sábado, 2 de julio de 2011

Los Boxers (Desde París)





 Manuel Márquez Sterling 


 En este gran París la política es una broma de mal género. En broma fueron los franceses a Sedan y en broma se quedaron sin la Alsacia y la Lorena. Para los extranjeros, París tiene los encantos del arte diabólico, así como Italia tiene los encantos del arte sensato y natural.
 Los extranjeros vienen a París, por eso, en busca de la Misa Negra, y van a Italia a contemplar el genio. Pero París político, París luchador en el campo del derecho es una irrisión y una farsa, digno contraste de aquel 93 turbulento y sincero. En este sentido, le quedan los templos, los demagogos, y una escuela terrible de delatores que dirigen Edouard Drumont y Henry Rochefort. A eso ha venido a parar esta gran ciudad de Napoleón I y León Gambetta. Le quedan los templos, sólo los templos. Donde esconde la tierra los restos de María Antonieta, vemos estas palabras que sintetizan un siglo de progreso: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Más allá, Los Inválidos, obra de la humanidad, edificada con escombros de honor sobre cimientos de miles de cráneos, con paredes de sangre coagulada… Hermoso y terrible.
 Vamos allí, con el culto de la gloria en el cerebro, y asomados a la gran tumba del cabito, y sentimos ganas de rezar…
 Los franceses nos miran y se ríen. En cambio, tenemos que aprontar la propina a los porteros que guardan, por fuerza, los sombreros. La propina es el único medio de ser dignos de andar por la gran capital.
 Es tan variada en sus espectáculos la ciudad, que podemos vivir sin las conmociones que sufre el Estado con detrimento del pueblo. Andamos ciegos y sabemos las cosas por la prensa. De ahí que con frecuencia las gentes se asuspia sus cañones y prepara sus fusiles en Tien-Tsin.
 El Hijo del Cielo no lo puede evitar! Tien-Tsin le traiciona, agrupando los barcos extranjeros y en China es eso lo que no se quiere. Sin extranjeros, la paz reinaría con toda su disciplina. Aquello es otro mundo, otra civilización, otra sangre, otro color. El voto del pueblo asciende a millones; el nacionalismo se estremece ante los ferrocarriles que plantan mercaderes europeos; y en aquella vasta tierra asiática, exótica para nosotros, se odia el exotismo nuestro, recriminación altiva a los hijos de América que dejamos nuestras flechas para usar el Mauser.
 Los boxers se lanzan al campo y los protege la Emperatriz, el príncipe Kangyi y el no menos príncipe Ching-Tuan. Es cosa entonces del gobierno. Los boxers representan la estupidez y la terquedad de los chinos. Atacan el tren de Laptifen, asesinan a los viajeros y continúan su obra destructora.
 — ¡Abajo los extranjis! ¡La China para los chinos!
 Y hasta cierto punto, señores, yo tengo grandes simpatías por los chinos. Confucio les dicta su deber, como Monroe impuso a los yankis la defensa de América para los americanos. Y yo estoy cierto señores (¡y va de discurso!) que Confucio valió más que Monroe.
 ¡En el Boulevard des Capucines se eleva un De profundis por el alma de los boxers, por el nacionalismo del Celeste Imperio, por muchos miles de ilusiones que mueren, para que nazcan la ambición y el crimen!.... Budha en conferencia con Cristo!
 El nacionalismo es algo así como el último suspiro de ese gran cadáver que se llama Imperio Celeste. Nacionalistas triunfan solo en países de gran empuje —que a la sazón son pocos. Los chinos sin embargo, precipitan la muerte de su nacionalismo con el misterio característico de todos sus actos, acaparando para sí el desarrollo de sus ideas, su civilización, su arte. Y la humanidad que tanto les debe, hoy por hoy nada tiene que agradecer al gran Imperio.
 La vieja Emperatriz, que derramó la sangre de los suyos, que tuvo un día siniestro por arma el veneno para derrocar obstáculos y vencer de una vez y subir al trono, hunde hoy el puñal a su Imperio, protegiendo el nacionalismo de los boxers que viene a ser el odio al extranjero, la consolidación terrible del misterio que cubre la corona china.
 No; los chinos tienen su mundo, su vida, sus costumbres y jamás consentirán en que los europeos impúdicos violen la virginidad de su arte simbólico y eterno.
 Un francés quiso mirar al Hijo del Cielo y se le condenó a muerte. El Hijo del Cielo es algo sagrado, que para los chinos lo expresa todo. Ellos no viven bajo el Estado, sino en el culto de su espiritual Emperador. Y el Hijo del Cielo, para mí, es un grandísimo bribón que compromete la Patria —patria china, pero patria al fin— por conservar una soberanía olímpica que funda en estúpido fanatismo. Todo el Imperio puede creerle de charla con Budha, pero él ...él no puede participar del fanatismo de sus súbditos porque no ha visto a Budha ni en las noches de orgía sufriendo espasmos de china olorosa a opio.
 El primero de Junio de cada año se celebra entre los chinos la fiesta del Dragón. El soberano del Celeste Imperio se echa al arroyo por la primera y última vez del año. Recorre las calles con absurdo y pomposo boato, y no es lícito a los súbditos del Hijo del Cielo verle allá, muy adentro, en un rincón del palanquín. Si alguien le mira —¡horrendo crimen!— rompe con el sagrado misterio que cuesta aparecer colgadito en una de las puertas de la ciudad.



