miércoles, 16 de mayo de 2012

Variaciones sobre el discurso de la histérica (con fondo de nodriza)







   Pedro Marqués de Armas


                         I


  Cuando Manuel de Zequeira y Arango publicó en 1804 su crónica Paseo de la Alameda, ya había escrito otras veces sobre la petimetra, personaje que serviría para construir el estereotipo de la criolla como mujer mundana y artificial, y de ciertos hombres nacidos en la isla (los petimetres), como no menos flojos e improductivos. Modelados a imagen uno del otro, Zequeira llega a decir que “salvo en las gracias que la naturaleza les ha negado, todo los confunde y les hace semejantes y hasta homogéneos” (1). En esta pretendida homogeneidad descansa, desde luego, una política de género destinada a exaltar aquellos valores que garanticen la reproducción social, lo que conlleva a la prescripción de roles y normas precisas para cada sexo.
 Aunque textos como el de Zequeira traducen una rancia mentalidad española, el mismo se apoya, también, en las ideas de la Ilustración acerca del trabajo, el comercio y el nuevo orden público. Sujetos como el “hidalgo supuesto”, el “hombre-mujer” y la “mulata de rumbo”, por ejemplo, no serían posibles al margen de resortes más generales que identifican a la naturaleza como instancia femenina (reserva de salud y fuerza), la industria y la policía como elementos masculinos, y el comercio en tanto enclave ambivalente, alentador de flujos que llevan al gasto y al cruce entre los géneros, las clases y las razas (2). 
 A las petimetras, Zequeira dedicó un artículo anterior, varios poemas y diversas alusiones; pero en Paseo de la Alameda aflora algo novedoso: el acento no recae sólo en lo satírico sino también (o tanto más) en un uso explícito, cuando no calculado, de nociones médicas. Como si se tratase de su amigo Tomás Romay, Zequeira asume el papel de galeno a fin de señalar costumbres “no sólo ridículas sino perjudiciales a nuestros intereses” y “cuyos remedios están a nuestro arbitrio”. Se vale al efecto de un diagnóstico: el histerismo; de una tesis fisiológica: la teoría de los fluidos que domina la medicina de la época; y de un tratamiento: el régimen corporal. Al proceder así, amplifica su personaje, a través de un tipo normativo, a todas las mujeres de la ciudad; esto es, lo mismo a aquellas que encarnan por pertenencia el paradigma de clase de la enfermedad, como a las que se acercan a él por asimilación. Para el autor de “Oda a la Piña”, preocupado por la pérdida de los vínculos aristocráticos y comprometido con la emergente pedagogía: “no hay joven alguna, y aun las que no lo son, que no se vea por lo regular atacada del mal que llamamos histérico, en términos que es casi una moda universal…” (3)
 Se diría que es ésta una posición común entre los letrados del momento, capaces de abordar las cuestiones más diversas; el propio autor escribe sobre el estado ruinoso de los hospitales, el miasma y su influjo negativo en la salud, etc (4). Pero si bien esto es cierto, no deja de ser curioso que esta figura de la histérica dieciochesca, aún a medio camino entre una economía privada y otra pública e inmersa en una subjetividad que hace de ella no una enferma en sentido clínico, sino una “doliente imaginaria”, no fuese usurpada por ningún otro escritor. Dotado de un tacto que le permite encarar este registro, recto en sus sátiras y avieso en sus parodias y a menudo en su propia escritura, Zequeira encubre a las jóvenes habaneras bajo un diagnóstico, mientras las libera en su imaginario poético, abriendo una brecha en el rótulo. 
 Producto de una civilización cuyos excesos están en causa, la figura de la histérica rinde a la vez una imagen del cuerpo como principio de placer, que codifica conductas relacionadas con la ostentación y el gasto; y otra como de un interior en ebullición -no menos gozosa pero angustiante- desde la que hablan voces si bien inenarrables, ávidas de ser escuchadas. Si ciertas chácharas sin sentido, rituales cosméticos y paseos circulares por la ciudad ocupan una parte del tiempo de estas mujeres; vapores, fatigas, vahídos y palpitaciones “donde se les representa un fantasma que las horroriza”, cubren el resto de la jornada. Se trata de instancias entre las que oscila el personaje, representado, además, según el carácter sonámbulo de sus actos (Zequeira las compara a tártaros inciviles que no se cansan de dar vueltas en sus caballos). Corporalidad expuesta, pero también opaca, más del orden de una “profundidad” aún por instaurarse que de una superficie clínica sancionada por signos establecidos (5).   
