martes, 17 de enero de 2012

Wen Gálvez: Habana y Almendares




  Ya desde por la mañana, los empleados del terreno se han subido sobre el techo de la glorieta de Almendares para colocar distintas banderas, anunciadoras del desafío, mientras otros se ocupan en izar las nacionales en las puertas de entradas, y por último, en arreglar el terreno y disponer en orden las sillas del stand que, en días de prácticas, han sido traídas y llevadas de allá para acá y de acá para allá.
  Desde las once comienzan los carritos del Príncipe a vomitar pasajeros, que, tomando cada cual su entrada, van colocándose en los stands y gradas, o se quedan al sol, mientras que los aficionados muy pobres trepan por los tísicos laureles del paseo de Carlos III, burlando la perversidad del empresario, que rodea de espinas los troncos raquíticos de los árboles. En las ventanas altas y paredones de las casas contiguas al terreno, se sitúan algunos curiosos, allá lejos, detrás de la pista, soportando el sol de codo el día y sin poder aplaudir, porque tienen las manos ocupadas en sujetarse de las piedras salientes y los balaustres.
  Como si se hubieran puesto de acuerdo, los habanistas se sitúan al extremo derecho de la Glorieta, cediendo el izquierdo a los almendaristas.
   El pueblo, que se enseñorea de las gradas desde las primeras horas del día, habla en alta voz sobre base-ball, disputando acaloradamente la materia más trivial sobre el jugador más insignificante. Los peseteros, pasando delante de las gradas, en cordón interminable, dejan á las señoras y los caballeros al pié de la escalera de la Glorieta. Los coches particulares hacen lo mismo, con la diferencia de que éstos quedan á la sombra y los otros se retiran en busca de nuevos viajes. Y al enfrentarse, sin pasaje ya, con aquel pueblo que se impacienta porque el juego no ha comenzado a la una, prorrumpe en silbidos y voces que molestan a muchos de esos estúpidos, de espíritu belicoso, que pretenden pelear con todos á la vez.
  Algunos, humillados ante su impotencia, recrudecen los latigazos sobre el lomo del pobre jamelgo, que jadeante, con las orejas caídas, emprende de nuevo el penoso trote.
  Ya las Glorietas rebosan entusiastas, las señoras que se han demorado en su boudoir no encuentran sillas ni a veces jóvenes galantes que se las cedan, y vuelven a sus hogares tristes y pensativas, como se vuelve por lo general de la casa de los muertos.
  Detrás de los asientos, por la Glorieta propiamente dicha, se pasean, manos atrás, los indiferentes que acaban de almorzar y quieren ayudar la digestión, y con paso más precipitado, los ojos expresivos y con cierta contracción nerviosa en los músculos de la cara, algunos arriesgados que buscan, ávidos de encontrarlos, a sus amigos del club opuesto, para comprometerlos a apostar varias monedas.
  Llevan centenes en las manos, juegan con ellos, lanzándolos al aire y á corta distancia, para que entrechoquen unos contra otros.
  ¡Diez centenes al Habana! ¡a la par!
  —Bueno, vamos a depositarlos.
  —Corno quieras, pero yo no apuesto sino al que haga mayor número de carreras, aunque se suspenda el desafío.
  —Convenido.
  Los más impacientes, consultan el reloj cada diez minutos.
  ¿Por qué no habrán venido ya los jugadores? ¡Vamos á perder por llegar tarde!...
  Al «Club Gimnástico» de Aurelio Granados, íbamos llegando uno á uno los jugadores del Almendares. Nos poníamos nuestros uniformes y nos columpiábamos en los trapecios, mientras se completaba la decena. Los más entusiastas ó los más presuntuosos, iban a vernos vestir, presenciaban rodo el acto, indecoroso hasta cierto punto. Y en su delirio por el club hasta encontraban bellezas en el lunar que tal o cual tenía en el muslo de la derecha. Nos ayudaban en la toilette, enlazando los cordones de la camiseta y anudando en nuestro pescuezo el pañuelo de seda azul acabado de comprar, con ese objeto, en la tienda de los chinos.
  —Vamos á ver si me dedicas hoy un batazo. Ya he visto a los habanistas en el Gimnasio de la calle de Consulado. No vayas á salir en strikes.
¿Has tomado mucho vino? Y por este estilo continuaban con sus impertinencias y majaderías hasta la hora de la salida.
  —Yo voy contigo. ¿Te llevo el bat?
  —No compadre, lo que es el bat lo sé llevar yo.
  Apenas nos asomábamos á la puerta de la calle del gimnasio empezaban los curiosos á detenerse descaradamente delante de nosotros, y los que nos conocían, nos enseñaban á sus amigos como si fuéramos edificios.




