martes, 7 de junio de 2011

El reloj de la Habana





 Manuel de Zequeira y Arango


 Dirán algunos al ver el título de este papel que he pasado del oficio de observador al de relojero, y en verdad que no irán del todo equivocados, pues aunque no pienso detallar la duración del tiempo, ni el espacio de las horas, a lo menos describiré los movimientos periódicos, y las ocupaciones con que se llenan los instantes en la Habana; y he aquí un nuevo reloj para el entretenimiento de los curiosos, con la diferencia de que en éste principiarán a contarse los intervalos desde que el sol comienza a agitar los brutos de su carroza, hasta que la aurora vuelva a anunciarnos su venida: así, pues, el que quisiere instruirse en el movimiento diurno de la Habana, atienda a lo que se demuestra en la siguiente explicación.
 A las seis de la mañana abren los comerciantes sus almacenes, limpian los mostradores, y esperan a las víctimas para el sacrificio: los jornaleros, labradores y artesanos ya están en sus tareas, mientras que los petimetres, las presumidas, los ricos y los ociosos yacen aun sumergidos en sus lechos como los indolentes Sibaritas. Los verduleros y revendones de comestibles ocupan la plaza del mercado entre los rumores de una infernal trapisonda donde venden los alimentos: esta es la hora de mayor ganancia para los mayordomos, los cocineros y otros individuos inventores.
 A las siete corren por las calles varios escuadrones de cuadrúpedos conducidos por los africanos para llevarlos a beber: estos instantes son de sumo peligro por la insolencia de los conductores, quienes después de visitar las tabernas gritan, corren y atropellan todo cuanto se les pone por delante, y algunas infelices criaturas o ancianos impedidos han sido víctimas de este pernicioso abuso, a pesar de las eficaces providencias del Gobierno: esta hora también es aciaga para los estudiantes, y en ella misma se encierran los escribanos en sus nidos.
 A las siete y media se oyen los tambores de las guardias entrantes o salientes, se ponen todos los molinillos sobre las armas, arden los fogones y anda el chocolate listo.
 A las ocho suelen despertar de sus letargos los violetas petimetres, las damas de media almendra y todas las personas vagabundas: los peluqueros con sus bolsas de pulverizar corren precipitados de barrio en barrio para despachar los parroquianos y llenarles las cabezas de pomadas y mentiras: de estos individuos los de mayor aprecio son los más estrafalarios y embusteros.
 A las nueve va creciendo el rumor por todas partes, la aduana hierve con los traficantes y consignatarios, todos los oficios se llenan, y solamente los sastres embrollones y los zapateros andan azotando calles: las plazas se ocupan con las volantes de alquiler, y los caleseros cometen todo género de desorden: las carretas cruzan libremente por las calles dejando surcos por donde pasa la inmensa mole de sus ruedas, con la que hacen irremediable la destrucción de los pisos: los Romeros, los Almirantes, los Granados y Castillos son los héroes de cuyos nombres se vale el carretero para mortificar los oídos de los vivientes.
 A las diez de la mañana andan los frutos de Pomona y Ceres disfrazados por el dialecto de las negras con nombres ininteligibles; la piña, el zapote, el mamey, el aguacate, todas las frutas finalmente, necesitan distinguirse con la vista para conocer las que se venden. ¡Tal es la guerguería y la confusión de nuestras vendedoras! En esta hora si la estación es de lluvias, no puede andarse por las calles sin el riesgo de las salpicaduras de los caleseros, y sin temor de sumergirse en las pocilgas, o en las lagunas de cieno que decoran nuestra patria: hay ciertos parajes absolutamente intransitables, y por otros es necesario volverse anfibio para cruzar desde la una a otra acera.
 A las once van los azucareros petimetres llenos de perfumes a visitar las ninfas, o dejar sus billetes amatorios en mano de los confidentes de Cupido; pero los que tienen la felicidad de entrar en los templos de sus deidades llevan estudiadas las frases más dulces, las adoraciones, los movimientos, y hasta la risa con que pueden hacerse más agradables a los ojos de sus damas. 
 A las once y media salen los currutacos de sus visitas para concurrir a los cafés, donde ya han entrado los ociosos y los holgazanes: aquí se destripan las botellas, abundan los licores y todo género de bebida más propia para la fermentación de los espíritus: se habla de guerra, de política y literatura, con tanto pulso, que es una maravilla; pero lo más gracioso es oírlos comunicándose unos a otros sus amantes conquistas y sus progresos con el bello sexo. ¡Infeliz aquella que les haya dispensado la más leve distinción! Su nombre sonará infaliblemente por los cafés y sus gracias serán divulgadas por todas las sociedades juveniles. Unos juegan a la guerra, otros a la lotería, y allí por último, se fomenta una confusión, que ni la de la torre de Babel: estos instantes son de mucho regocijo para los dueños de los billares.