  Si frente a las crecientes presiones a fin de normar el espacio público, regulando el desplazamiento de las mujeres -que no asistan a la horca, que no merodeen las ventas de esclavos, que eviten charlas provocativas en plena vía, etc.-, el comercio, las fiestas y los horarios, nos topamos con la intención de rechinar el lujo hacia el interior de las grandes y medianas moradas, reordenando la ciudad en virtud de un patrón burgués estricto y celoso de la afeminación (se persigue entonces al libertino y a cuantos gustan “confundir los trajes”, sin excluir al criado que se pone el sayón del amo); frente al cuerpo de la histérica, arropado en lujo por fuera y poblado en su interior por una pulsión farfullante, se va a apelar en cambio a disciplinas más sutiles, que incluyan tanto el control de la función reproductora como de los sentimientos, tanto el dominio de los gestos visibles como el de los entresijos más oscuros, forzando en lo posible a una trascripción de éstos por-la-palabra.
 En efecto, hay un elemento de base que recién empieza a despuntar: la conversión de la mujer en madre, la glorificación de su función materna. Se trata de un “eje natural” que transita, por decirlo de algún modo, hacia otro paradigma. Movido por el establecimiento de la natalidad, que transforma el acto privado del nacimiento en asunto de Estado, y por la emergencia de una nueva mirada hacia la infancia y la juventud, se diseña entonces un reconocimiento exhaustivo de la mujer. De modo que si por ahora se la sorprende según indicios públicos y entre alusiones a sus “faltas”, pronto se la atrapa por medio de reglas privadas y en recodo más pertinente: el propio hogar. Es en la propia casa donde la mujer -la histérica- será interpelada por el médico de la familia, nuevo emisario cuyo propósito no es otro que el de reacomodarla al rol de madre, modelando no sólo un conjunto de normas corporales sino también psicológicas; hábitos de habla y aprensiones que den salida al “fantasma que las horroriza”.
 Por supuesto, tan intenso como el registro médico, y a menudo indeslindable, es el dispositivo pedagógico que emerge desde finales del siglo XVIII. De uno y otro lado, se trata  de “dotar” a la mujer de un atributo que, si bien posee por naturaleza, debe “reasumir” como la más valiosa y esencial de sus funciones. Una función acaso única  en la que, a partes iguales, Rousseau y Baudelocque se intercalan para erigir sobre las ruinas de la “mujer artificial” (siempre madre a medias) a la nueva “madre natural” sobre la que descansará (“sublime reguladora”) tanto el orden familiar como el social (6).  
  En Cuba, donde la esclavitud se prolonga por casi todo el siglo XIX, estos recursos encontraron no pocos obstáculos dada la existencia de un espacio doméstico en el que la mujer burguesa convive, por lo general, con una pléyade de niñeras, muleques y “hermanos de leche”. Si bien la medicalización de la familia cubana de clase alta y media no es en modo alguno tardía, como tampoco su pedagogización, sin duda las relaciones de vasallaje demoraron (o por lo menos hicieron más complejo) el proceso hacia una familia nuclear, o sentimental, al margen de los imperativos de la esclavitud. 
  Aparecen entonces los primeros controles de natalidad y se forja un saber que engloba (cada vez con mayor nitidez) al complejo madre-hijo (7). Así, al tiempo que se establece la Academia de Parteras y se recogen las primeras estadísticas de neonatos (vivos, muertos, legítimos, ilegítimos, según razas, etc.) (9), se ven circular libros de higiene privada acomodados a las exigencias del hogar burgués. En 1828, por ejemplo, está en venta Observaciones sobre los males que se esperimentan en esta Isla de Cuba desde la infancia y consejos dados a las madres y al bello sexo, del médico francés radicado en La Habana Carlos Belot (10). Es preciso advertir que en estos libros la teoría es rebajada, mientras los consejos propiamente higiénicos -vertidos en estilo galante, cuando no popular- pasan a ocupar el primer plano. Se trata de decantadas “guías de madres”, género que vemos proliferar a partir de 1840 y en el que se sostiene con claridad, entre otras cuestiones, el propósito de que las madres lacten a sus hijos y se pueda desterrar así, del ámbito doméstico, a la odiada nodriza (11).
 A estas alturas, las presiones pedagógicas en torno a la maternidad cobran toda su fuerza. Más que denunciar las costumbres negativas de la mujer, ahora lo que cuenta es la glorificación de la madre. El énfasis en las virtudes maternas desplaza a las alusiones sobre faltas y el histerismo entra a su vez en un dominio propiamente clínico, como desvío esencialmente fisiológico. Corresponde pues recorrer, en el caso de Cuba, algunas particularidades de este proceso, remontándonos a sus comienzos.
  

