sábado, 3 de septiembre de 2011

Saneamiento de la ciudad


   

  Herminio C. Leyva


 El asiento de la Habana resulta húmedo en grado máximo. Sea porque se fundó la población sobre antiguos arroyuelos, cuyos cursos se ven en los planos del siglo pasado; sea por efecto de algunos manantiales yacentes que no se conocen, sea, en fin, por razón de lo permeable del subsuelo hasta cierta profundidad, o por todo esto en conjunto, el hecho es que descansa nuestra capital sobre un terreno completamente encharcado, puede decirse, si se me permite la hipérbole, excepto la parte correspondiente al banco rocalloso perteneciente a la costa de San Lázaro.
 Se comprueba esto de distintas maneras: primero, con la tierra húmeda en bastante proporción que producen las excavaciones de los cimientos para edificar; después, con esa humedad atmosférica que se siente a veces y que se manifiesta en los pisos bajos de muchas de nuestras casas por efecto, en el mayor número de casos, de la absorción capital de los materiales con que se hacen dichos cimientos; en tercer lugar, con algunas de las Cajas de aguas para incendios, por ejemplo, la de la calle de San Ignacio esquina a Obispo, cuyos manantiales son inagotables, y, por último, se comprueba también con el agua que se extrae del suelo a poca profundidad por medio de esos tubos de hierro que dan en llamar pozos artesianos. Penetran esos tubos, merced a un sencillo barreno en la tierra, y así que llegan a bajar 8 o 9 mts., el agua brota dentro del tubo en cantidad suficiente para los usos del baldeo, fregado y otros análogos, y si fuera potable, que no lo es por regla general, habría también para las demás necesidades de la vida.
 Tengo otra prueba más que aducir. Encargado en la Habana de la colocación de las cañerías del gas por la Compañía Americana, hace unos diez años, tuvieron los braceros que luchar muchísimo con las filtraciones laterales que venían a encharcar en algunos puntos el fondo de las zanjas, y recuerdo perfectamente que a más de otros parajes donde se presentó el agua entorpeciendo los trabajos, fue necesario emplear máquinas de agotamiento en la calle del Príncipe Alfonso, casi esquina a la calzada de Belascoaín, donde la profundidad de la zanja no llegaba a dos mts. ni con mucho.
 Pero si todo esto no fuere suficiente para probar esa humedad excesiva que trato de demostrar, lo probará, de una manera concluyente, el hecho que se relaciona con la existencia de cierta clase de insectos.
 Efectivamente; se sabe de una manera positiva que el mosquito solo se cría en terrenos húmedos y pantanosos, como se sabe también que la pulga no existe en estos lugares, y sí en aquellos que sean secos y polvorientos de suyo; pues bien: obsérvese que en la Habana la pulga no molesta al hombre en manera alguna, y que el mosquito se presenta insoportable en el interior de nuestras habitaciones, mucho más en los barrios del Pilar, Atarés, Vives, etc., donde el terreno resulta más bajo y pantanoso que en el resto de la ciudad. Es un hecho, pues, fuera de toda duda lo excesivamente húmedo del suelo en que tiene su asiento nuestra capital (…)
 ¿Existe en la Habana el hacinamiento en grado suficiente para producir mefitismo? Desde luego que no; por lo menos en la medida que resulta en Viena, San Petersburgo y otras capitales de Europa de primer orden. Se prueba esto evidentemente comparando la población específica media de nuestras casas con la que arroja una estadística europea que tengo a la vista.
 Existen en la Habana 17,000 casas, según informa un trabajo del Secretario de las oficinas del Ayuntamiento, señor Toymil, y como quiera que asciende nuestra población a 200 448 habitantes -censo de 1887, el último practicado- claro es que alberga cada casa por término medio, un contingente de 11,57 personas, al tiempo que en París se eleva ese número a poco más de 32; en Viena, a 49, 4; en San Petersburgo, a 52; en Nápoles, a 35; en Berlín, a 32, y en Marsella, a 13.
 Montpellier, Bruselas y Londres son los tres centros de población que nos aventajan en el sentido expresado, siendo así que sólo cuentan 11,9 y 8 habitantes por casa respectivamente. Es de notarse, pues, a ese propósito, lo que sucede en Londres: ocho individuos por casa es una densidad altamente satisfactoria para una capital de las condiciones de aquella, y tiene eso su razón de ser, según Mr. Fonssagrives, en que las casas de familia son allí numerosas y pocas, muy pocas, las de alquiler.