  —Aquel es Carlito Maciá, y dirigía el índice hacia mi compañero.
  —Mira, este es Alfredo Arango.
  ¿Tan gordo? Yo pensé que fuese más delgado.
  —Pues no te quede duda, ahora verás; psh, psh, ¿Vd. no es Alfredo Arango?... Sí, hombre, el mismo es, lo que tiene que no quiere contestar. Por fin entrábamos de tres en tres en los peseteros, con el fuelle bajo (el fuelle de los peseteros), atravesando el Prado, el Campo de Marte, la Calzada de la Reina y el paseo de Carlos III.
  Nos veían primero los que estaban sobre los laureles y daban la noticia de que habíamos llegado.
  De las gradas salían veinte mil gritos, saludos, un ondear de trapo azul que mareaba, aplausos, silbidos, ¡fueras!...
  Nuestros partidarios de la Glorieta se levantaban de sus asientos para aplaudirnos con las manos, con los abanicos, golpeando con los bastones  en el suelo...
   A los pocos momentos, cuando ya no era de presumirse que llegaran más espectadores se aparecían los habanistas con sus banderas y entonces se oía en las gradas igual alboroto, recrudecida en el ala izquierda de la Glorieta: palmadas, vivas al Habana, que aún á pesar nuestro nos hacían impresión.
  Y comenzaba la gran lucha: la de encontrar juez.
  ¿Quién es el umpire?
  Fulano de Tal.
  ¡Si es habanista!... Verás como perdemos...
  Oye, chico, si Mengano no es juez, como si no hubiéramos apostado.
  Por fin salía la víctima al terreno, acompañada de los capitanes.
  ¡Mucho ojo!, le gritan desde las gradas. ¡Cuidado con hacer trampas!...
  Antes, las respectivas decenas habían celebrado sus prácticas preliminares, y los jugadores habían sido aplaudidos y silbados por tinos y tróvanos, respectivamente.
  Comenzado el match, cesaban las conversaciones en la Glorieta. Sólo se oía la voz chillona de los pregoneros: ¡El Pitcher!, ¡El Habanista!, ¡El Pelotero! Coman dulce y beban agua.... Escór a riá. El Catcher, con el retrato de Tehuma!
  Play, decía el juez, ocupadas ya las posiciones, y desde la primera pelota lanzada por el pitcher empezaban a excitarse los ánimos.
  El batsman no había dado ni un golpe en falso y solo le faltaban dos bolas malas para tomar la primera.
  Dale bola, dale bola, gruñían desde las gradas. Pónchalo, pónchalo repetían algunos.
  ¿Qué es eso?, pregunta el pítcher.
 -Bola, replica el juez. Y en la Glorieta, en el stand, en las gradas, se oye una protesta parcial.
  —Eso es estrai....estrai, e....so....es....es… traaaaa...i…,
  Fuera el ampaya, fuera. Así no se gana, eso es trampa.
  Las señoritas se alarman, sin llegar por eso al desmayo, y un batazo oportuno cambia el orden de ideas. Entonces comienzan los aplausos, las aclamaciones, los bravos y los vivas y los bastonazos en las tabletas de  la persiana de uno de los cuartos, en la esquina de la Glorieta.
  Si el jugador ha sido puesto fuera, el extremo opuesto, que ha guardado silencio con la jugada aplaudida por el otro, imita el aplauso, es decir, se vuelve la oración por pasiva.
  A cada momento se interrumpe el juego, para hacer reclamaciones, generalmente fuera de lugar, al juez, que queda perplejo, sin saber qué hacer, aturdido por las reclamaciones de los jugadores que le hablan todos a la vez, y por los chillidos del público, que desde sus asientos toman parte activa en la discusión, pretendiendo imponer cada cual su criterio
