lunes, 5 de septiembre de 2011

Escenas sociales: Florentina





 
  Manuel Costales


 Si tomáramos los dos extremos de miseria y opulencia, de pequeñez y grandeza, de necesidad y lujo, de pobreza y ostentación, para considerar el contraste que ofrecen las habitaciones o casas que el hombre construye para su morada; si por un instante nada más pusiéramos junto a los soberbios edificios que la arquitectura levanta, y en cuyas galerías resplandece tanta riqueza, el bohío de un guardiero; no es posible que en esos dos polos tan opuestos resalten contrastes más vivos que los que se advierten en otras habitaciones de distinta especie, y que nosotros llamaríamos aunque mal cavernas de seres humanos. Un palacio y un bohío, o como si dijéramos, un jardín que ostenta entre sus numerosas plantas mil estatuas y caprichos, y el conuco de un esclavo que simboliza los afanes de la miseria, tampoco presentan en la extremidad que comprenden, las escenas de que son mudo teatro esas guaridas que se conocen con el nombre de ciudadelas, receptáculo informe, heterogéneo, indescriptible, donde se reúne y va a parar en discordante misterio, como en el foco de una gran lente, la escoria toda de la sociedad con el repugnante aspecto de cuanto el vicio y la inmoralidad producen.
 No se advierte en ellas cuando fijamos la vista, esas gradaciones más o menos suaves que a las personas y a los objetos, y a las costumbres también, imprime la escala social, según la distancia que separa el inmenso conjunto que la forma. A falta de términos exactos con que hacernos comprender, referiríamos al lector a la senda que abraza desde el pie, llanura o falda de una cumbre, hasta su mayor altura, en cuyo intermedio no hay pendiente accesible, sino que está sembrado de precipicios y concavidades cenagosas a donde han ido a hacer morada multitud de animales dañinos, junto con las piedras de todos tamaños y colores que por el derrumbadero de la loma han caído allí a fuerza de las lluvias. Pues bien, como estas concavidades o cuevas socavadas por el tiempo, son a nuestros ojos esas ciudadelas o guaridas de que vamos hablando, sin embargo de los reglamentos que las rigen, y del encargado que las custodia; especie de guardián, mezcla de verdugo y carcelero que a veces participa de ambas cosas, y en otras de ninguna; oficio que hasta ahora no tiene nombre conocido y por el cual el que lo ejerce cobra y demanda y embarga y lanza a la calle a los inquilinos, y les impone en sus riñas con despotismo brutal lo que él llama orden; y cierra a las diez de la noche el portón y tiene además allí, en la accesoria de la entrada, su látigo y su garrote para espantar a los perros, y para intimidar a los infelices a quienes ha cabido la desgracia de vivir dentro de aquel lóbrego recinto.
 Las ciudadelas o casas de vecindad, como en otras partes se intitulan, están subdividas en multitud de cuartos con pequeña ventana y puerta, y con puerta solamente algunos; habitaciones o calabozos que forman dos hileras fronterizas y las cuales están sarcásticamente separadas por un largo callejón, más húmedo que estrecho y a que se da el nombre de patio.
  En otro tiempo, no hace muchos años todavía las ciudadelas eran muy contadas o en corto número, y ciertamente no se construían al efecto. Casas viejas, de las más antiguas, gachas, oscuras, inhabitables, que rara vez o nunca se alquilaban por falta de quien las quisiera, se destinaban a ese objeto, como un recurso para hacerlas producir y en lugar de derribarlas y levantar otros edificios, dejábanlas sus dueños en pie, dividían y subdividían los cuartos que primitivamente había, acotaban la sala y comedor poniéndoles tabiques o débiles paredes de separación para otros tantos inquilinos, y estos abundaban entre la gente pobre, que no encontrando en otras casas donde vivir, bien por la escasez de local, bien por la crecida pensión, acudía en demanda continua de esas pequeñas habitaciones más al alcance de sus facultades.