 A las doce dejan los abogados sus bufetes para repasar y corregir los fárragos que escribieron sobre apuntes que habían mirado con frialdad... En esta hora también dejan sus ocupaciones los hombres honrados, los obreros y los artesanos.
 A las doce y media se ve salir de los cafés la formidable y espantosa nube de los desocupados, y quedan yermos los billares: los coimes rinden sus cuentas a los cafeteros, entre quienes pasan ciertas alteracioncillas sobre la legalidad de los productos de la casa, pero al fin queda la liquidación hecha según el arbitrio de los mozos y los dependientes del billar.
 A la una se ponen unos a comer lo que tienen, y otros mucho más de lo que pueden; de lo que resulta el empacho de acreedores, y por último entra la consunción y la tisis en los bolsillos.
 A la una y media reina la calma, el silencio y la serenidad, y sólo se perciben las quimeras en los encierros de los tahúres, en las tabernas y los bodegones.
 A las dos de la tarde suele estremecerse la ciudad por el ruido de los bronces que gimen para anunciarnos que hay un hombre de menos en la sociedad; y estos clamores son más retumbantes y repetidos por la muerte de los poderosos, que por las de los miserables.
 A las tres se levantan los ricos de sus mesas, los unos acalorados por la fermentación de las bebidas, y otros llamando a sus Galenos para curarse las indigestiones.
 A las cuatro se ven las máscaras y los metamorfóseos, y esta es la hora de la menguante por la cascarilla, porque las presumidas puestas en sus tocadores la consumen junto con el albayalde; y entonces los semblantes que eran pálidos y aplomados adquieren nueva vida cubriendo las arrugas con los afeites y los carmines.
 A las cinco se experimenta un estremecimiento general en los edificios de la población por el ruido de las volantes, que circulan o que salen para los paseos.
 A las seis está en su punto el movimiento do los carros extramuros de la ciudad.
 A las seis y media comienza el paseo de la alameda, que se reduce a dar en ella infinidad de vueltas, pero sin abandonar las volantes, porque echarse a pie como se verifica en los países cultos, sería una degradación para el individuo que lo intentase: allí no se oye voz humana, y sólo se percibe el galope de los cuadrúpedos, y el rumor de los carros, sobre los cuales van sus dueños imitando a aquellos autómatas que suelen menear las cabezas por resortes: este paseo es una imagen verdadera del país de las Monas que describió Wanton.
 A las siete principia el alumbrado de la ciudad, el cual se sirve con una especie de mochas que pasan rápidamente, y espiran con la misma prontitud que los meteoros y exhalaciones.
 A las ocho de la noche vuelven a llenarse los cafés, donde principian de nuevo las guerras, la confusión y la lotería.
 A las nueve se observa por ciertos barrios un silencio misterioso.... Algunos deben su existencia a la lobreguez de estos instantes.
 A las diez entran los señores en sus tertulias: entre éstas hay algunas donde se percibe el mayor decoro, la urbanidad, la compostura y la decencia; pero en otras sólo se ve a la sota contra el caballo, o al rey contra carta blanca.
 A las once ya está la ciudad sumergida en las tinieblas, y por casualidad suele encontrarse alguna ronda: en estos instantes andan listos los picaros y los ladronzuelos.
 A las doce tiene Morfeo aprisionadas las potencias de los vivientes, y sólo existen despiertos y llenos de desesperación los tahúres en sus garitos, y los enamorados.
 A la una están los avaros contando su dinero, y examinando los candados de sus cofres.
 A las dos comienzan los panaderos sus amasijos, mezclando las harinas malas con las buenas.
 A las tres suele encontrarse alguna carretilla que va con su farol encendido a tomar buen puesto en el mercado.
 A las cuatro van llegando a las puertas de la ciudad las recuas de los hortelanos y lecheros, quienes celebran furtivamente los bautismos de sus botijas con agua de la zanja.
 A las cinco principian los tambores a templar sus cajas para saludar a Diana, en cuya hora terminan los movimientos de mi reloj, reservándome para dibujar más adelante el retrato de la Aurora, si acaso la graciosa Talía se digna dispensarme sus pieles. Hasta otra vez.  

   

2 comentarios:

Yoandy Cabrera dijo...

Gracias por recuperar este fabuloso texto.

D.L. dijo...

Gracias Yoandy, y gracias también a ti por tus ensayos que siempre leo,
Pedro