domingo, 22 de mayo de 2011

Perros de guerra





  M. Elias Regnault
 

 No terminaremos la historia de Cuba, sin decir algo de estos famosos perros de guerra, que se adiestraban para la caza de los negros fugitivos, para sujetarlos y destrozarlos durante los combates o para despedazarlos cuando se hallaban prisioneros en los sangrientos juegos del circo.
 Algunos historiadores creen que estos perros son originarios del país; pero parece que los Españoles a su llegada a las Antillas no hallaron otra especie de perros, sino los llamados alcos por los indígenas, y estos eran de una raza muy diferente de las de Europa, porque no ladraban, y los indígenas de la Española los cebaban con esmero reputándoles como una excelente comida.
 Era evidente pues que los perros de guerra habían sido importados de Europa, por tener además la mayor semejanza con los perros de presa, pudiéndose asegurar que su ferocidad provenía menos de su índole particular que de la educación que se les daba apropiada a la tarea que debían desempeñar. Los hombres que se ocupaban de esta tarea no eran otros que los descendientes de los antiguos cazadores de toros, que permanecían adictos al mismo género de vida que habían llevado sus padres, distinguiéndose aun bajo la misma denominación. Sus costumbres y trajes en nada habían variado; solo habían añadido a su industria la cría de perros, los cuales vendían después de haberlos adiestrado.
 El medio de que se valían para acostumbrarlos a aquellas luchas sangrientas, era a la vez sencillo y cruel; desde el momento que el pequeñuelo podía separarse de su madre, lo ponían en una jaula, cuyos barrotes le dejaban precisamente el suficiente espacio para sacar la cabeza. A su alcance colocaban un plato con alguna sangre y entrañas de animales, de las cuales se le daban expresamente en pequeñas cantidades, a fin de que su apetito estuviese de continuo avivado por la abstinencia.
 Una vez ya acostumbrado a esta clase de alimento, y vuelto devorador tanto por instinto como por las privaciones de que había sido objeto, se sustituía en lugar del plato un maniquí imitando a un negro, en cuyo vientre se colocaban las entrañas y la sangre, lo colgaban del techo de la jaula al alcance del perro, al cual se había hecho experimentar de antemano una rigurosa dieta. Además se disponía de modo que chorrease a golas sangre del maniquí, de cuyo vientre salían algunos pequeños trozos de entrañas. Por el pronto contentábase el famélico animal con lamer las gotas de sangre que caían a su lado, pero bien pronto dirigía sus áridos ojos hacia la figura que tan escaso alimento le proporcionaba; arrojábase a ella y cogía la porción de entrañas que salían al estertor. Pero hostigado al fin por un hambre siempre creciente, y animado por sus guardas, cogía el maniquí por la cintura, le abría el vientre a dentelladas, y comía lo que contenía. Adviértase además que los que cuidaban de su alimento eran blancos que les halagaban de continuo, y a quienes se acostumbraban aquellos a contemplar como dueños y amigos.
 Acostumbrado el perro desde joven a esta nueva clase de alimento, apenas veía que el maniquí se balanceaba, se arrojaba a él y le destrozaba; dábase entonces mayor semejanza a aquellas figuras conforme a la raza que se intentaba designar; haciaselas mover a cierta distancia; imprimiaseles todos los movimientos de hombre, y se las aproximaba de los barrotes de la jaula en que estaba encerrado el hambriento animal. Precipitábase este entonces hacia él y procuraba coger la presa ladrando furiosamente, y cuando al fin su furor y su apetito habían llegado al mayor grado de exaltación, se le dejaba en libertad, de la que se aprovechaba para arrojarse al momento sobre su victima, a la cual los adiestradores imprimían fingidos esfuerzos de resistencia para librarse de sus terribles dentelladas.
 Cuando se había repetido a menudo este ejercicio se procedía a ensayarlo en el hombre vivo, a cuyo efecto se conducía al cachorro entre una jauría bien instruida, a la caza de los negros cimarrones. Allí es donde se desarrollaban con rapidez los instintos feroces que la educación había iniciado, y entonces no había abrigo seguro para los infelices negros.

 Acontecía bastante a menudo que los cazadores quedaban postergados a sus jaurías, en cuyo caso la muerte de la victima era infalible, pues desde el momento que era alcanzada por los perros quedaba destrozada y devorada. Pero si el cazador se hallaba al alcance de poder salvar la caza humana, se apresuraba á poner bozales a los perros, con lo cual lograba coger a la victima, de la que se aseguraba pasándole un collar de hierro, del que se desprendían varios cabos con los cuales se prendía infaliblemente a los bejucos y ramas que debía hallar a su paso en el caso que intentase la fuga. Acontecía no obstante que a pesar de todas estas precauciones emprendía la fuga echando a correr por en medio de los bosques; inmediatamente quitábanse entonces los bozales a todos los perros y no se daba cuartel a la victima. Apresada por los perros, era completamente destrozada por los mismos, reservándose el cazador la cabeza, con la cual podía optar a una recompensa pecuniaria por parte de las autoridades.
 Conforme ya queda dicho, los que se ocupaban en esta clase de industria de adiestrar perros hacían un comercio muy lucrativo. Con el fin de combatir a sus enemigos los negros, Rochambeau hizo llevar gran número de aquellos perros al Cabo, bien que aquellos crueles auxiliares ocasionaron terribles conflictos. Habiéndose fugado algunos de ellos, se esparcieron por los alrededores de la ciudad, y devoraron a varios niños por los caminos; en cierta ocasión penetraron en la choza de un pobre cultivador, a cuya mujer adormecida arrebataron un niño de pecho.
 Cuando la guerra con los marrones de la Jamaica en 1738, la autoridad de aquella isla dispuso se construyesen varios cuarteles cerca de las principales guaridas de los insurgentes, en cada uno de los cuales fue instalada una jauría de perros, los cuales eran también procedentes de la isla de Cuba. Durante otra guerra con los marrones en 1795, se expidió a toda prisa un mensajero a Cuba con el encargo de traer un centenar de aquellos perros con el objeto de acompañar en su expedición a las tropas británicas.

  Historia de las Antillas: Barcelona, Imprenta de Fomento, 1846.

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