noción de probabilidad causal y de riesgo e hicieron surgir la idea de una sanción que tendría la función de defender, de proteger, de presionar sobre riesgos inevitables.
 Ahora bien, esta despenalización de la responsabilidad civil, a través de un proceso un tanto extraño, es la que va a servir de modelo al derecho penal y esto a partir de proposiciones fundamentales formuladas por la antropología criminal. En el fondo ¿qué es un criminal nato, un degenerado, una personalidad criminal, sino alguien que en razón de un encadenamiento casual, difícil de reconstruir, se convierte en portador de un índice particularmente elevado de probabilidad criminal al ser él mismo un riesgo delictivo? Pues bien, del mismo modo que se puede determinar una responsabilidad civil sin establecer culpa, a partir únicamente del riesgo creado contra el que hay que defenderse sin anularlo, del mismo modo se puede hacer responsable penalmente a un individuo sin tener que determinar si es libre y si hay culpa, ligando el acto cometido con el riesgo de criminalidad constituido por su propia personalidad. Es responsable pues por su sola existencia engendra riesgo, incluso si no es culpable puesto que no ha elegido con completa libertad el mal en lugar del bien. Así, pues, la sanción no tendrá por objeto castigar a un sujeto de derecho que se habría voluntariamente enfrentado a la ley, sino que su función será más bien la de hacer disminuir en la medida de lo posible -bien por eliminación, por exclusión, a través de restricciones diversas o mediante medidas terapéuticas- el riesgo de criminalidad representado por el individuo en cuestión.
 La idea general de la "defensa social", tal como ha sido formulada por Prins a comienzos del siglo xx, surgió de la transferencia a la justicia criminal de elaboraciones propias del nuevo derecho civil. La historia de los congresos de antropología criminal y de los congresos de derecho penal, en el paso del xix al xx, la crónica de los conflictos entre positivistas y juristas tradicionales y la repentina distensión que se produjo en la época de Listz, de Saleilles, de Prins, así como la rápida desaparición de la escuela italiana a partir de este momento y la disminución de la resistencia entre los juristas hacia la psicología criminal, la constitución de un relativo consenso en torno de una criminología que resultaba accesible al derecho y de una penalidad capaz de tener en cuenta el saber criminológico, en fin, todo esto indica claramente que en este momento se acababa de encontrar "el comodín" que se necesitaba. Este comodín es la fundamenta] noción de riesgo que adquiere un lugar en el derecho a través de la idea de responsabilidad sin culpa y que puede ser entronizada por la antropología, la psicología o la psiquiatría gracias a la idea de una imputabilidad sin libertad. El término absolutamente capital de "ser peligroso" o de "terribilidad" habría sido introducido por Prins, en la sesión de septiembre de 1905, celebrada por la Unión Internacional de Derecho Penal.
 No me dedicaré ahora a hacer el recuento de las innumerables legislaciones, reglamentos, circulares que pusieron en práctica en todas las instituciones penales del ancho mundo, de una forma o de otra, esta noción de estado de peligrosidad. Simplemente querría señalar dos o tres cosas.
 La primera es que a partir de los grandes crímenes sin razón de comienzos del siglo xix el debate no se centró exactamente en torno de la cuestión de libertad, incluso si esta cuestión siempre permaneció planteada. El verdadero problema, aquel que ha sido realmente trabajado, fue el del individuo peligroso. ¿Existen individuos intrínsecamente peligrosos?; ¿cómo se los puede reconocer y cómo conviene reaccionar en su presencia? El derecho penal a lo largo del siglo pasado no evolucionó desde una moral de la libertad hacia una ciencia del determinismo psíquico, sino que más bien extendió, organizó y codificó la sospecha y la detección de individuos peligrosos, desde la extraña y monstruosa figura de la monomanía hasta la frecuente y cotidiana del degenerado, del perverso, del desequilibrado constitucional, del inmaduro...
 Conviene subrayar también que esta transformación no se operó únicamente desde la medicina hacia el derecho, como si se tratase de la presión ejercida por un saber racional sobre viejos sistemas prescriptivos, sino que se realizó mediante un perpetuo mecanismo de ayuda y de interacción entre el saber médico o psicológico y la institución judicial. No fue esta última la que cedió, sino que se formó un territorio y un conjunto de conceptos nacidos en sus fronteras y de sus intercambios.