                         
                          II

  En un manual de medicina que circulaba en La Habana a finales del XVIII se lee: “Asombra ver cómo los hijos de padres honestos y virtuosos muestran desde su más tierna infancia un fondo de bajeza y maldad. Es con sus nodrizas que adquieren sus vicios. Serían honestos si sus madres los hubieran amamantados” (12). Como expresa el sociólogo francés Jacques Donzelot en La policía de la familia, es contra esta figura, que involucra a la nobleza y a la naciente burguesía en un ciclo de dependencias fatales, que se vuelca el rencor y la suspicacia de la época (13). La nodriza encarna esa deriva que va “de la indolencia de las señoritas a la insolencia de las prostitutas” y que se localiza entre el orbe doméstico y los asilos de beneficencia, esto es, en ese intersticio cuya función es ligar, a través de criadas e intermediarios, la familia al Estado. Si por una parte la elite, entregada al lujo e incapaz de dedicarse a las labores de crianza, fomenta este ciclo vicioso al poner a sus hijos en manos de aquéllas, con lo que ello supone en términos de mortalidad; por otro lado éstas lo perpetúan, al pretender vivir por encima de sus posibilidades, sin dudar para ello en corromperse. 
 Producto no sólo de la pobreza sino también de esta convivencia espúrea, la prostitución aparece entonces como un fantasma que recorre todos estamentos de la sociedad. Recurrente en las páginas del Papel Periódico…, en Cuba esta deriva se carga de nociones raciales. En su “Carta sobre la educación de los hijos”, José Agustín Caballero lo deja claro cuando expone: “No tomará la ama un búcaro de agua aunque esté a dos pasos del tinajero, sino se los trae el esclavo; a su imitación el hijo se cría flojo y perezoso. Jamás oye al padre decir: este negro es hombre como yo, merece mi compasión. Al contrario, por una friolerilla lo trata de perro (…) A su exemplo el hijito, no solo aperrea al de casa, sino a los de afuera, y tal vez a otros blancos como él...” (14) Por todas partes crece la impresión de un mal que se propaga por convivencia e imitación, debilitando a los sujetos, o volviéndoles violentos e insolentes, al tiempo que se ofuscan las fronteras de clase y géneros: “Pasa un negro con una capa de grana, y tal vez con casaca y espadín” (…) “Igual atavío adorna a la señora de carácter, como a una negra y mulata que deberían distinguirse por ley, por respeto y por política, de aquellas a quienes ayer tributaban reverencias, y servían como esclavas” (15). Y claro que no sólo se sospecha del robo y del juego como modos de “hacerse con los trajes”, sino también de la “demasiado diáfana prostitución” que, según Caballero, abarca tanto a unas como a otras.
  En lo que lo que toca a las nodrizas, es sobre todo la intimidad del contacto (no sólo físico sino también cultural) lo que está en juego. No son pocos quienes creen que trasmiten por la leche (“intrínsecamente corrompida”) diversas enfermedades. Sin embargo, al contrario de lo que ocurre en España, donde a moras y judías se les llega a impedir que ejerzan el oficio, en Cuba no se toman mayores restricciones, salvo en el caso de las crianderas públicas. Se intenta, sí, fomentar el empleo de mestizas y/o libertas, pero el uso frecuente de esclavas alquiladas (o vendidas para dicho fin) traduce la existencia de una fuerte demanda. Como los hijos de la familias de bien permanecen la mayor parte del tiempo (y a veces hasta pasada la primera infancia) con sus nodrizas, se refuerza aun más el forzoso ligamen, llegando éstos a adquirir “modales nefastos” e incluso “rudimentos de una lengua extraña”. No obstante, los moralistas apenas señalan a los vínculos afectivos, y al hecho de que las nodrizas fuesen a menudo reconocidas como madres verdaderas, a cambio de las biológicas. La “ama de leche” negra marca de tal manera el imaginario de la burguesía que, en ocasiones, no habrá modo de deslindar entre el odio vuelto hacia ella y el recelo consecuente de muchos blancos para con su origen.  Al haber sido amamantado por mujeres de otras culturas, en las colonias el criollo es siempre sospechoso de contaminación; este mestizaje adquirido desde el nacimiento y que marca en definitiva una diferencia, no pasaría inadvertido al Otro, estando en la raíz tanto de la romantización de la esclava doméstica como del rechazo de fondo hacia esa figura. A mediados del siglo XIX Anselmo Suárez y Romero, dueño de esclavos y él mismo fruto de estas alianzas, se explayaba en estos términos: 
 “La leche santa de sus madres no es la que siempre alimenta a los hijos de Cuba; una nodriza abyecta nos da la suya porque muchas madres creen hallar su salud y belleza en el olvido del primero de sus deberes. Mientras duermen, pasean, buscan solaz en el teatro o en el baile, otro regazo nos calienta; las palabras de aquella nodriza ignorante y corrompida es lo que más escuchamos, sus acciones son las que más vemos (…) Ahí se nos inspiran ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas (...) ahí se corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores” (16). 
 Este discurso tendrá larga continuidad. En 1895 Juan Santos Fernández se va a referir a los "funestos hábitos y detestables conductas" que "las impúdicas niñeras" (por supuesto, negras) inculcan a las niñas cubanas, como causa ya no sólo de precocidad sexual sino también de locura. Y es tal el impacto de este “error del origen” que todavía en 1943 un psiquiatra cubano escribe: “La negra que lacta, mece, palma las nalguitas y luego inicia sexualmente al adolescente blanco, terminó por sexualizar y hacer concupiscente al cubano” (17).
 Corrupción de la lengua, perversión, locura y criminalidad; en fin, "impurezas" que no sólo no cuadran en la emergente pedagogía sino tampoco en el concepto de nación que se viene forjando desde aquellos años y que haría del miedo a las mezclas su principal resorte.