 Una hora antes de salir la comitiva celeste, las calles se registran para librarlas de curiosos, se cierran puertas y ventanas y se cubren, las paredes, por si acaso, con lienzos de colorines.  
 El palanquín es de oro y su comitiva fantástica. El emperador lleva un enorme quitasol y le rodean guardias con caras muy serias, que no miran al soberano, armados de lanzas afiladas. Los guardias usan trencita como Su Majestad.
 Y ese símbolo del fanatismo, quiere vivir sano a través del mundo que adelanta hacia la anarquía.
 En China no hay socialistas. Los boxers que son unos cinco millones de revolucionarios nada más defienden con su pipa y su fusil, esa antigua muestra, esa reliquia digna de respeto. Hay en el ideal de los boxers por lo mismo que se funda en la Historia, algo de grandeza humana que exige a los espectadores machísima cortesía ... cortesía europea.

                           ***

 Un orador de Clichy, un bohemio de esos que conocen Gómez Carrillo y Miguelito Pardo, pronosticaba estas fatales dificultades ayer, al apagarse el sol:
 —Intervienen las naciones y se quedan con la tierra. Eso es derecho de gentes en uso. Pero luego vamos a andar a la greña por cuarta más o menos de tierra asiática.
 Y entonces la guerra Universal... Los planetas que se rompen entre sí la crisma... Rusia y Japón no tardarán en irse a las manos y nuestra Francia omnipotente…
 No hablemos de Francia, si es preciso considerarla omnipotente. Aquí no hay más que juerga. Nadie llora la caída de los boers en Pretoria, ni la iniquidad internacional de la China...
 -Aquí —decía alguien— no se quiere estar triste...
 Y mientras Budha celebra sus tratos con Cristo, los hombres se santifican a tiro limpio…
 Pero el día tiene horas sinceras, en que, al pensar en el nacionalismo de África y Asia que sucumbe, se siente una gran tristeza y se piensa en un porvenir monótono y cruel que tiene colores difusos de agonía.  
 ¡La tarde! Y que hermosa es la tarde en París!
 Inclinada sobre la noche, ostenta brillos misteriosos, murmura cánticos ignorados: suspira, a veces llora. Va creciendo el trajín de las gentes, y el tráfico de coches desespera. ¡Oh, la tarde! Tal parece que la vida se detiene un instante, como asustada y recelosa: medita, avanza. Es la hora sin orgía, hora de virginidad en que es santa la cocotte… Muere el sol y sus funerales se respetan en París... Hora en que descansarán también los pobres boxers que luchan para consuelo del Transvaal heroico…


(Junio 15, 1900.)



Tristes y alegres, 1901, La Habana, Imprenta El Fígaro, Obispo 62, p. 17-33.

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