domingo, 25 de marzo de 2012

Flor de Boulevard




  Francisco García Cisneros


 Renée, la muchachilla parisiense, de labios pintados y cabellera teñida, que ha hecho tantas locuras, ha muerto ayer.
 Hace noches, en el gabinete tan conocido de los calaveras y aturdidos, cuyas ventanas dan sobre la calle, en una cena de íntimos, Renée lloró al tomar el champagne y nos dijo:
 –Voy a rezar mi oración fúnebre. Esta cena es mi despedida, me he vuelto soñadora.
 –¿Y desde cuando, Renée –le preguntó un joven– ¿Tu príncipe del último invierno, es por ventura otro Luis de Baviera?
 –¿O acaso facsímil del blondo Lohengrin?
 –No señores míos: oíd. Anoche, cuando terminé el último acto, me retiré a casa con dolor de cerebro y por eso rehusé la cena que ustedes me brindaban; pues señores míos, no había andado cien pasos, cuando la estrella que yo amo me silbó, y bajando la voz, me dijo: «Renée, vente al cielo, al país de las quimeras, aquí es todo luz y todo harmonía, aquí no van las damas escotadas y los caballeros de frac; pero aquí las noches son puras y en vez de las nubes de polvo de los boulevares, hay nubes de perfumes y de luz.»
 Todos nos miramos asombrados. ¿Estaría ¿ebria?
 –En esto –continuó– vino el vigilante de servicio y la estrella calló, yo seguí a casa, y desde entonces me parece que vivo en el cielo, en el país de las quimeras de donde no bajaré jamás.
 Reclinó su cabeza, hasta mojar sus cabellos con el champagne de su copa. Por la ventana se veían brillar las estrellas en la azulada negrura de los cielos.
 Renée se puso en pie sobre el alfeizar de la ventana y señalando con su dedo, nos dijo en medio de dos sonrisas:
 –Lo veis, me llama, me voy –y se lanzó en el espacio. Nosotros corrimos hacia abajo, y ya en grupos de gente desocupada rodeaba a la infeliz demente que se había abierto el cráneo contra las losetas de las aceras
Cuatro días después, rodeábamos la cabecera de su lecho. El médico no daba esperanzas. Renée moría con el sol de un bello día primaveral. 
 Se volvió a su camarera e hizo abrir las ventanas y descorrer las cortinas.
 –Adiós, señores míos –nos dijo entre estertores– anoche bajó la estrella a reñirme porque aun no me he ido al país de las quimeras. Atardece; esta es la hora de mi viaje, me voy…
 Reclinó su cabeza sobre la almohada, cerró los ojos y suspiró: era el último.
 Los faroles del boulevard empezaban a encenderse y un vendedor de periódicos gritaba: Le Figaro, a cinco céntimos.


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