 Contribuía también a poblarlas la misma libertad que cada cual tenía de entrar y salir a todas horas, de hacer cuanto quisiera, de no cuidarse para nada de su vecino, de alzar la voz, de no excusar riñas y pendencias, de dar amplio desahogo a costumbres, vicios y pasiones, de no encontrar estorbos a toda clase de desórdenes y tener en tan corto espacio cuanto la torpeza de los sentidos puede desear en el funesto consorcio de la inmoralidad y de la ignorancia. Cuidaban estas ciudadelas en aquel entonces, negras africanas, de avanzada edad, sumamente pobres; de aquellas que, no podían ocuparse de ningún otro trabajo, porque nadie las llamaría, y a quien por toda retribución se concedía vivir gratis la habitación, que generalmente era la que la mampara de la sala dejaba con la puerta de la calle para su uso. Con tal vigilante, ya se conocerá a primera vista, que por no perder su conveniencia, procuraba tener contenta a su gente y no ponerle obstáculo de ninguna especie. Eso sí, instarle por el alquiler y cobrarles sin piedad, para que el amo no se disgustara, esto y no más alcanzaba la pobre mujer, que allá en su ruda inteligencia le parecía cosa muy natural, que los que vivían en esas habitaciones debían por todos títulos gozar de una libertad sin límites: idea racional y aceptable, porque, ella misma así habría vivido como inquilina en alguna otra parte análoga, y porque esto y el hábito frecuente de presenciar todos los días esas escenas, nada tenían para ella de escandalosas pues pasaban, de puertas adentro, y allí veía hombres, mujeres y niños en casi completa desnudez, bajo la creencia firme y hasta exacta para ella de que cada uno está en su casa como le parece.
 Y a este aspecto moral en creciente escala siempre, se unía el físico o material de unas habitaciones que nunca se reparaban, cuyas paredes se ennegrecían más y más por el humo de cuanto en ella se hacía para alimento de sus moradores, y cuyo piso así el interior por las continuas goteras de las lluvias, como el del patio por las aguas que allí se arrojan estaban llenos de hoyos á manera de furnias, que a la acción del Sol exhalaban sofocantes emanaciones.
 Hoy sin haber variado el aspecto de las antiguas ciudadelas en su esencia, pues algunas se conservan tales como hemos apuntado, el progreso que en las cosas materiales hemos alcanzado, ha penetrado también en esas habitaciones. No son ya casas viejas, ruinosas, y en escombros las que se destinan a ese uso. El espíritu especulador dirigiendo su soplo fecundo a veces, aunque casi siempre helado por el egoísmo, ha levantado casas exprofeso, divididas en cuartos no más grandes, pequeños siempre pero mejor acondicionados, de poco puntal, débiles paredes, mal piso y algo más desahogado el patio: tienen al frente de la calle un arco cubierto con una reja de hierro que les sirve de puerta, y en todos los barrios, particularmente extramuros de la ciudad, son numerosas las que se construyen. Rinden un buen producto a sus dueños, porque las pensiones reunidas que se pagan, exceden al mejor alquiler que como casas proporcionarían.
 Hoy no es ya tampoco una negra vieja la que las cuida, que en esto se advierte también la variedad de las costumbres. Hoy el encargado es un hombre blanco, de carácter duro, selvático, que mira a los inquilinos dotación, que mandara si fuera mayoral de una finca; tirano de nueva especie, que cobra el sábado la pensión vencida, o se apodera rudamente de les trastes del que no paga; que interviene en las riñas sosegándolas con el palo; que patea, blasfema y da gritos furibundos, y que pocas veces deja asomar una sonrisa en su rostro de piedra; cancerbero en fin, que no solo guarda la puerta, sino que tiene por consigna morder y despedazar a los vivientes de aquel espacio, cual otros condenados a quienes en suerte les cupiera tal martirio.
 Si se ha ganado o perdido en la sustitución del encargado, dígalo el lector; y con estas tijeras pinceladas no extrañará que hayamos titulado a esos lugares cavernas de seres humanos.
 Viven en ellas gente de todas clases, edades y colores: jornaleros, asalariados, libres, esclavos, vendedores, artesanos, lavanderas, vagos, enfermos, niños, viejos, muchachos huidos de la casa paterna o del taller de sus maestros, jóvenes prostituidas, mujeres adúlteras, jugadores, petardistas, personas que apenas pueden por sus achaques o por su edad moverse, y otras que raras ocasiones se encuentran en ellas, a menos que no sea entrada ya la noche; hervidero infernal a ciertas horas, cementerio desierto en otras por su silencio y por los numerosos candados que cierran sus puertas; paraje en fin, que suele ser guarida de malhechores, donde se premeditan y combinan crímenes infinitos, y a donde va directamente la policía para verificar sus registros, tan luego como en el barrio se ha cometido algún robo o perpetrado algún asesinato.




