domingo, 13 de mayo de 2012

Sobre educación doméstica






      SEÑOR PÚBLICO


     Soy incansable cuando trato de educación y aunque se hayan dicho sobre este particular cosas muy excelentes, nunca está de más el inculcar y aun repetir de nuevo las buenas máximas para grabarlas más profundamente en los corazones. Por más que en estos últimos tiempos se haya escrito tanto sobre esta materia, me atrevo también a echar mi cuarto a espadas, presentando a mis lectores algunas reflexiones que si acaso se han dicho ya anteriormente de mil modos, jamás dejarán de ser interesantes y oportunas. Una de las cosas más esenciales para que se consiga una buena educación doméstica es precisamente hacer ver a los padres que no sólo deben estar exentos de los vicios comunes que degradan a los hombres, sino que su potestad es de tal condición que no debe servir para afligir y aterrar a los hijos, sino para conducirlos por medios suaves y propios para ganar el corazón a la práctica de las virtudes. El imperio absoluto y tiránico de que muchos se creen revestidos y la autoridad suficiente que juzgan pertenecerles para arreglar todas las acciones de la vida de sus hijos y hacer que sean conformes a sus caprichos y a sus manías, es ocasión de tan enormes daños, que de ello precisamente resulta que los muchachos se abandonan a todo género de disipación y de vicios en el instante mismo que no están bajo de la mano pesada y despótica de sus padres. Como no se les gana el corazón y como los medios que se adoptan comúnmente son los de atemorizar a los jóvenes y hacer que se estremezcan a la vista sola de sus padres, son necesariamente hipócritas, embusteros y nada les importa cometer los mayores desórdenes cuando están seguros que no han de llegar a noticia de aquéllos.
     Padres conozco yo que como si estuviesen vaciados en el mismo molde que los Calígulas y Nerones, tienen una complacencia bárbara cuando ven temblar a sus hijos en presencia suya y que se prestan con una timidez servil a todos sus antojos. ¿Cómo han de tener un ánimo varonil y fuerte los que se crían oprimidos y esclavizados? ¿Cómo han de tener un corazón sensible y humano los que no han conocido ni experimentado otra cosa que la aspereza, los malos tratamientos y el rigor? ¿Cómo han de ser virtuosos aquellos a quienes no se les ha enseñado a practicar la virtud por principios: que no saben en qué consiste y las cualidades preciosas que la hacen amable? ¿Qué entereza ha de haber en los magistrados, qué valor en los militares, qué buena fe en los comerciantes, qué verdad en los artesanos, cuando los mismos que han de entrar en estas profesiones no han conocido otra cosa en su niñez que el miedo y el terror, la hipocresía y la mentira: vicios indispensables bajo la conducta de un padre en extremo severo?
     Esto no es decir que alabe ni apruebe jamás la conducta de aquellos hombres indolentes que abandonan la educación de sus hijos y que miran la primera y la más esencial de sus obligaciones con la mayor indiferencia y frialdad. No señor: yo quiero que los hijos tengan una libertad justa, que sus padres les ganen el corazón, que sean sus amigos, y que por este manejo haya entre ellos la confianza y la franqueza que prescriben los mismos vínculos naturales que los ligan; hacerles amar la virtud; detestar el vicio; ser su consejero, su director, no su tirano; distinguir ya pueden los hombres conducirse por sí mismos para arreglar sus oficios conforme a estos principios: tal es la conducta que yo exijo de los padres.
     Es un dolor ver el modo con que se decide de la carrera que han de seguir los muchachos en lo sucesivo. A éste se le destina a clérigo, al otro a fraile, a aquél a médico, al primero al comercio, al segundo a la milicia; y de este modo, sin consultar sus inclinaciones, sin examinar sus talentos, sin averiguar la disposición que para ello tienen, arbitran sus padres y los hacen un juguete desdichado de sus caprichos y de sus conveniencias respectivas. Cada momento hacen sentir su autoridad despótica e ilimitada y llega algunas veces al caso de obligarlos a ver con horror al autor de sus días y a hacerles desear o la muerte del que causa sus males o la del mismo que los sufre, y que no encuentra otro término a su padecer. Tales daños sólo puede remediarlos la buena educación: el padre de familia debe ser como el buen médico que le precisa observar los diversos síntomas que muestra el enfermo para aplicarle con oportunidad la medicina; lo mismo un padre debe espiar las inclinaciones de sus hijos y por medio de la prudencia dirigirlas y rectificarlas. El