                       III                    


 Pero volvamos a Zequeira. Como antes apuntamos, a la histérica su condición de clase le viene asegurada por herencia, como patrimonio de nobleza. Se trata de un bien fundario al que aspiran burguesas y hasta criadas, y que es lo opuesto del modelo de ahorro que ahora se intenta imponer. Será preciso, por tanto, controlar estos flujos -de lujo, ocio, vanidad, etc.- y sus diferentes derivas sociales, a fin de destinarlos a la conservación de los hijos, de manos propias; (18) pero como esta pelea entre imágenes y funciones del cuerpo no se resuelve de momento, como no la asisten suficientes resultados, aumenta la demanda de escucha: el habla a modo de síntomas. Este secreteo deviene, sin duda, un sello de clase a defender a toda costa de intromisos para que, ganada luego la confianza del médico, depositario del secreto, se garantice a sus anchas el orden interior. Mientras tanto, el espacio público es rediseñado, contando en adelante con gimnasios, departamentos de hidroterapia y hasta clínicas privadas (exclusivas para señoritas) que alternan con tiendas de lujo y otros sitios de dispendio.
  Si repasáramos un tanto las referencias a la mujer criolla blanca, posteriores a 1850, advertiríamos sin duda un cambio en la mirada que se tiene de ella, ahora ensalzada por sus dotes de madre, para no hablar ya de aquellas descripciones finiseculares que tanto insisten en su escasa presencia en la vía pública (y en cambio en la abundante de negras y mulatas), como si por fin se la hubiese recogido o, mejor dicho, rechazado hacia el interior doméstico. En 1856 un viajero las describe así: “Las mujeres cubanas son altamente virtuosas, aman a sus maridos y sacrifican a ellos los afectos que han tenido antes del matrimonio; prefieren amamantar sus niños ellas mismas y solo emplean nodrizas cuando no están aptas para cumplir con ese deber maternal” (19). Dicho de este modo, su conversión parecería establecida, como también desatado el nudo de la nodriza; pero se trata, claro está, de una imagen en construcción, en gran medida abultada.


