viernes, 3 de junio de 2011

El soberano y el verdugo





  Roger Caillois


 La secreta afinidad del personaje a quien más se honra en el Estado y del personaje más desacreditado se revela hasta en las imaginaciones, en donde ambos son tratados del mismo modo. Se ha visto con qué insistencia se confrontaba el horror y la sangre de la guillotina con la vida tranquila y el carácter apacible del verdugo. Simétricamente, en cada oportunidad, coronación o visita de soberanos, se complace la gente en oponer al fausto real, a la pompa lujosa que los rodea, la sencillez y la modestia de sus gustos, sus costumbres “burguesas”. En uno y otro caso, se coloca al personaje en un círculo de espanto o de seducción, pero al mismo tiempo se empeñan los comentaristas en ponerle contradicción con ese círculo, en reducirle a la medida del hombre común. Es como si éste sintiera un doble estremecimiento al ver a los seres de excepción, a la vez muy cercanos y muy alejados de sí mismos. Tiende a identificarse con ellos y a separarse de ellos con igual movimiento de avidez y de retroceso. Se ha reconocido ya la constelación psicológica que define la aptitud del hombre frente a lo sagrado, tal como San Agustín la describió, confesándose lleno de ardor al pensar en su semejanza con lo divino, y presa del horror cuando se representa su similitud con él. El soberano y el ejecutor de justicia se encuentran, de igual modo, aproximados a la masa homogénea de los ciudadanos, y se ven al mismo tiempo violentamente alejados de ella. La ambigüedad que presentaba cada uno de ellos se manifiesta ahora también entre ellos, reuniendo uno en su persona todos los honores y todos los respetos, y el otro todas las repugnancias y todos los desprecios. Así ocupan en los espíritus como en la estructura del Estado situaciones correspondientes y sentidas como tales, únicos cada cual es su lugar y evocándose uno al otro precisamente por su antagonismo.
 El soberano y el verdugo desempeñan, pues, uno en la claridad y el esplendor, el otro en lo sombrío y repugnante, funciones cardinales y simétricas. Uno manda el ejército, del cual el otro está excluido. Son igualmente intocables: se mancharía al primero tocándole o aun mirándole (hay que bajar los ojos ante un superior). Se mancharía uno mismo al contacto del segundo. Así, en las sociedades primitivas, ambos están sometidos a numerosas interdicciones que los apartan de la existencia común, y hasta hace poco, todavía, estaba prohibido al verdugo entrar en un lugar público. Es difícil casarse con el rey, y es igualmente difícil casarse con el verdugo. El primero no se une con cualquiera. Con el segundo, cualquiera no consiente en unirse. El nacimiento aísla a ambos en su grandeza o en su ignominia; pero, representando los dos polos de la sociedad, se atraen mutuamente, tienden a reunirse por encima del mundo profano. Sin que sea necesario hacer aquí el estudio del verdugo en la mitología y el folklore, hay que insistir, sin embargo, en la frecuencia con que, en los cuentos, el amor une a la reina con el verdugo (o su hijo) y al ejecutor con la hija del rey. Es, en particular, el tema de una leyenda de la Baja Austria del cual sacó Karl Zuckmayer su célebre pieza teatral Der Schelm von Bergen. En otros relatos, la reina, durante un baile de máscaras, danza con un hermosísimo caballero de rojo antifaz de quien se enamora locamente y que no es otro que el verdugo. En un tercer tipo de cuentos, el hijo del verdugo conquista a una princesa, por ser el único que logra vencer el sortilegio que la sume en mágica melancolía, que la priva del sueño o que, al contrario, le impide despertar. Tal como el rey asume funciones sacerdotales, y en todo caso se encuentra clasificado del mismo lado que el sacerdote y Dios, ocurre que el verdugo aparezca como el personaje sacrosanto que representa a la sociedad en todos los actos religiosos. Se le confía la consagración de la primicia de la cosecha. Pero pertenece en general al aspecto irregular, siniestro, maléfico, del mundo sobrenatural. Es una especie de brujo, de sacerdote al revés; puede comulgar, pero debe recibir la hostia con las manos enguantadas, cosa que se prohíbe a todos los demás fieles; cuando los padres niegan su consentimiento al matrimonio de dos jóvenes, cuando la Iglesia, por algún motivo, no acepta bendecir su unión, van a buscar al verdugo que los casa uniendo sus manos, no sobre un libro santo sino sobre una espada. Además, vestido de rojo, el ejecutor en cierto modo es asimilado al diablo. Su arma esconde toda la contagiosidad de lo sacro: lo que se pone en contacto con ella le queda dedicado y le pertenecerá tarde o temprano. En un cuento de Clément Brentano, por inadvertencia, una joven posa la mano en el hacha del verdugo: ya está; haga lo que haga, está destinada al cadalso y, efectivamente, le corta la cabeza el mismo hierro que imprudentemente ha tocado.
