lunes, 4 de julio de 2011

Severo Sarduy: El barrendero de la Ciudad de México






 El diez y nueve de septiembre, a las siete y veinte de la mañana, en México tembló la tierra. En el centro de la ciudad un barrendero, aunque somnoliento meticuloso, cumplía con su deber, marcando con escobazos desganados, que alineaba sin fallos, como un robot cumplidor, un patio de piedras rojizas, aparcamiento siempre utilizable, o simple terreno baldío que iba bordeando los recientes rascacielos.

 Al estruendo del derrumbe, presa de un pánico que rebasaba lo humano -los animales lo sienten antes del cataclismo, las gallinas tratan de volar hacia la copa de los árboles, los perros tiemblan-, el barrendero tiró escoba y huyó despavorido entre los gigantescos bloques de hormigón armado, cables, metales chirriantes, muebles ardiendo, ladrillos y despedazados seres humanos que se abismaban de un lado y otro de esa línea recta que regía en su carrera y que parecía trazada, para salvarlo, por la misma mano que ordenaba la hecatombe, inconsciente y ligera como de un niño que destruye una maqueta de cartón-piedra para divertirse. Ya lejos, cuando las piernas le fallaron, ablandadas por el miedo, y le faltó el aliento, se volvió, solo en medio del derrumbe y en ese silencio material que lo sucede contempló, rígido como un sacerdote de jade, la extensión del desastre.

 Quedó inmóvil unos minutos. No sabe qué pudo pensar o decirse a sí mismo. Sabe, eso sí, que emprendió el camino de regreso, entre las pirámides de ruinas irreversibles como túmulos funerarios, o arcaicos mausoleos.

 Y siguió barriendo.

 La prensa internacional -cf: Le Monde del mismo día- consigna, junto a la escueta crónica de ese apocalipsis, la desquiciada trayectoria del barrendero, su gesto fatuo, o su indolente indiferencia, como un ejemplo más de locura popular: pérdida de una conciencia precaria ante la magnitud de lo irreparable.

 Deberíamos ver, al contrario, en el delirante gesto del barrendero, y en su gratuidad fanfarrona ante lo absurdo, precisamente un deseo de anularlo; la traza de una sabiduría violenta, quizás genética: ignorar, para asi rebajarlos,  el atroz divertimiento de los dioses; no escuchar el rumor maléfico de sus marugas sanguinarias.

 Quedarán pues, esos olvidables escobazos después del caos, a condición de que alguien los recuerde, como la mejor definición del Hombre, como su rebelión ante la gratuidad de los demiurgos menores que elucubraron nuestro universo y, contra el desorden cósmico, como la prueba de la razón.

 Tomado de Vuelta, no. 109, diciembre de 1985, p. 61. 



No hay comentarios: