sábado, 28 de mayo de 2011

Los pinares y las auras






 Felipe Poey


El célebre Audubon, ornitólogo esclarecido de los Estados Unidos del Norte de América, ha demostrado que las Auras son guiadas por la vista, no por el olfato, en el reconocimiento de los cadáveres que les sirven de alimento. Una piel seca de venado llena de paja fue echada en medio de un campo; y el naturalista se puso a la expectativa. No tardó en bajar un Aura, que se posó sobre el fingido cadáver, y engañada por la apariencia se propuso llenar bien el estómago; para lo cual empezó por vaciar los intestinos, como acostumbran las aves de rapiña. Atacó la piel por las aberturas que tenía, y por las costuras del vientre; sacando siempre paja y mas paja: para abreviar, diré que abandonó la presa.
 Otro día ocultó Audubon un cochinito muerto bajo de unas malezas: el animal se corrompió, derramó su pestilencia por los aires; de noche los lobos, descubrieron el bulto y se hartaron. Las Auras no acudieron.
 Para variar el experimento, el naturalista americano degolló un lechón en la pradera, llevó el rastro de la sangre hasta el depósito anterior donde ocultó el cadáver. Las Auras descubrieron el rastro, lo siguieron hasta el sitio apartado, y se regalaron a su sabor.
 Remito a la obra de Audubon para estos experimentos repetidos, variados y ampliados conforme a los preceptos de la Escuela: todos vinieron a confirmar lo asentado anteriormente.
Con este motivo me parece oportuno trasladar aquí un trozo de mis Memorias sobre la Historia Natural de la Isla de Cuba, en que describo los Pinares de la Vuelta-Abajo; entrando las Auras en la escena. Pero antes diré algo acerca de los Pinares de la Isla de Pinos, que he encontrado siempre en terrenos ondeados, a veces en las llanuras, bien que a una altura bastante elevada sobre el nivel del mar. En mi viaje a Santa Fe, doy cuenta como sigue de la primera impresión que en mí causaron esas comarcas.
  “Apenas desembarcados entramos en los carruajes; y partimos para Santa Fe con los primeros albores del día, por un terreno llano, bien que subiendo insensiblemente, y bajando a ratos colinas suaves. El aspecto general era de sabanas pobladas de Pinos de todas edades; la superficie cubierta de finas yerbas y menudas flores; el camino trillado color de ocre o tierra mulata, ferruginosa, sembrada de perdigones; de trecho en trecho un arroyuelo en cuyas orillas la vegetación era variada: en medio de los Pinares lo que más abunda es el Peralejo y el Vaca-Buey, algunos Guanos y la Palma-Manaca. La multitud de Pinos y los diversos grupos en que se presentaban, recrearon grandemente nuestra vista, no acostumbrada a este espectáculo. A cada paso nos parecía ver salir de aquellos barrancos y por sus arboladas colinas, a un cacique acompañado de sus indios armados de flechas inocentes; y esperábamos ver entre ellos a las indias adornadas de sus atractivos naturales, no menos bellas que la reina Guanatabemequena; célebre en los fastos de Haití”.
Pongo ahora a continuación el trozo anunciado sobre los terrenos serpentinosos de la Vuelta-Abajo, cual es el de Cajalba o Cajálbana; advirtiendo que no hay Pinos en el Pan de Guajaibon, que está en frente, y le toca por el pié.
 “Al norte de San Diego no hay Pinos en la llanura: de esto puedo dar testimonio como testigo ocular. He recorrido un terreno llano, cubierto de aquellos vegetales que más se complacen en tierras feraces, donde los Jagüeyes estrechan con sus temibles abrazos las corpulentas Ceibas y las Palmas elevadas; y al llegar al pié de la Sierra, he visto la última Palma Real a orillas de un foso, frente al primer Pino del gigante Cajalbana: ambos se resentían de su posición, como hijos de un terreno intermedio que empezaba anegarles el sustento predilecto. Parecían dos centinelas guardando los confines de sus dominios respectivos. Mas apenas hubo pasado aquella línea de demarcación, que desaparecieron los vegetales que me habían cubierto con su dilatada cabellera, prestándome su sombra hospitalaria. Subí la falda de la loma sobre áridos pedruscos, bajo los ardores del sol, pero entretenido con el distinto carácter de la vegetación que a mis ojos se ofrecía; principalmente los Guanos o pequeñas especies de la familia de las Palmas, el Granadillo, el Peralejo, la Espuela de Caballero y otros arbustos de cuabales, la mayor parte raquíticos y espinosos. Según iba subiendo los tres escalones de la alta montaña, se descubría el mar del Norte, salían de tierra los helechos de tres á cuatro pies de altura, que daban al aire un olor alpestre, alfombrando los Pinares al pié de árboles que escondían su frente entre las nubes; y cuyas ramas gemían suavemente al toque de los vientos, mientras que la Chicharra ensordecía con su chillido agudo. Las Auras, de vista perspicaz, se cernían más allá de sus cimas; y bajaron á reconocer al viajero, cuando fatigado de andar descansaba en la maleza: bajaron con la esperanza de encontrar un cadáver; pero se desengañaron a una ligera inclinación de las cejas, a un simple bajar de las pestañas, o al movimiento alternativo del pecho que aspira la vida favorecida por la atmósfera. Lo cierto es que no tardaron en retirarse con vuelo circular; lo que prueba que estos animales no van dirigidos por el olfato, sino por la vista”.

 Ofrenda al Bazar de la Real Casa de Beneficencia, La Habana, 1864, Imprenta del Tiempo, pp. 83-88.

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