 Se atribuyen al verdugo, como a un personaje sobrenatural, los fenómenos meteorológicos. En Saint-Malo, cuando nieva, dicen que “el verdugo descañona sus gansos”. En un conjuro contra la nieva se la amenaza, para hacerla huir, con la llegada del verdugo, que la estrangulará “con su perra y su perro”. Desempeña el personaje legendario cuyo paso ha marcado la naturaleza, el paisaje, el lugar. En el “Bocage” normando, un riacho se llama “el arroyo de las manos sucias”. Otrora, sus aguas eran puras. Pero desde que el verdugo se lavó allí las manos ensangrentadas, después de haber despellejado a un personaje local, han quedado mancilladas. En virtud de esa ley que atribuye a todo lo que causa horror un poder eficaz de curación, una vertiente de Saint-Cyr en Talmondois, llamada “Fuente del Brazo Rojo” porque -según la tradición- allí se ahogó un verdugo, tiene fama de poseer virtudes curativas. Los curanderos de verrugas, de excrecencias de toda índole, van allá a pronunciar sus fórmulas, como si el ejecutor, el que hace rodar las cabezas, hubiera comunicado al agua el poder de hacer caer, ella también, todo lo que sobresale.
 De un modo general, el verdugo pasa por brujo. En verdad está bien colocado, por sus funciones, para poseer en abundancia los múltiples ingredientes extraídos de los cadáveres de los reos, con los cuales la magia se complace en componer sus remedios. Le compran grasa de ahorcado, con que se curan los reumatismos, y raspadura de cráneo humano, que se utiliza contra la epilepsia. Sobre todo, comercia con la mandrágora que crece al pie de los patíbulos y cuya posesión procura mujeres, tesoros y poderío. Conservó durante mucho tiempo el privilegio de vender los despojos de los supliciados, que la superstición siempre consideraba como talismanes; el pueblo de París se disputó apasionadamente los de la marquesa de Brinvilliers. Aquí también se advierte el vínculo que une al poder soberano las fuerzas oscuras y poderosas que residen en el verdugo y en el crimen. En el palacio del emperador de Monomotapa, estado otrora poderoso del sudeste africano, había una pieza en que se calcinaban los cuerpos de los condenados, sus restos servían para fabricar un elixir reservado para el uso exclusivo del potentado.
  Es inútil hacer conjeturas –como se ha venido haciendo- sobre la práctica de supercherías para explicar tal situación. Puede admitirse que los verdugos hayan empleado subterfugios en ciertas ejecuciones, practicando, debajo de la cuerda, una abertura en la arteria del cuello del ahorcado, y dejando de dar a éste la patada en las vértebras cervicales, destinado a acabarlo. Pero es preciso negarse a ver en eso nada que haya podido hacer atribuir al verdugo la capacidad de resucitar a los muertos. Si el engaño se intentó jamás, era conocido y no pudo servir para que se atribuyera al ejecutor un poder que, por otra parte, en ninguna parte se atestiguaba. Al contrario, es patente que los conocimientos médicos que se le atribuyen provienen de la naturaleza misma de su oficio, de la facilidad que de él deriva para procurarse la sustancias que requiere la composición de los diversos ungüentos, y del género de vida que estaban obligados a llevar. Aun en el siglo XIX el verdugo desempeña el papel de curandero y hace una competencia solapada al médico diplomado. El de Nimes es célebre. Un inglés que padecía una tortícolis rebelde, abandonado por los profesores de la Universidad de Montpeller a quienes –cruzando el canal de la Mancha- había ido a consultar, acaba por confiarse a sus cuidados. El verdugo simula ahorcarle y le cura. La anécdota habla por sí sola. Tal como los jóvenes que desesperan de recibir la bendición regular de las autoridades eclesiásticas se hacen casar por el maldito, los pacientes que desesperan de la ciencia oficial van a golpear a su puerta para lograr la curación. Así, en forma constante, se ve al verdugo oponerse y sustituirse a las instituciones que reconoce, respeta y sostiene la sociedad, y que, en cambio, reflejan sobre ella la veneración y el prestigio de los cuales son rodeadas. Quienes pierden la fe en estos organismos todopoderosos, quienes ya no esperan de ellos la realización de sus esperanzas, se vuelven hacia su contrapartida siniestra y despreciada, que no está constituida en