miércoles, 21 de septiembre de 2011

El cadáver del Sr. Cohner


  


 Se corrió en la Habana, en ciertos círculos, que la noche del 22 de enero de 1869 debía tener efecto en el teatro de Villanueva una función dramática, cuyos productos se destinaban a los fondos revolucionarios, y que sería la primera señal del levantamiento de la ciudad y degüello de los españoles, idea esta última inverosímil y claramente calumniosa, pues a ser cierta, los conspiradores no hubieran llevado allí sus esposas, sus madres y sus hijas.
 Buscóse esta razón, acaso después del suceso, como una disculpa, y se dijo además que la noche anterior varios jóvenes habían dado en ese mismo teatro vivas a nuestro digno Presidente y a la República, lo cual me inclino a creer que fue verdad, o por lo menos es muy posible; y aunque no quedó comprobado en la investigación verbal que hizo la policía, tomó ésta sus medidas para que no se repitiese esa demostración de los sentimientos populares.
 Los voluntarios por su parte, obedientes a la voz de sus jefes, esclavistas frenéticos y sanguinarios, o por propia autoridad, se reunieron y ocultaron en el foso inmediato; después se situaron sigilosamente y en crecido número detrás del teatro, y al terminar una pieza bufa, El perro huevero, comenzó el público a aplaudir, ajeno del peligro que corría, y comenzaron los disparos sobre el edificio, que siendo de tablas, permitía que cayese sobre la concurrencia una granizada de balas.
 A los pocos momentos dieron la vuelta y entraron en el teatro, tratando de ensartar cada uno, brutalmente, en la punta de su bayoneta, o desprender las cintas y flores de los colores de nuestra bandera, azul, blanco y punzó, que adornaban las sienes, el peinado y el vestido de las señoras y señoritas; hirieron a algunas y entonces se oyeron distintos disparos de cubanos y españoles.
 Hubo allí varios muertos de que se tiene noticia, entre ellos dos señoras, y multitud de heridos.
 Inmediatamente los voluntarios suspendieron el fuego, echaron el fusil al hombro y se retiraron por la puerta del fondo. ¡Habían recibido la orden de salir para incendiar el edificio! Ya era tarde; mientras se trajo la trementina pedida al efecto los concurrentes se precipitaron en la mayor confusión hacia la puerta principal, y cuando estaban fuera casi todos, nuevos grupos venidos de diversos puntos, y los que habían estado en el teatro, hicieron repetidas descargas cerradas sobre el cordón que formaba la compacta muchedumbre.
 Allí cayeron muertos en el acto, o quedaron heridos, cubanos, españoles y de otras naciones. Amigos, enemigos, deudos, conocidos, nada detuvo a aquellos monstruos.
 Grande fue el número de víctimas, entre ellas el rico hacendado cubano Pablo Gonzalez, hijo del conde Palatino, y su niño de ocho años que llevaba de manos.
 El gobierno español echó un velo sobre este espantoso crimen, que tanto le deshonra, y nadie sabe el número fijo de los muertos. Los asesinos siguieron llamándose defensores del orden y muchas personas inocentes han sufrido larga prisión, (prisión y martirio son palabras sinónimas desde que estalló la revolución) atribuyéndoseles complicidad en ese suceso, en el que, como quiera que se mire, solo puede haber delito de parte de los voluntarios: primero: por haberse sublevado contra las leyes abrogándose una autoridad de que carecían; segundo: por haber puesto en grave peligro el orden público; tercero: por haber cometido esos asesinatos con premeditación y alevosía en personas inocentes; cuarto: por haber atacado el derecho de reunion pacífica, entonces otorgado al pueblo cubano en la farsa de las concesiones con que quiso engañarle la metrópoli. Reos son ante Dios y los hombres, mejor dicho, reos serían a los ojos de cualquier gobierno del mundo, menos del gobierno español.
 Aun humeaba la sangre derramada, aun no había pasado la dolorosa impresión que produjo ese acontecimiento, cuando el 24 del mismo mes, día señalado por Dulce para una revista que no tuvo efecto por haber llovido, vagaban los voluntarios por toda la ciudad, en grupos y armados, pues temían el levantamiento de los hombres de color de los barrios del Manglar y Jesus María, que habían dado heróicas pruebas de su amor a la causa de la libertad, causa santa, tan suya como nuestra.
 Al pasar uno de esos grupos por frente al café del Louvre se oyó un tiro de la parte alta del edificio, tiro que a nadie hizo daño, y que tal vez sería el crujido de una puerta cerrada con violencia; pero que bastó para que inmediatamente se hicieras diferentes descargas dirigidas al punto de donde se creyó que habia partido.
 Estaban a la sazón en el café numerosas personas pacíficas bebiendo, fumando, jugando al tresillo, o simplemente conversando de diversos asuntos, por ser el Louvre uno de los más concurridos centros de reunión de la Habana.
 El estruendo de las descargas hechas a los balcones y azoteas atrajo a los pocos momentos bandadas de voluntarios, y desplegados entonces en orden de batalla, al grito de ¡Viva España con honra! hicieron sus nutridas descargas sobre los concurrentes del café, que apiñados, confundidos, formaban un remolino moviéndose de un punto a otro, sin poder salir de aquel lugar de tanto peligro, porque los obligaban a retroceder a culatazos.
 Instantáneamente después de las dos descargas dieron un ataque a la bayoneta a aquella masa compacta de vecinos indefensos, y a los pocos instantes el salón era un lago de sangre, yacían en el suelo siete cadáveres y se oían los ayes lastimosos de imnumerables heridos!
 ¡Qué pronto arrojó el cielo sobre el rostro de los españoles esclavistas de Cuba aquella sangre inocente! ¡Qué pronto llevó el remordimiento y el dolor a sus pechos! ¡Todos los muertos y heridos eran comerciantes españoles, de su propio partido, y uno de los primeros jefes de los más exaltados de los voluntarios! ¡Qué rabia! El árbol del crímen solo produce frutos malditos: pronto se dijo, contrariando el sentido común, que había sido obra premeditada de los cubanos. El delito, para ser más feo, necesita el consorcio, los harapos de la calumnia. Esa noche fusilaron en la calle al famoso retratista Cohner sin más delito que habérsele prevenido que gritase: ¡Viva España con honra! y haber él contestado: "Soy ciudadano americano; solo debo dar vivas a mi nación."
 Toda aquella noche estuvieron disparando en el Louvre y en distintos puntos de la ciudad sobre los transeuntes. Es muy difícil llegar a saber el verdadero número de los vecinos que así fueron impunemente asesinados.

 Francisco Javier Balmaseda: Los confinados a Fernando Poo e impresiones de un viaje a Guinea, 1869, Nueva York, Imprenta de la Revolución, p. 41-42.


 

  El cónsul de los Estados Unidos ha pedido oficialmente al general Dulce el cadáver de Samuel Cohner, fotógrafo americano, que fue asesinado por los voluntarios. Dijo también al Capitán General que deseaba saber si el gobierno de la Isla podía proteger a los ciudadanos americanos, porque si así no fuese, los Estados Unidos tendrían que protegerles por la fuerza. El general Dulce contestó con mucha cortesía, que causaba el mayor sentimiento la sangre que se ha derramado recientemente, y expresó la esperanza de que no volviera a turbarse el orden. También suplicó al cónsul que le enviase una lista de todos los americanos residentes en la Habana. El cadáver del Sr. Cohner fue entregado inmediatamente. 

 Anales de la guerra civil: España desde 1868 a 1876: Volumen 1, 1875, Madrid, p. 61.



No hay comentarios: