martes, 3 de enero de 2012

Joseph Roth: Las víctimas mortales del estómago de la gran ciudad

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 ESTAMPAS DEL MATADERO DE SAINT MARX

 Extendido a lo largo de un círculo de cincuenta y nueve mil metros cuadrados, se encuentra el matadero de Saint Marx, el sangriento lugar de peregrinación, campo del honor rodeado de valles para bueyes y terneros, aislado del mundo exterior, en el que son sacrificados por el ser humano y el estómago. A las cinco de la mañana, en el matadero de Saint Marx reina, por así decirlo, una muerte agitada, en la calle del matadero una vida temprana. Desde el mercado de la carne llegan los mugidos de las reses, la enorme garganta de un condenado a la muerte lanza de vez en cuando un grito corto y sordo. Del tranvía se bajan los matarifes, vestidos del engañoso blanco de la inocencia, y el cuchillo se bambolea en sus caderas.
  El matadero consiste en cinco grandes partes: hay cinco grandes salas de matanza con cámaras más pequeñas, la mayoría equipadas con montacargas, con cómodas cámaras frigoríficas que parecen grandes cajas fuertes, con espesas puertas de hierro, con establos, subterráneos y a pie firme, en los que las piadosas ovejas esperan, humildes y entregadas, ante los pesebres, atadas por cadenas de hierro a su destino. A esos establos (antesalas del más allá del ganado) llegan los animales desde sus corrales por una ancha puerta de doble hoja. Caminan obtusas, sin resistencia –la intuición de la muerte venidera llena de sombras sus anchas frentes blancas, hace su trote solemne y cadavérico, y más lento-, por una ancha calle levemente ascendente, el camino del Gólgota de los animales, acompañados por sus pastores, que ya no necesitan aplicarles coacción alguna.
  Es insano matar a los animales justo después de llevarlos, cuando la excitación aún tiembla en sus ánimos. Descansan en el establo, masticando su penúltima y última comida con anchas y trituradoras mandíbulas. Los establos son grandes, y están divididos por paredes en cámaras…, una medida de precaución que hace posible aislar con más facilidad a los animales contaminados por alguna enfermedad. Sólo algunos establos subterráneos, sordos y sin luz, las «catacumbas», siguen en uso por el momento, hasta que (en septiembre de este año) hayan incluido las nuevas obras. Estos sótanos son escalofriantes y medievales, y recuerdan las «mazmorras» en las que los condenados a muerte tienen que pasar sus últimos días. En los establos caben dos mil trescientas reses.

 LA SUBIDA DE LOS ANIMALES

 Desde los establos, la vía mortuoria del animal conduce al –metafórico- «tajo» allí…; en las grandes salas tan sólo hay postes, a los que se ata a los animales. Arriba del todo están las ventanas, desde una altura inalcanzable entra, escasa y triste, la última luz de un mundo cruel. Huele a sangre coagulada, la sangre lleva ochenta años coagulándose aquí, en bien de la Humanidad. Derramada día tras día desde las seis de la mañana. El suelo está cubierto de un indiferente pavimento de piedra, liso, resbaladizo, abombado en el centro. Todos los días, un agua fría y purificadora inunda estas piedras, y quedan limpias y bañadas en inocencia, y parecen como el primer día. En lo alto, mil veces abombado, un cielo de piedras tras el cual se oculta Dios, invisible y sordo.