 En realidad, el uso de niñeras y nodrizas y la ostentación de éstas como signo de posición social, se extendió más allá del fin de la esclavitud. Si bien deja de verse entre la multitud aquellas negras descalzas “vestidas de mesulina” y con niños “tan blancos como el cisne” en los brazos, que tanto impresionaran a la Condesa de Merlín, el forzoso ligamen se mantendrá todavía por un tiempo. Ciertos paseos, cafés y hasta estudios de fotografía, seguirán siendo espacios señalados donde mostrar los dones de esta alianza e indudablemente sus ritos e intrincados afectos.    
  Por otra parte, no deja de ser interesante que en todos los manuales de enfermedades de esclavos de la primera mitad del siglo XIX se excluya a la histeria (20). Si bien ello obedece, obviamente, al hecho de no ser la esclava un sujeto civil, también está en juego el que encarne (como la mujer campesina) ese "recurso a la naturaleza” con el que se pretende reforzar cierta norma natural que la joven de bien debe hacer suya. En Cecilia Valdés, por ejemplo, Isabel Ilincheta encarna esta norma no tanto como un producto espontáneo del campo, como sí en virtud de ese aprendizaje moral que la vida en la hacienda implica, incluso al precio de cierta masculinización, expuesta irónicamente por Villaverde al describir los rasgos del personaje. No obstante, será otra la versión de estos libros cuando, después de 1860, se empiece a hablar de enfermedades por acriollamiento. El médico francés Henri Dumont narra el caso de una “negrita histérica”, esclava doméstica, que habría “incorporado” las costumbres de sus amos y cuya dolencia se explica porque “no le baja el menstruo”. La solución consiste en mandarla al ingenio a realizar labores más duras; esto es, en apartarla de la “civilización” (21). Pero se trata también, claro está, del castigo que se tiene de antiguo contra aquellas que cruzan la línea o burlan el secreto, y ello lo vemos representado en la nodriza Maria de Regla, “madre de leche” de Cecilia y de Adela -la bastarda y la señorita- y uno de los personajes más logrados de la citada novela.
 Ahora bien, ¿cabe “la mulata de rumbo” en esta categoría de la histeria? No; pues la exclusión es aquí tanto más pertinente. O sí; pero ya a finales de siglo y según lógica distinta a la de la medicina de familia y la pedagogía romántica: la lógica del peligro público y la pasión criminal, gestionada en principio por los fisiócratas (reformadores de asilos) y más tarde por los médicos alienistas. No por gusto el estereotipo que la informa insiste en señalar su esencial grosería, su falta de refinamiento y sus tendencias al delito y la locura. Es cierto que a la mulata no le falta escucha social, pero ésta se ve constreñida; se trata de una escucha traicionada. En cambio, de ella hablan todos; su vida, pasión y muerte es un “secreto a voces” del que apenas participa. (Ya en la República, la cabellera de una “mulata enajenada” va a presidir una de las colecciones del Museo de Medicina Legal. Científicamente reducida, esta “medusa” remite, sin duda, a la mujer mestiza que se da candela y no menos a la “masa criminal”, descrita también como femenina, impulsiva y destructora) (22).
  Por último, habría que señalar que a un bastonero como lo fue Manuel de Zequeira y Arango, encargado de organizar los bailes y desfiles públicos de su época, no podía escapársele la necesidad de una “economía de los desplazamientos”. Aunque había otra razón “de peso”: el poeta había sido atropellado por una volanta, sin derecho a póliza. En fin, al bastonero de Don Luis de las Casas, del Conde de Santa Clara y del Marqués de Someruelos -llamado a organizar el gran desfile de 1803 en homenaje a Carlos III- (23) le resulta vital que el flujo citadino se traslade desde la antigua Alameda (alrededor del hospital donde se encontrarán finalmente Cecilia y su madre loca) al moderno paseo del Prado. Esta senda extramuros, más espaciosa y salubre y, sobre todo, ordenada, es la que la ciudad se merece.