 En la Habana, por el contrario, puede estimarse que es mayor el número de las de arriendo, y consiste esto, a mi modo de ver; primero, en que el hombre vive aquí, por regla general, como si estuviera siempre de paso, es decir, ajeno a toda idea de arraigo que lo sujete establemente al suelo. Bajo ese supuesto constituye la familia, y por eso lleva nuestro país el sello de lo transitorio en todo lo que se relaciona con la existencia material del ciudadano. El 90 por 100 de los tales transeúntes no realizan sus propósitos al fin y a la postre: los lazos de familia, la nueva naturaleza que se forma aquí el europeo por razón del clima y las costumbres ya arraigadas en el individuo, lo retienen entre nosotros espontáneamente o mal de su grado; pero el hecho es que la muerte los sorprende al cabo de la vejez, siempre pensando en regresar al país de su nacimiento (…)
 El aire respirable en la Habana reviste caracteres alarmantes, pues concurren simultáneamente a viciarlo: el calor excesivo, obrando en la evaporación de un suelo húmedo por todo extremo y cargado de materias orgánicas; las letrinas infectas y los pozos-sumideros, establecidos en mal hora de muy antiguo y que se encuentran con profusión por toda la ciudad, sin respiraderos artificiales aquellas ni estos, es decir, sin tubos de salida para los gases mefíticos; las emanaciones infectas de nuestras mal llamadas cloacas; los despojos de un barrido tan descuidado como imperfecto; los establos residentes dentro del casco poblado; las tres plazas de mercado exhalando un olor insoportable, merced a las exigencias de cierta clase de explotación desmedida; los mataderos, sobre todo, el de ganado menor, cuyos despojos se deslizan por el placer de Peñalver, impelidos por una corriente de agua sin caudal y sin fuerza de arrastre; el arroyo del Matadero, sanguinolento y atestado de materias pútridas; la falta absoluta de irrigación por parte de la Administración Municipal; las emanaciones descompuestas que producen las tres ensenadas de la bahía; los pantanos que dejan las aguas pluviales, por dilatados días, en calles completamente cuajadas de edificios; la falta de conocimientos higiénicos por parte de la mayoría de un pueblo poluto, y tantos otros focos de infección como existen, visibles e invisibles, dentro y fuera de nuestra capital, llamada culta por costumbre.
 Todo esto, vuelvo a decir, contribuye poderosamente en la Habana a viciar la atmósfera respirable, y de aquí, aparte de otras enfermedades, ese número crecido de tuberculosos que perecen anualmente entre nosotros, cuya cifra de defunciones llegó a 1183 para una población de poco más de 200 000 almas, en el año próximo pasado, según reza la memoria presentada últimamente al Congreso Médico Regional de la Isla de Cuba, por el Dr. La Guardia (…)
 Bien puede asegurarse que pocas población ni de Europa ni de América, muy pocas, se prestan tan fácilmente como la Habana a la trasmisión de los contagios. Aparte de las condiciones higiénicas de nuestra capital que acabo de reseñar a grandes rasgos, cuyo mefitismo ofrece un poderoso auxilio a la trasmisión de los contagios: aparte de eso, préstase fácilmente a la importación de las epidemias, en virtud de las relaciones comerciales vivas e incesantes que sostiene el puerto de la Habana con la mayor parte de los extranjeros de alguna importancia y no pocos de los de la Península.
 Esto que es común a muchos países, viene a ser excepcional para el nuestro, a propósito de la importación de las enfermedades, en razón de esa despreocupación temeraria, cuasi criminal, en que hemos caído respecto a los asuntos cuarentenarios, cuyo abandono tal parece que nos coloca fuera de la ley eterna y natural del instinto a la propia conservación.
 Por otro lado, es un hecho evidente que la masa de nuestra sociedad, educada en lo general con el abandono propio de todo país en que radica la especulación desenfrenada, e imitando el ejemplo que le ofrece la administración municipal, se preocupa poco, muy poco, de la higiene, acusando todo esto en suma, lamentable falta de verdadera cultura, así en la masa del pueblo como en la mayoría de los que manejan la cosa pública.  
 Aparte de esto, también existe, asimismo, entre nosotros cierta falta de respeto a las leyes y disposiciones vigentes, merced a lo que se refleja el carácter nacional en nuestras costumbres, constituyendo todo ello, por último, un verdadero manantial de causas apropiadas a la trasmisión é importación de los contagios.
 En resumen, si no tenemos hacinamiento propiamente dicho, contamos en cambio y en proporciones alarmantes, con las otras dos causas que, al opinar de Mr. Fonssagrives, determinan la insalubridad permanente de las poblaciones, es decir, la impureza del aire y la facilidad en la trasmisión de los contagios.