 En uno de los cuartos más húmedos y estrechos de una miserable ciudadela, situada en una de las calles más extraviadas y lóbregas de extramuros, había por únicos muebles una cama mugrienta y en ella una niña de pocos días de nacida, a quien los vecinos oían perennemente llorar.
 Solo entraba en este cuarto una mujer como de diez y ocho años, mamá de aquella criatura. Su aspecto era el de una juventud prematuramente ajada no porque la mano del infortunio hubiera marchitado sus mejillas, ni porque padecimientos morales le imprimieran el sello de la tristeza que deja profunda huella en el semblante. Esta mujer tan joven y madre, aislada en el último cuarto de una ciudadela, sin estar sino breves momentos al lado de su hija, de su hija para quien no había ni caricias, ni consuelos, esta mujer era sin duda una de tantas víctimas que la ignorancia y el abandono arrojan en medio de la sociedad y que vienen muy pronto a aumentar esos centros de corrupción, necesidad funesta de las ciudades populosas.
 Pero ¿cómo en un corazón nuevo se apagaban los bellos instintos de la maternidad? ¿Cómo, porqué en lugar de la tierna solicitud, del afanar continuo de una madre, esa indolencia cruel y despiadada? ¿Cómo, por qué tanto abandono, tanta indiferencia? ¿Acaso no tenía familia, ni un allegado, ni un amigo siquiera? ¿Vivía desamparada, cual último resto que alguna calamidad dejara? No lo sabemos.
 Ignoramos quien era aquella mujer. En ella como en otras, la juventud apenas tiene un solo día de su espléndida frescura, bien pronto el estrago de los sentidos lo arrebata, y envuelta en desengaños prematuros, en amarguras que no pudieron prever, vénse luego en medio del Mundo, sin más amparo que la luz débil de su razón; luz vacilante que también se apaga, cuya ausencia las hace sucumbir en los abismos de la prostitución, de donde nunca hemos visto reparar una sola caída ni rehabilitada tampoco ninguna de sus víctimas. Y ese cáncer social nos devora, en él perece una mocedad inexperta que a los males físicos con que arrastra una vida llena de quebrantos y padecimientos y que trasmiten a su descendencia desgraciada, une la inmoralidad de las clases y el torpe cinismo de que en su ceguedad hace alarde.
 Un día pues, los vecinos de aquel cuarto dejaron de oír los constantes gemidos de la niña: pusieron su atención, y no la oyeron llorar. Este silencio los alarmó, más por curiosidad que por ningún sentimiento piadoso. Acercóse uno a la ventana, pues la puerta quedó cerrada: la niña estaba inmóvil, hacia algunas horas que había muerto.
 Ya por la tarde llegó la madre y volvió a poco rato a salir. Llevaba consigo el cadáver de su hija. En medio de la calle no sabía a dónde ir, a donde dirigirse.
 "Lo pondré, decía, en la puerta de una iglesia". Determinada por esta idea, se encamina a la más cerca, llega, multitud de gente transita por aquellas inmediaciones.
 Pasa, y vuelve a pasar, busca el momento de no ser vista de nadie. En vano lo desea. La hora es un inconveniente, los transeúntes parecen aumentarse.
 Se le ocurre ir a la parroquia. "¿Para qué?", exclama. "Me exigirán el pago de los derechos. Yo no los tengo. Me pedirán que acredite mi pobreza. ¿Cómo hacerlo? ¿De quién valerme? Me rechazarán. Oh! no hay caridad para los pobres"
 Y a esta última palabra, a esta imprecación dolorosa, apártase de aquel lugar, y con los ojos desencajados, creyendo que a cada instante la descubren, huye, apretando más y más el cuerpo de su hija para ocultarlo mejor de la vista de cuantos pasaban.
 De súbito, vuelve a su memoria otra idea, otro designio, y precipita sus pasos, sin saber a qué punto encaminarse. Vagó largo tiempo por calles y plazas, tropezaba a cada instante con los que encontraba, no sabía cómo evitar ser atropellada por tantos carruajes y caballos que en su tránsito se le oponían.
 Era precisamente la hora en que las personas acomodadas salen a disfrutar los momentos deliciosos de la tarde, en que el brillo del Paseo, el ansia de ostentar galas y riquezas, y la necesidad de buscar una temperatura más agradable, hacen respirar el aire libre que dentro de las habitaciones no se tiene. En ese conjunto tan vario, de tantas personas opulentas y felices, que por lo menos tenían su pensamiento en los goces que les rodeaban, atravesaba aquella joven, sin haber conseguido ni recursos para sepultar a su hija, ni nada que pudiera aliviar la confusión y angustia que la afligen.