 Ahora bien -y es precisamente en este punto en el que me gustaría detenerme-, me parece que la mayoría de las nociones que surgieron así, de estas interacciones, son sin duda operativas para la medicina legal o para los exámenes periciales psiquiátricos en materia criminal.
 Nos podemos sin embargo preguntar si en estos trasvases no se ha introducido en el derecho algo más que las incertidumbres de un saber problemático: los rudimentos de un nuevo derecho. Y es que la penalidad moderna -de forma clara y neta a partir de Beccaria- no concede derecho a la sociedad sobre los individuos más que en razón de lo que hacen: un único acto, definido como infracción por la ley, puede dar lugar a una sanción, sin duda modificable en función de las circunstancias o de las intenciones.
 Pero al poner cada vez más de relieve al criminal como sujeto del acto y también al individuo peligroso como virtualidad de actos, en realidad, ¿no se concede a la sociedad derecho sobre el individuo a partir de lo que él es? No se trata de que se lo considere en lo que es en función de su status -como sucedía en las sociedades del Antiguo Régimen- sino de lo que es por naturaleza, en razón de su constitución, de sus rasgos de carácter o en sus variedades patológicas. Se constituye así una justicia que tiende a ejercerse sobre lo que se es: tal es la desorbitante realidad en relación con ese derecho penal con el que soñaron los reformadores del siglo xviii y que debía castigar, de forma absolutamente igualitaria, las infracciones definidas explícitamente y previamente por la ley.
 Se argumentará sin duda que a pesar de este principio general el derecho de castigar, incluso en el siglo xix, se ejerció y se moduló no sólo a partir de lo que hacen los hombres sino también a partir de lo que son o de lo que se supone que son. Apenas los grandes códigos modernos entraron en funcionamiento se pretendió flexibilizarlos mediante medidas legislativas tales como las relativas a circunstancias atenuantes, reincidencia o libertad provisional; se trataba así de tener en cuenta más allá de los actos a aquel que los había cometido. Y sin duda el estudio específico y comparado de las decisiones de la justicia mostraría fácilmente que los infractores estaban al menos tan presentes en la escena penal como sus infracciones.
 Una justicia que únicamente se ejerciese sobre lo que se hace no es sin duda más que una utopía y no precisamente una utopía deseable. Pero al menos desde el siglo xviii este modelo de justicia ha constituido el principio rector, el principio jurídico-penal que gobierna la penalidad moderna.
 No era por tanto cuestión, como tampoco lo es ahora, de ponerla de golpe entre paréntesis. Insidiosamente, lentamente, de forma reptante y segmentada se organiza una penalidad centrada en lo que se es: han sido necesarios más de cien años para que esta noción de individuo peligroso, que estaba virtualmente presente en la monomanía de los primeros alienistas, fuese aceptada por el pensamiento jurídico. Al cabo de cien años esta noción se ha convertido en un tema central de los exámenes periciales psiquiátricos (en Francia los psiquiatras, convocados como expertos, se refieren mucho más a la peligrosidad de un individuo que a su responsabilidad), sin embargo el derecho y los códigos parecen dudar a la hora de abrirle un hueco: la reforma del código penal que se prepara actualmente en Francia sólo ha sido capaz de sustituir la vieja noción de demencia que responsabiliza al autor de un acto por las nociones de discernimiento y de control que en el fondo no son mas que una versión de lo mismo apenas modernizada.
 Posiblemente se presiente el peligro que supondría autorizar al derecho a intervenir sobre los individuos en razón de lo que son: una terrible sociedad podría surgir así.
 De todos modos y por lo que se refiere al funcionamiento práctico los jueces sienten cada vez más la necesidad de creer que juzgan a un hombre tal y como es y por lo que es. La escena a la que me refería al principio es una clara prueba de ello: cuando un hombre llega ante los jueces exclusivamente con sus crímenes, cuando no tiene otra cosa que decir, cuando no concede al tribunal la gracia de revelarle algo así como el secreto de sí mismo, entonces...

 La vida de los hombres infames, 1996, Editorial Altamira, La Plata, Argentina, pp. 157-178.

 trad. Julia Várela y Fernando Alvarez-Uría

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