  Los más exaltados creyendo que el fallo del juez perjudica al club de sus simpatías, piden a los jugadores que se retiren del terreno, porque  continuar jugando es una humillación.
  Cesa por fin el alboroto, renace la esperanza y continúa el juego. La victoria fluctúa, los nerviosos se muerden la yema de los dedos, se exaltan, gritan, asen por los brazos al vecino y lo sacuden, lo batuquean, satisfechos, orgullosos de tal o cual jugada.
  De pronto se oye el golpe seco del bat y se ve la pelota, allá lejos del alcance de los fielders, el pitcher abochornado baja la cabeza, el bateador corre con mayor velocidad cada vez, sus parciales lo animan con sus gritos, como el jockey al caballo de carrera; ya está cerca del home —¡la meta!— pero la pelota ha llegado oportunamente y adiós esfuerzo y adiós todo. Hay que ver entonces á los parciales del club al campo gritar, gesticular, aplaudir y aclamar.
  A mediados del juego un jugador ha realizado una jugada magistral. Por excepción aplauden todos y es aquello un cuadro imponente. Se ven por los aires miles de sombreros, en la Glorieta al público de pie aplaudiendo, cientos de pañuelos y banderolas azules y rojas, una ovación completa. Ya no son los partidarios de los clubs los que aplauden, ahora es el sport el que triunfa, dominando las pasiones, imponiéndose. Pero esto es momentáneo. Se renuevan las jugadas y se dividen las alabanzas.
  Acaban de dar un buen batazo, el jugador ha hecho homerun y aquello es el delirio. Un espléndido le arroja al terreno media onza de oro al jugador, el otro un centén, lo llaman, lo abrazan, lo besan, le cogen la mano, lo estrujan, le dan palmadas en el hombro, tal ó cual partidaria le coloca una moña en el pecho, aquella le regala un bouquet de flores naturales.
  ...Y cuando el juego ha concluido los apasionados del club perdidoso, han puesto pies en polvorosa, para que no le hagan burlas. Salen rumiando maldiciones a los players que no vencieron porque son unos chiquillos que no tienen amor propio, que se dejan ganar....
  Se quedan comentando el juego los de más sangre fría y oyen a sus rivales que, sonreídos, vienen a darles el pésame; pero ¡qué pésame! Lo más insincero del mundo.
  La salida del terreno es un paseo, escasean los coches y los carros, así es que la mayoría, por no esperar, se decide a retirarse a pie. Semejan batallones sin uniformes.
  A los jugadores que han perdido y que encontraron coches les siguen los gamines gritándoles y mofándose de ellos.
  Después, hay que ir a la Acera de El Louvre para ver los grupos que se forman con objeto de hablar del juego celebrado por la tarde, pero hay que ir no sólo el domingo sino toda la semana, en la seguridad de que no han de oír hablar de otra cosa.




Gálvez y Delmonte, Wenceslao: El base-ball en Cuba. Historia del base-ball en la Isla de Cuba, sin retratos de los principales jugadores y personas más caracterizadas en el juego citado, ni de ninguna otra. La Habana, Imprenta Mercantil, 1889 (fragmento tomado de González Echevarría, Roberto: La gloria de Cuba. Historia del beisbol en la isla, Madrid, 2004, Editorial Colibrí, pp. 203-07).    

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