jueves, 22 de diciembre de 2011

Exposición de perros




 Cualquiera creerá al ver el epígrafe de este artículo, estampado sobre el papel en los días caniculares del mes de agosto, que vamos a incurrir en la vulgar costumbre de la prensa española de pedir a voz en cuello decretos de persecución y muerte contra la raza canina de la Europa entera. No somos a la verdad supersticiosos admiradores, como los árabes, de la independencia y libertad perrunas, ni querríamos que las calles de nuestras ciudades estuvieran invadidas por perros enfermizos y vagabundos, como con religioso respeto dejan estar las suyas los turcos y marroquíes; pero de eso a acostumbrarnos a la idea de pedir desapiadadamente el envenenamiento y exterminio del animal que desde remotos tiempos se llama amigo del hombre, media la distancia moral y física que existe entre las gacetillas impremeditadas a que aludimos, y los párrafos razonados que nos proponemos escribir.
 Siempre hemos rechazado por instinto todas las inquisiciones, y nunca nos ha parecido liberal la ley de Lynch ni aun aplicada a los perros rabiosos.
 Sabido es que uno de los proyectos que entraban en la convocatoria de la Exposición Universal, era el concurso permanente de animales vivos, renovado por quincenas entre las razas más útiles al hombre; pero el desarrollo de la epizootia en la mayor parte de los ganados de Europa anuló casi desde el principio este propósito de la Comisión Imperial, quedando reducido el certamen a la exhibición de la industria pecuaria francesa, con algún que otro ejemplar de la prusiana.  
 En las dos quincenas de abril se expusieron las razas ovinas destinadas a la producción y al degüello; en las de mayo, las vacas lecheras y las ovejas laneras; en las de junio, los caballos de tiro y los animales de corral; en las de julio, los bueyes y caballos de lujo, y en la quincena que acaba hoy le ha tocado su turno a los perros.
 Antes de decir lo que es una exposición de perros, necesitamos manifestar que en los países extranjeros no se ven estos animales abandonados como en España por calles y caminos, arrastrando una existencia escuálida, pestífera y en ocasiones aterradora. Nosotros no sabemos en qué consiste la diferencia, pero consignamos el hecho añadiendo que se les tiene por cosa seria, útil y productiva. Solo así puede explicarse que en algunos países exista una contribución sobre los perros, que en otros se piense en imponerla, y que en todos se procure adquirir datos y establecer métodos para mejorar y difundir las especies. En Francia, por ejemplo, se sabe de una manera oficial que hay 794 869 perros que ganan lo que comen guardando casas decampo; 576 950 que cuidan rebaños o prestan su servicio en los mataderos; 337 255 que se ocupan en cazar; 1 431 en guiar ciegos y 534 326 en recrear a sus amos.
 Los perros alemanes, especialmente los de Darmstadt, producen al Estado grandes sumas por su contribución; siendo de advertir que a pesar de haberse cuadruplicado el tributo en este último punto desde 1821, hay hoy muchos más perros de los que entonces había. Todo esto explica, decimos, la atención que en esos países se consagra a los generosos animales que con tanta usura pagan al hombre siempre el alimento y cariño que este les da.
La exposición última de Billancourt no ha sido tan numerosa como algunas que hemos visto en Inglaterra: aquí han concurrido únicamente unos cuatrocientos perros, mientras que allá se contaban por miles. Alójanse de ordinario los animales en unos tinglados de mediana extensión, a cuyos costados corren dos galerías de pequeñas cuadras, cortadas en su altura media por unos tablones con el fin de que cada perro, alojado en la suya, ocupe una posición superior al individuo que lo contemple. Los tinglados contienen razas aisladas, y todos los perros están atados a la pared de su cuadra con largas cadenas, que les permiten recorrer el espacio con amplitud. El pavimento está asfaltado y el agua circula en abundancia por el local, para que los malos olores no turben la inspección detenida de los animales.
En la primera sala de esta exposición han figurado los mastines, a quienes su antigüedad en el mundo les hace de derecho acreedores en todas partes a tan singular preferencia: en esta familia descollaban los de la raza de Brie, que representa según los inteligentes, el tipo más perfecto. Seguían después los guarda-montañas, entre los cuales se distinguían los del monte de San Bernardo con los collares, carlancas y barrilillos que llevan en sus expediciones, y las medallas que han ganado en sus respectivos salvamentos. La primitiva raza de esos célebres perros se extinguió en 1820, como es sabido, a consecuencia de la peste que la invadió; pero habiéndose salvado uno solo y héchose cruzamiento con él en la casta leomburguesa del Pirineo, ha resultado felizmente la actual familia, que aunque menos bella que la otra, la supera en fuerzas musculares y dulzura de genio. Los perros del monte de San Bernardo atraían la atención del público con algo de religioso miramiento. Por último, los hermosos perros de Terranova, esos anfibios que se disputan con los pescados el nadar, cuya nobleza y gallardía son proverbiales, completaban con la magnífica especie danesa, que cada día se mejora y embellece, la colección de los perros de estampa.
 Visitábanse a continuación los cazadores, entre cuyas varias familias había ejemplares preciosísimos. Estos perros son los de mayor valor en el tiempo presente, por ser también ahora como nunca elegante el ejercicio de la caza, y aun más que el ejercicio, los adherentes y útiles del cazador. Algunos de esos animales de castas inglesas que se ofrecían en venta, tenían asignados precios entre ocho y doce mil reales cada uno: las trahillas particulares no se vendían. Tampoco creemos que estuviese en venta formal un perro del Sr. Howard, el fabricante inglés de máquinas agrícolas, sobre cuya estancia se le había consignado un valor de cinco mil duros. Si algún animal del mundo valiera realmente esta suma , lo sería con efecto el perro del Sr. Howard, pues su hermosa piel de color de avellana ensortijada como las de Astracán, sus orejas de un largo y laxitud asombrosas, sus corvejones altos y fuertes, su vientre seco, su mandíbula corta, su pecho anchuroso, y la dulzura de sus ojos melados, revelaban esa aristocracia de sangre y de índole, que se conserva pura a despecho de las vicisitudes de los tiempos , y que si a venderse fuera, valdría el dinero en que el capricho se empeñara en tasarla.
 Entre las jaurías notables distinguíase la de la especie de San Huberto, en la cual todos los animales se parecen en figura, docilidad, fuerza, vientos y perseverancia. Asomarse a una de esas jaurías parece ver reproducida la figura de un perro en un espejo poligonal; cualquiera diría que estaban fabricados a mano. Las trabillas de perdigueros, pachones, sabuesos, lebreles y galgos, eran tan numerosas como apreciables.