 Prueba todo esto, en suma, hasta que punto satisfactorio puede llegar la salubridad de la Habana desde el momento en que se principie a sanear la población, o cuando menos, desde que empiecen a correr por nuestras calles las aguas de Vento.  A propósito de este asunto voy a permitirme una ligera indicación que someto al buen criterio del ilustrado Director del Canal, Sr. D. Joaquín Ruiz, y muy particularmente a su probado interés por la cultura de este país.
 De cuatro partes principales se componen las obras del expresado Canal, que son, la gran taza donde se hallan recogidos los manantiales en Vento; el acueducto propiamente dicho; el depósito en Palatino, y, por último, la distribución de las cañerías en la ciudad.
 Hállanse terminadas completamente las dos primeras, y, por tanto, pueden correr ya las aguas hasta un punto próximo al lugar donde se construye el depósito, es decir, hasta Palatino.
 Según tengo entendido y obedeciendo el señor Ruiz a las prescripciones del proyecto en orden a la marcha sucesiva de los trabajos, trátase de construir primero el depósito y por último establecer la distribución.
 En situaciones normales, ese es en efecto el orden que debe imprimirse a los trabajos aludidos; pero, en el caso en que nos encontramos de extremada escasez de agua, paréceme sería conveniente y hasta necesario de todo punto, que se invirtiera aquel orden, o lo que es lo mismo, que se establezca primero la distribución de las cañerías en la ciudad, conectando provisionalmente la maestra en Palatino con el acueducto y dejar la construcción del depósito para lo último.
 De esta suerte acaso se ganaría un año, de los dos calculados para la terminación total de la obra del Canal y siempre sería un año menos de angustias para este vecindario sediento del precioso líquido, y muy particularmente para el mejoramiento de nuestro estado sanitario, cada día más peligroso.
 (…) Nuestras mal llamadas cloacas son, sin disputa, uno de los elementos que más ayudan a sostener el estado alarmante de insalubridad a que hemos llegado.
 Esto no obstante, se las mira por parte de la Administración municipal con indiferencia temeraria, con punible incuria, pues no basta, no, a la salud del pueblo que se echen algunos gramos de sulfato de hierro en sus tragantes para evitar el contagio, y eso, de tiempo en tiempo, cuando nos amenaza, como ahora, la invasión del cólera, o en otros casos análogos: es necesario cortar el mal de raíz y si esto no puede realizarse de momento, tratar al menos de aminorar el peligro de otra manera más eficaz.
 Aparte de esa operación desinfectante, tan cándida e insuficiente que he traído a este lugar incidentalmente, el caso es que no tenemos alcantarillado propiamente dicho, pues excepto la magnífica cloaca de la calle del Consulado, digna de un París, las demás obras de fábrica de ese género que componen la red general de nuestros desagües, dejan mucho que desear, pero mucho, lo mismo en lo tocante a la distribución, que a dimensiones, material, etc. etc.: falta un plan general previamente estudiado con arreglo a la ciencia del ingeniero; no existen perfiles siquiera en las oficinas municipales de todas las calles de la ciudad; no se aprovechan en la limpieza de dichas cloacas esas corrientes de agua que, procedentes de la Zanja Real se pierden inútilmente, una en el arroyo del Matadero, la otra en la caleta de San Lázaro: en una palabra, nada serio ni provechoso se ha hecho todavía en ramo tan importante; más aún, tratándose de esta capital donde caen al año sobre 67 millones de metros de agua llovida, según los cálculos del inolvidable brigadier de Ingenieros Sr. Albear, y donde, por lo mismo, los rigores del clima exigen imperiosamente que tengan esas aguas pronto desalojo del pavimento y artificial empuje fuera del alveolo edificado.
 Pero lo más lamentable que existe aquí en el ramo de cloacas, es la manera como están dispuestos sus tragantes. Colocados éstos por lo general en el eje de los cruceros y abiertos completamente a la libre circulación del aire, atestadas como se hallan aquellas de materias orgánicas en putrefacción, el olor que despiden dichos tragantes a grandes distancias es insoportable.
 Se comprende, hasta cierto punto, que se adoptara esa disposición en Londres o en París, donde las cloacas, que constituyen el orgullo de entrambos Concejos Municipales, no despiden gases mefíticos, merced al esmerado aseo en que se las tiene, pero aquí, lo repito, es altamente censurable lo que sucede, y la razón es obvia; van a las cloacas arrastrados por las corrientes pluviales, el polvo acumulado en la vía pública durante algunos días; restos de un barrido sumamente imperfecto; despojos de materias orgánicas arrojadas a la vía pública con punible desenfado, y, muchas veces, ratas y otros animales muertos. Entra todo eso en las cloacas, y como quiera que carecen éstas de fuertes pendientes, y más que todo, de corrientes permanentes de agua que las limpie y arrastre la materia precipitada fuera de la ciudad, claro es que han de subsistir tantos focos de infección temibles como tragantes existan en la población.