 En medio de esta agitación, sus pasos la condujeron insensiblemente a la calle de S. Rafael por su extremo inmediato a la puerta del Monserrate. Un gentío inmenso llenaba aquel espacio; apenas podía penetrarse por aquel tropel de personas que a pie y en carruaje lo ocupaba. Cantábase aquella noche por vez primera en el Gran Teatro una partitura de Verdi, y la población toda, unos por afición, por vanidad y lujo otros, los más por recreo y pasatiempo, se apresuraban anticipándose a la hora de principiar el espectáculo.
 Allí confundida con la muchedumbre iba esa madre: allí iba llevando en sus brazos el cadáver oculto de su hija, allí entre tanta juventud y elegancia, entre tanto esplendor y alegría, estaban también la desolación y la muerte, y con ellas la miseria en su aspecto más desgarrador y terrible, protesta silenciosa pero elocuente del dolor, espinas que atraviesan el corazón en medio de los placeres sociales que nos aturden, y que nublan a nuestros ojos las espantosas realidades de la vida.
 Después de tanto afanar, abrumada de cansancio y de fatiga, llegó a un taller, y de aquí, indecisa siempre, aunque con andar precipitado, se dirige a una distante callejuela, llega a una casa pequeña de pobre apariencia, pregunta y penetra en un cuarto.
 En él estaba un joven artesano entregado a su trabajo.
 Nada le dice. Deja sobre una silla el envoltorio que bajo la manta trae, y váse.
 Atónito el joven, se levanta, la sigue, la alcanza, le pregunta ¿por qué viene a inquietarle, qué quiere, qué pretende?
 Apenas oye estas palabras, reconvenciones amargas que le irritan, vuelve hacia atrás, precipítase en el cuarto, descubre el cadáver, y le dice. "Esa es tu bija, no tengo con que enterrarla."
 —¿Por qué me la traes así, muerta...?
 —¿Por qué....? porque Dios ha querido llevársela.
 —¡Dios!
 —Sí, Dios, ya que no tenía padre.
 —Lo que nunca tuvo, fue una madre que la cuidara, que la salvara de la muerte.
 —Nada quiero saber, a nada quiero responder; esa es tu hija, no tengo con que enterrarla.
 Y dejándola allí, partió.
 Esas palabras que rápidas se cruzaron, estas recriminaciones agudas de mal reprimidos enojos, esta explosión de quejas sin que la vista de aquel ángel fuera obstáculo a impedirlo, tenían algo de infernal, indigno de los corazones sensibles, y que demuestra hasta donde llegan a oscurecerse los instintos del bien, cuando la ferocidad de las pasiones, nos arrastra y nos domina.
 Era aquel joven el padre de la niña: fruto de unos amores turbulentos, habíase separado de la madre dejándola en su miseria, y ella en arrebatos de ira, haciéndole su amor propio creer que volvería a su unión, o que otro hombre compensaría ventajosamente su falta, idea que domina en esos lances a cierta clase de mujeres de descuidada educación y que ocasiona consecuencias lamentables, sostuvo su entereza, y no llegó a saber más de su paradero.
 Durante la mañana de aquel día procuró de algunos amigos indagar donde vivía, y ya estaba desesperada de la ineficacia de sus diligencias, cuando por la tarde en el taller le dieron noticia de su morada.
 El padre no tenía tampoco con que auxiliar a la madre. Pasado el primer instante de estupor y de sorpresa, trayendo a su memoria tantos recuerdos, a su corazón tanto pesar, la dijo, que era menester concluir su tarea y entregarla para recibir algún dinero. Retiróse la madre, y como hemos visto aquel hombre agitado, herido en su alma apurando sus movimientos, aumentando por instantes la rapidez de sus manos, teniendo a su lado el cuerpo inanimado de su hija, se afanaba por concluir su trabajo.
 Apenas concluye, cierra la puerta trayéndola tras sí, y con la tarea ya terminada sale a entregarla, para proporcionar el socorro que se le pide.

 "Escenas sociales: Florentina" (fragmentos), Revista de la Habana, t-1, Habana, Imprenta del Tiempo, 1856,  pp. 114-18.
   


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