cuerpo como la Justicia, la Iglesia, la Ciencia, que vive apartada, al margen, que se huye y se persigue a la vez, que se teme y que se maltrata: cuando Dios no responde, se dirigen al Diablo, cuando el médico es impotente, al curandero, cuando los Bancos se niegan, al usurero. El verdugo abarca ambos mundos. Tiene mandato de la ley pero es su último servidor, el que se halla más cerca de las regiones oscuras, periféricas en que se mueven o están ocultados aquellos a quienes combate. Parece emerger de una zona turbia y terrífica a la luz del orden y de la legalidad. Aparentemente, se disfraza con la ropa que viste para oficiar. La Edad Media no le permitía residir en el interior de las ciudades. Su casa estaba edificada en los baldíos de los suburbios, tierra de elección de los criminales y las prostitutas. Durante mucho tiempo, la condición de verdugo, disimulada al alquilar un inmueble, era causa valedera de anulación del contrato. Aún hoy, el transeúnte observa con sorpresa, en la Place Saint-Jacques, miserables cauchas bajas, perdidas al pie de altos edificios de renta: allí vivían antaño el verdugo y sus ayudantes, y se depositaban los palos de la horca. Casualidad o prejuicio, nadie hasta hoy las ha adquirido para derribarlas y edificar en ese sitio. En España, la casa del ejecutor se pintaba de rojo. Él mismo debía llevar una casaca de paño blanco orlada de escarlata y cubrirse la cabeza con ancho sombrero. Porque importaba señalar su antro y su persona al horror de sus semejantes.
 Todo vincula al verdugo a la parte no asimilada del cuerpo social. Las más de las veces es un criminal perdonado. En otros tiempos, era el último habitante instalado en la ciudad; en Suabia, el último concejal elegido; en Franconia, el último casado. Desempeñar las funciones de ejecutor se convierte así en una especie de derecho de entrada, de gaje de agregación a una comunidad, en un cargo confiado a la persona que se encuentra en un período marginal y que debe asumirlo hasta que un recién venido ocupe su sitio de último en llegar y lo suelde definitivamente a los demás miembros de la comunidad.
  Hasta las rentas de los verdugos parecían condenadas a ser inconfesables. Alquilaba los puestos de la Plaza de la Picota. Es dueño –o se le atribuye la administración- de los prostíbulos. Bajo el antiguo régimen, cobraba un derecho a las prostitutas. Rechazado por la sociedad, comparte la suerte de todo lo que ella reprueba y mantiene apartado. Es nombrado por carta de la Gran Cancillería, rubricada por el rey mismo. Pero se le arroja el documento bajo la mesa, a donde debe ir a recogerlo, arrastrándose. Es, ante todo, el hombre que acepta matar a los hombres en nombre de la ley. Tan sólo el soberano del Estado tiene el derecho de vida y muerte sobre los ciudadanos de una nación, y es el verdugo, tan sólo, quien aplica este derecho. Deja al soberano la parte prestigiosa, y se encarga de la parte infamante. La sangre que mancha sus manos no salpicará al tribunal que pronunció la sentencia: el ejecutor toma sobre sí todo el horror de la ejecución. Por el mismo hecho se encuentra asimilado a los criminales que sacrifica. Aquellos a quienes están destinados a proteger los terribles ejemplos cuyo artesano es, se apartan de él, le miran como a un monstruo, le desprecian y le temen en la misma medida que temen a aquellos de los cuales está encargado el verdugo de librarlos definitivamente. Llega esto hasta el punto de que su muerte, aparentemente, rescata la vida de un criminal. Es anexado por el mundo de perdición en cuya frontera se halla colocado como centinela vigilante e implacable, a la vez que se ve abrumado y rechazado por quienes le deben su seguridad. Javier de Maistre, al final del retrato impresionante que hizo del verdugo, del terror que inspira, de su aislamiento entre sus semejantes, ha señalado justamente que ese colmo viviente de abyección es, sin embargo, la condición y el sostén de toda grandeza, de todo poderío, de toda subordinación. “Es el horror y el vínculo de la asociación humana”, concluye. No podía manifestar con fórmula más feliz hasta qué punto el ejecutor constituye el “pedant” solitario y antitético del “honor y el vínculo” de esa asociación, del soberano cuya majestad supone la mitad de oprobio que asume su abyección.