 Constituye todo esto ciertamente un estado tal de cosas que no es posible soportar por más tiempo, a menos que seamos nosotros tan valientes o tan locos como lo fue el héroe de la Mancha cuando retó a los leones a singular batalla.
 Así son las acerbas censuras de los extranjeros a poco que ponen el pie en nuestro suelo, y de aquí también, una de las causas que dieron origen al concepto poco favorable que formó de nuestra cultura la Comisión Americana que vino a Cuba en 1879 a estudiar las causas productoras de la fiebre amarilla (…)
 Incidentalmente he mencionado a la Comisión Americana que vino a estudiar la fiebre amarilla, y no he de cerrar este capítulo sin dedicar, siquiera sean dos palabras, a las medidas que indicó como necesarias o indispensables para hacer satisfactorias las condiciones insalubres del puerto de la Habana, puesto que si bien es cierto que apreció con buen criterio algunas de las causas que alimentan aquí la propagación de aquella enfermedad, también lo es que demostró, en otras, cierto tono de exagerada reprobación, con ribetes de ignorancia.
 En efecto, indicó la Comisión al Consejo Nacional de Sanidad de los Estados Unidos: primero, que se proveyera de agua potable a la Habana en abundancia, lo mismo al pobre que al rico; segundo, cegar los pantanos y terraplenar los terrenos bajos con buena tierra y piedras duras; tercero, destruir las actuales alcantarillas y construirlas de nuevo con arreglo a las exigencias de un buen saneamiento del subsuelo; cuarto, ensanchar las calles en gran número y empedrarlas y componerlas de manera que se conserven siempre limpias; quinto; echar al suelo las casas en su mayoría y construirlas de nuevo bajo distinto plan; sexto, cegar las letrinas y sumideros actuales e introducir un nuevo sistema más civilizado para el servicio que prestan; séptimo, suprimir las caballerizas, o apartarlas de los dormitorios; octavo, limpiarlas orillas de la bahía y conservarlas siempre así; y, por último, corregir las costumbres del pueblo bajo y curarlo de su ignorancia, enseñándole cuáles son los medios que le protegen contra las enfermedades.
 Merecen aplauso, ciertamente, la mayor parte de los preceptos higiénicos encaminados al mejoramiento de nuestro estado salubre: pero indicar la conveniencia con carácter de indispensable, de echar abajo la mayor parte de las casas de una capital populosa, que representa millones de millones de pesos en edificación, y construirlas de nuevo, al objeto de mejorar las condiciones sanitarias de la población, es o tener en poco la respetabilidad del informe que se iba a emitir, o negar rotundamente y en absoluto toda solución posible a un problema tan interesante de suyo, lo mismo para los Estados Unidos que para nuestra capital.
 Por otro lado, proponer o indicar el ensanche de gran número de nuestras calles con el propio fin de sanear la ciudad, fue desconocer las funciones higiénicas que la calle ejerce en la salubridad de las poblaciones.
No diré, no, que sean perfectas todas nuestras calles en lo que toca a su anchura con relación al clima; pero, si es cierto que esa anchura debe ser proporcional a la altura media de los edificios para que el aire y la luz penetre y se reparta convenientemente por igual: si es cierto que en climas como el nuestro hay que prevenir a las habitaciones contra los inconvenientes del polvo y del sol excesivo: si los Municipios de Europa, los más ilustrados, aspiran hoy solamente a 8, 10 y 12 metros de anchura en las poblaciones del Mediodía, según la importancia del tráfico; si no existen en la Habana, por último, esas callejuelas y calles cerradas que son las que en primer lugar rechaza la higiene pública, ¿en qué precepto científico, ni en qué conveniencia higiénica, ni racional siquiera, se apoyó la Comisión para consignar en su informe semejantes exageraciones?
 Drénese en buen hora el suelo por medio de un acertado sistema de alcantarillado; revístanse las calles de alguna manera; realícense, por último, las otras reformas que menciónala Comisión Americana, y de seguro que si no desaparece por completo la fiebre amarilla, disminuirán al menos sus lamentables y perniciosos efectos, de más trascendencia para este país que para ningún otro, y en cuyo azote, diga lo que quiera la referida Comisión, no influye poco ni mucho la profundidad de la calle; por consiguiente, no hay necesidad de ensanchar las de la Habana.

 Herminio C. Leyva Aguilera: Saneamiento de la ciudad de La Habana, La Habana, 1890. 

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