 Los alanos, los dogos, los aterradores y los rateros, que seguían después, dejaban bien puesto el pabellón de su alcurnia hasta en las castas cruzadas que los han degenerado: en contraposición de ellos lucían su pequeñez, falderos de pelo corto, grifos y de aguas. El hermoso perro conocido entre nosotros por este último nombre, no estaba representado allí, si bien es cierto que ni de aguas, ni de presa, ni de ninguna clase asomaba perro alguno español. Ni perros parece que nos quedan ya.
 Las castas de lujo doméstico, o como si dijéramos de señora, eran las menos numerosas de la Exposición; pero en cambio las más cuidadas, las más impertinentes y las que con mayor ostentosidad se exhibían. Sucede con los perros lo que con las criaturas; el que es modesto y laborioso, el que es fiel y callado, el que es leal, prudente y digno en su conducta, duerme sobre las piedras o los troncos, come berzas y huesos, recibe palos y sofiones, y vive siempre atado a su cadena acerada; mientras que el holgazán y sin vergüenza, el inepto y parlador, se alimenta de melindres y pechugas, descansa en cojines de terciopelo con borlas de oro, habita en saloncillos de seda con puertas de cristales, y hasta tiene una doncella al lado para acudir a sus caprichos y hablarle de cuando en cuando el lenguaje hechicero de las monerías y mimos de su ama. Así había en el último salón diferentes animalitos en miniatura, cuyas desdeñosas miradas acusaban una profunda tristeza por lo hediondo y poco elegante del local en que, tal vez accediendo á un compromiso, se encontraban expuestos.
 Pero hasta aquí el lector se está figurando que tal muchedumbre de animales colocados simétricamente en orden de museo catalogado, y representantes en París de todo lo más florido de la raza europea, observarían ese tono característico de los concursos públicos, en que la miaja de educación impide que cada uno se muestre tal cual es; y, sin embargo, nada menos que eso. Mientras los canes se encontraban en el silencio de la soledad que precedía a la apertura de los tinglados, eran notables, efectivamente, la parsimonia y razonamiento de los exponibles; mas desde el instante en que la concurrencia invadía los salones de la exhibición, ávida como lo es toda concurrencia aficionada de investigar por obra y con palabra el objeto predilecto de sus aficiones; y aquí un cazador, allí un ganadero, en este lado una dama, en el otro el caporal de un regimiento, comenzaban a citar a uno, a azuzar a otro, a requebrar a este, a perseguir a aquel; y por una parte enseñando pan, y por la otra levantando palo, todos los individuos de una clase se veían en el centro natural de su vida campestre, aun cuando cohibidos por la argolla y la cadena; ladridos por aquí, lamentos por allá, esperezos a la derecha, riñas a la izquierda; los galgos que quieren correr, los mastines devorar, los perdigueros seguir la pista, los falderos que los mimen, las trafullas que se levantan, las jaurías que huelen a monte y escopeta; porque a todos les hablan su idioma, a todos les excitan por su gusto, contra todos se ceba la maliciosa inteligencia de los concurrentes, no decimos exposición, ni orden, ni catálogo, sino cuantas legiones de demonios sean concebibles en zahúrda infernal desesperada, atarazando y mordiendo sus propias carnes, no pueden compararse al desconcierto ronco, chillón, estridente, y más que nada, perruno, que atronaba aquellos tinglados en que en vez de pasos de recreo ni excursiones de estudio, parecía que se libraba la batalla de todos los lobos de una sierra contra todos los ganados y los cortijos de un valle.  
 Media hora no más de permanecer entre los perros, y bastaba para que ladrase el curioso; una línea más hablando de ellos, y quizá ladraría en lugar de escribir el que traza estas líneas.


 José de Castro y Serrano: España en París: revista de la Exposición Universal de 1867, Madrid, Librería de A. Durán, 1867, pp. 110-11.

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