  Se comprende, en estas condiciones, que la ejecución capital del rey llene de asombro y espanto al pueblo, y aparezca como el punto culminante de las revoluciones. Reúne los dos polos de la sociedad, para hacer sacrificar a uno por el otro, para asegurar una victoria momentánea de las fuerzas de desorden y de tinieblas sobre las potencias de orden y de luz. Este triunfo sólo dura el instante en que cae el hacha, porque el acto no es menos sacrificio que sacrilegio. Atenta a una majestad, pero este atentado sirve para fundar otra, y de la sangre del soberano nace la divinidad de la nación. Cuando el verdugo muestra al pueblo la cabeza del monarca, atestigua la perpetración de un crimen, pero al mismo tiempo comunica a la concurrencia, bautizándola con sangre real, la virtud santa del soberano decapitado.
  Sea cual fuere el carácter paralizante de tal gesto, no hay que esperar que haya recibido jamás en la historia una significación más precisa, en cuanto se sale de las sociedades en que la ejecución periódica del rey forma parte del juego regular de las instituciones, entra en su funcionamiento normal a título de rito de rejuvenecimiento o expiación. Dichas representaciones no tienen relación alguna con la ejecución del soberano, tal como ocurre en el curso de una crisis de régimen o de dinastía, cuando se presenta como episodio de naturaleza y función puramente políticas, aun si ha suscitado en cierto número de personas, como es normal, reacciones individuales de carácter netamente religioso. Lo cual no impide tener por seguro que, en la conciencia popular, la decapitación del rey aparece infaltablemente como la cima de la revolución. Es para la multitud el espectáculo sangriento y solemne de la transmisión de los poderes, la ceremonia que santifica al pueblo en nombre de quien se realiza.
 Muy significativa, a este respecto, es la actitud de la Revolución Francesa con respecto al ejecutor. Se asiste a numerosas manifestaciones claramente destinadas a integrarle en la esfera noble, justa, respetada del mundo social. El Padre Maury le discute aun el 23 de diciembre de 1789 los derechos de ciudadano activo. La Convención irá más lejos que acordárselos. No hay marca de honor que no se le prodigue. Lequinio, representante del pueblo en misión, abraza públicamente al verdugo de Rochefort después de haberle invitado a comer y sentado a la mesa frente a él; le hacen abrir el baile en las fiestas oficiales. Un decreto de la Convención da a os ejecutores de justicia el grado de oficiales en los ejércitos de la República. Un general hace grabar la guillotina su sello. La Asamblea refuerza la prohibición de darles el nombre infamante de verdugos. Se discute el nuevo título que ha de dárseles. Se propone el de “Vengador del Pueblo”. En el curso del debate, Mathon de la Varenne hace su apología: se indigna de que el castigo del culpable sea “deshonroso para quien se lo hace sufrir”. Por lo menos, según él, la ignominia debería ser repartida entre todos los que colaboran en la obra de justicia, desde el presidente del tribunal hasta el último escribiente.
 A esta promoción del verdugo corresponde la destitución del rey. Se hace entrar a uno en la legalidad en el momento en que se hace salir al otro. El discurso pronunciado por Saint Just el 13 de noviembre de 1792, y que causó tal sensación en la opinión pública que los historiadores lo consideran como el acto mismo que determinó la condena de Luis XVI, está consagrado enteramente a legitimar la exclusión del monarca de la protección de las leyes: la fría e implacable lógica del orador muestra que no hay término medio: Luis debe “reinar o morir”. No es ciudadano, no puede votar, no puede llevar las armas. Las leyes de la ciudad no están hechas para él. En una monarquía, está por encima de ellas; en una república, está fiera de la sociedad por el simple hecho de haber sido rey. “No se puede reinar inocentemente”. Del mismo modo hemos visto al verdugo escapar a las leyes: él tampoco podía llevar las armas y querían quitarle el derecho de votar, como si no se pudiera ser verdugo inocentemente. La situación está invertida. La comunidad rechaza al rey de su seno y convierte al ejecutor en mandatario honroso de la soberanía popular. Saint-Just no oculta que la muerte del rey será la fundación misma de la República y constituirá para ella “un vínculo de espíritu público y de unidad”.