demasiado castigo y la excesiva condescendencia son extremos que debe evitar todo el que tiene a su cargo una educación; y los medios suaves prueban mejor que los duros y violentos. Si desde el principio se observasen las inclinaciones de los niños y se les corrigiese con dulzura, rara vez llegaría un padre al caso de recurrir a castigos ásperos, puesto que combatiendo uno a uno sus vicios, a medida que se iban descubriendo, se les podría desarraigar con facilidad, de modo que no les quedase señal alguna de ellos. Pero si los dejan crecer hasta ser excesivos; si han despreciado impunemente el respeto debido a sus padres, y si esta costumbre ha llegado a ser un vicio de la voluntad, ¿qué hay que extrañar que toda la fuerza y toda la diligencia posibles basten apenas para limpiar este campo inculto de las malas semillas que brotan a un tiempo por tantas partes?
     Padres de familia: sí vuestros hijos no corresponden a vuestras intenciones y se hacen incorregibles, no los culpéis a ellos, culpaos a vosotros mismos que no los habéis sabido dirigir. Si por un amor indiscreto o una condescendencia fuera de propósito les habéis dado todos sus gustos cuando pequeñitos y los habéis acostumbrado a la desobediencia, no extrañéis que se hagan vuestros superiores y que vengan a ser incorregibles. Y ya que habéis causado este daño, ¿por qué queréis corregirle, de repente y a fuerza de golpes? ¿A qué efecto castigar con tanta severidad a vuestros hijos porque hacen lo que tantas veces han hecho anteriormente y se lo habéis permitido? No es éste el camino que enseña la naturaleza y la razón. Constancia, firmeza y observación deben ser los principales caracteres de los padres. No dejéis ninguna falta a los niños, ni permitáis que pierdan el respeto que os es debido: pues éste es el principal resorte que habéis de manejar en el curso de su educación. Si mandáis una cosa aunque sea poco importante, haced que os obedezcan luego, porque si una vez llegáis a disputar sobre quién de los dos ha de vencer y no tomáis la resolución de someterlos a vuestra voluntad, estad seguros de que viviréis pendientes de vuestros hijos y que os darán la ley en todas ocasiones.
     Pero no seáis jamás indiscretos ni interpongáis vuestra autoridad sino en casos necesarios, porque si los oprimís con una infinidad de datos; si les prohibís aquellas cosas inocentes en sí; y en fin, si les obligáis a hacer algo cuando conocéis que no están de humor de hacerlo, os exponéis a que desprecien vuestras órdenes a lo menos en su interior y las miren como una carga intolerable. Usad siempre de dulzura y moderación: convencedlos y persuadidlos con razones, pues los niños no las dejan de comprender luego que entienden la lengua materna, como aquéllas sean conformes a su corta capacidad; y en cuanto les digáis, hacedles conocer que nada ejecutáis que no sea racional y justo y que no tenga por objeto su felicidad; que no los mandáis ni reprendéis por capricho ni por pasión, sino porque es bueno y a ellos les conviene hacerlo. Éste es quizá uno de los mejores medios de que abracen la virtud y de que huyan del vicio; y si a esto se junta la lectura de los buenos libros, no dudo que se conseguirá el fin. Pero es indispensable que el ejemplo de los padres sea una lección continua para los hijos: deben tener aquéllos un gran cuidado de no desmentir con su conducta los preceptos que dan, pues en vano predicarán la necesidad de vencer las pasiones si ellos se dejan arrastrar de las que les dominan.
     Conducida de este modo la educación, pocos niños se hallarían de tal calidad que fuese preciso estar siempre con el azote levantado para obligarlos a obrar bien. Y si acaso todavía se hallase alguno que rebelde a las reprensiones, a las amenazas y a los castigos ligeros se obstinase en el mal y no mudase de inclinaciones, en este caso se podrá usar de rigor y severidad; pero de modo que no vea en el que le castiga un enemigo lleno de rabia y furor sino un amigo tierno que castiga por fuerza y que está pronto a desarmar su brazo siempre que advierta algunas señales de arrepentimiento.
     ¡Desdichado el padre a quien le tocare en suerte un hijo tan depravado que no le bastan para su enmienda todos estos medios! Pero en todo caso no debe arreglarse por aquí el modo general de educar a los niños, pues porque haya uno que merezca ser así tratado, no hemos de usar del mismo rigor con los demás que siendo de mejor índole pueden gobernarse mucho mejor.
    
 El Regañón de La Havana, martes 5 de febrero de 1801.

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