 LAS SALAS DE MANTANZA EN FUNCIONAMIENTO

 En estas salas se pueden «matar» diariamente y a intervalos mil cuatrocientas reses, pero sólo trescientas cincuenta a la vez. Aquí matan su ganado los grandes proveedores para lo que emplean «matarifes jornaleros», miembros y auxiliares de la Cooperativa Obrera para Matanzas, matarifes experimentados, que manejan el cuchillo con seguridad. Los pequeños carniceros trabajan con personal propio. Los días más calurosos son los de los grandes mercados. Lunes y viernes. En ciento cuarenta puestos de matanza, la sangre corre incesantemente. En ciento cuarenta puestos de matanza, los animales indefensos caen de rodillas, inconscientes por el aturdidor golpe de gracia. De ciento cuarenta gargantas bien alcanzadas brota la sangre de la roja vida.
  El aire del matadero vuelve a los espléndidos animales, rebosantes de fuerza, dóciles y sumisos. Basta una suave admonición del ángel de la muerte humano, un leve contacto con la víctima, para que abandone el último intento y ya no se resista. Un suave mover el nervioso rabo como un último saludo a un mundo que se hunde. La bondadosa y devota mirada pasa de largo ante el ser humano…, con una insospechada lejanía, atraviesa cuerpos y paredes. Vuelven a erizarse los suaves pelos de la piel, un pequeño escalofrío recorre la columna vertebral. Pero los ojos siguen abiertos y perdidos en sus pensamientos, el párpado no tiembla, el animal parece no ver el brazo que se alza en ese instante para dar el golpe aniquilador. Está solo en medio de sus compañeros de muerte y de los hombre que matan, ya no de este mundo, dispuesto para la eternidad. El poderoso golpe contra un determinado punto del cerebro mata, misericordioso, toda sensación, antes de que se aplique el cuchillo, y el animal, retornado a la semiconciencia por el primer dolor, vuelva a abrir los ojos, por última vez. Es uno de los pocos instantes en los que el poder de la muerte vuelve completamente humano a cualquier animal.
  Luego los cuerpos cuelgan uno al lado del otro, mientras la mano que hurga del matarife les arranca las vísceras y la suciedad terrena; los cadáveres limpios de pacíficas cabezas, de muerto cerebro, de fallecidos nervios. Vinieron un día  de muy lejos, de Rumanía, de Hungría, de Yugoslavia, sólo unos pocos nacieron en el país en el que murieron. Llevaban a sus espaldas muchos días de viaje, días en estrechos y oscuros vagones, en los que frotaban sus cálidos cuerpos, temerosos y asustados por el extraño sonido rodante, y hacían largos viajes, siguiendo la voluntad insondable de una fuerza superior, para dejar su vida en la meta…, como antaño las compañías que marchaban al frente. Llegan a las limpias.

 DOSCIENTAS TREINTA Y TRES CÁMARAS FRIGORÍFICAS

 En las que un motor de ciento cincuenta y ocho caballos produce el hielo. Las partes que podrían echarse a perder fácilmente no se pueden almacenar aquí. En estas cámaras, que se extienden a lo largo de mil quinientos cuarenta metros cuadrados, se piensa cuidadosamente en el apetito. La sangre va a parar al Instituto de Aprovechamiento de la Sangre de Fattinger, y los seres humanos extraen de ella toda clase de sustancias químicas. El abono se carga en vagones de ferrocarril y se vende a buen precio. El ser humano sabe explotar espléndidamente a los animales. Puede imaginarse cuántos tendrán que caer víctimas suyas en la Tierra cuando sabemos que en el matadero de Saint Marx,  sólo desde enero hasta finales de junio de 1923, se sacrificaron 64 423 terneros y 11 518 corderos. A todo lo anterior cabe añadir, además, ovejas, carneros, cabras, cabritos y caballos.
  En el laboratorio, hasta el que me guía el amable director del matadero, el doctor Moser, viven de forma idílica conejos y liebres: animales de experimentación. Tampoco ellos pueden disfrutar de una vida carente de molestias. El doctor Hennenberg les saca sangre para obtener el suero con el que se analiza la composición de los embutidos. A los terneros se los mata, a los conejos se los deja vivir, y el ser humano sigue siendo –señor matarife de la creación- sentido y fin de toda vida animal. 
                                                                                                       JOSEPHUS
                                                             Wiener Sonn-und Montagszeitug, 9-7-1923


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