  Si la decapitación de Luis XVI se ofrece así como prenda y símbolo del advenimiento de un nuevo régimen, si su destitución aparece tan precisamente simétrica con la ascensión del verdugo, se comprende que la ejecución del 21 de enero de 1793 puede ocupar, en el curso de la Revolución, el sitio correspondiente a una especie de paso por el cenit. Representa verdaderamente el punto culminante de una curva y provee la ilustración más densa, más apretada, más vigorosa de la crisis entera, y la que la resume más completamente en la memoria.
 Al contrario, la ejecución de Maria Antonieta no fue, de ningún modo, asunto de Estado. No hizo renacer la majestad de un rey en la majestad de un pueblo. La “Viuda Capeto” comparece ante el Tribunal Revolucionario y no ante la Convención, es decir ante jueces y no ante los representantes de la nación. Se encarnizan con su vida privada. Se persigue en ella tanto a la mujer como a la reina. Se ingenian para deshonrarla. La multitud la insulta mientras la carreta la conduce al cadalso. Un diario, al informar sobre la ejecución, observa que fue preciso que “bebiera largamente la muerte”.
  Incontestablemente, esta vez, un componente sádico desempeña su papel en los aplausos de la asistencia que ve a la reina entregada al verdugo. La escena parece la contraparte de los cuentos en que la soberana se enamora del ejecutor. El amor y la ejecución acercan extrañamente a los representantes de los dos polos de la sociedad. El beso de la reina y del maldito parece un rescate del mundo de las tinieblas por el de la luz. La caída de la real cabeza, la ejecución ignominiosa de la reina, manifiesta la victoria de las potencias de la condenación. Más que la muerte del rey, suscita generalmente el horror y la reprobación, causa mayor estremecimiento, suscita las reacciones más violentas. Porque, en los patíbulos de la historia o en los bailes de máscaras de la leyenda, el encuentro de la reina con el verdugo confiere la significación más accesibles, la más directamente conmovedora –al trasponerla al terreno pasional- a los instantes en que las fuerzas opuestas de la sociedad se miden y se cruzan y, como los astros, entran en conjunción para alejarse inmediatamente y volver a ocupar su lugar a distancia respetuosa unas de otras.
  Así, el verdugo y el soberano forman pareja. Aseguran de consuno la cohesión del cuerpo social, uno llevando el cetro y la corona, y atrayendo sobre su persona todos los honores adscritos al poder supremo; el otro llevando el peso de los pecados que arrastra necesariamente su oficio, por justo y moderado que sea. El horror que suscita es la contrapartida del esplendor que rodea al monarca, cuyo derecho de gracia supone, a la inversa, el ademán mortífero del ejecutor. La vida de los hombres está en manos de ambos, por consiguiente, no es extraño que sean objeto de sentimiento de horror o de veneración cuya naturaleza sagrada se advierte claramente. Uno protege todo lo que se respeta, todo lo que constituye los valores y las instituciones en torno de las cuales gravita la sociedad entera; el otro parece contaminado por las máculas de aquellos de quienes libra a la sociedad, extrae su provecho de las prostitutas, tiene fama de brujo. Le rechazan hacia las tinieblas exteriores, hacia el mundo sombrío, hormigueante, inasimilable, espantoso, que persigue la justicia y de la cual es, sin embargo, ministro. Por consiguiente, puede considerarse que no hizo mal la prensa en dedicar artículos tan extensos a la muerte de Anatole Deibler. Permitió reconocer hasta qué punto el verdugo sigue siendo un personaje de leyenda, hasta qué punto conserva en las imaginaciones las grandes líneas desaparecidas de su ser de antaño. Ha mostrado que no hay sociedad tan totalmente conquistada por las potencias de la abstracción como para que el mito y las realidades que le dan vida pierdan en ella, completamente, sus derechos y sus poderes.


"Sociología del verdugo" (fragmento): Instintos y Sociedad, Editorial Seix Barral S.A, Barcelona, 1969, pp. 23-34.        

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