                      Notas
 
1) Manuel de Zequeira y Arango: “Paseo de la Alameda”, El criticón de la Havana, no 4, 6 de noviembre de 1804; reproducido en Emilio Roig de Leuchsenring: La literatura costumbrista cubana de los siglos XVIII y XIX. Los escritores, Oficina del Historiador de la Ciudad, La Habana, 1962, pp. 71-73. Ver cita en “Carta dirigida a los jóvenes de nuestros días”, La literatura en el Papel Periódico de la Havana, 1790-1805, Editorial Letras Cubanas, 1990, p. 139.
2) Esto puede apreciarse en el lamento de José Agustín Caballero por la falta de hospicios para mendigos en La Habana: “Dolor es que me traspasa el alma, ver una ciudad como la nuestra, adornada con una excelente y abrigada bahía, hermoseada con unos fértiles campos, de unas tierras feraces que no necesitan de abono para dar todo el año copiosas cosechas de azúcar, tabaco, maíz, arroz (…) Y qué con todo no tengamos un monumento que nos acredite. Todo, todo se lo debemos a la Naturaleza, nada al Arte” (“Carta sobre el establecimiento de un Hospicio en esta Ciudad”, La literatura en el Papel Periódico de la Havana, 1790-1805, Editorial Letras Cubanas, 1990, pp. 51-53). Para una mirada medrosa de los riesgos del comercio en Cuba, ver: “Historia Alegórica”, s/a, ibídem, pp. 159-61; y para profundizar en el discurso de género, desde una perspectiva literaria, consultar el ensayo de Mirta Suquet Martínez “La Hamaca o el Tajo: “Variantes para una narrativa de la identidad nacional”, Convergencia: Revista de Ciencias Sociales, año 1, no 32, mayo-agosto, 2003. 
3) "Paseo de la Alameda" (ob.cit.,p. 71).
4) Manuel de Zequeira y Arango: “Hospitales”, Papel Periódico de la Havana, 20 de septiembre de 1800.
5) Si a comienzos del siglo XIX el estatus médico de la histeria es más bien precario, el social resulta en cambio bastante amplio. En este sentido, no es como tal el rango clínico de la enfermedad lo que cuenta, sino el lugar que la dolencia ocupa en una naciente economía de los cuerpos. Ver Michel Foucault: El poder psiquiátrico, Akal Ediciones, S. A., Madrid, 2005, pp. 301-304.  
6) “Sublimes reguladoras del orden moral”, así se le define en un artículo titulado “La madre de familia” (Seminario de Cuba, Tomo I, 1855, p. 58), citado por Lucía Provencio Garrigós en su excelente estudio “La trampa discursiva del elogio a la maternidad cubana del siglo XIX, Americanía, No 1, enero de 2011, pp. 42-73.
7) El complejo madre-hijo se presenta como un saber cada vez más acoplado desde finales del siglo XVIII. En lo que respecta a la infancia, y limitándonos a la producción médico-moral en Cuba, podrían citarse los siguientes textos: “Discurso sobre la infancia”,  Papel Periódico de la Havana, no 73, 16 de septiembre de 1802, pp. 293-294; “Reglas que deben observar las nodrizas para la mejor crianza de la infancia”, Papel Periódico de la Havana, no 47, 13 de junio de 1802, pp. 185-186; “Del mal venéreo en los niños”, Papel Periódico de la Havana, no 82, 11 octubre de 1804, p. 325; Alberto Parreño: Instrucciones morales y sociales para el uso de los niños, escritas de orden de la Sección de Educación de la Sociedad Patriótica de La Habana, Oficina del Gobierno y Capitanía General, La Habana, 1824; Manuel Valdés Miranda: Apuntes sobre lactancia artificial con relación a las haciendas de la isla de Cuba, La Habana, 1842; Manuel Valdés Miranda: “Sucinta investigación sobre los medios de reconocer la calidad de la leche así de las nodrizas, como de las vacas”, Repertorio Médico Habanero, 1842, vol. 2, no 4, pp. 33-34; C. Lanuza: “Medicina de los niños al alcance de las madres”, Repertorio Médico Habanero, 1842, vol. 2, no 4 y 5, pp. 39-41 y 61-62, vol. 3 (1843), no 12, 1 y 2, pp. 295-301, 305-310 y 317-319; y Juan José Hevia: Tratado de las enfermedades de los niños y modo de curarlas, La Habana, 1845, Imprenta de Gobierno y Capitanía General, entre otros… En el campo de la obstetricia y de la higiene femenina, además de libro de Belot circula en la isla la obra en tres volúmenes de Madame Lachapelle, Pratique des accouchements… (1825), que se convierte en el clásico de la disciplina, como lo había sido antes L´art des accouchements, de Baudelocque, que alcanzó más de cuatro ediciones. En cuanto a la práctica propiamente insular, Francisco Alonso y Fernández imparte un primer curso de obstetricia: Exámenes públicos de obstetricia o arte de partear que han de celebrarse en el Real Museo de Anatomía Descriptiva perteneciente al Hospital Militar de San Ambrosio, Imprenta de P. Nolasco, La Habana, 1825; y otro para estudiantes de medicina: Discurso inaugural que para la apertura del curso de obstetricia o arte de partear pronunció en el Museo Anatómico de La Habana el 20 de septiembre de 1830 don Francisco Alonso y Fernández, Imprenta Fraternal, La Habana, 1830.
8) La Academia de Parteras se inauguró el 7 de junio de 1828 en el Hospital de Paula, como dependencia de la Sociedad Patriótica. Al frente de ella estuvo Domingo Rosaín, autor de Examen y cartilla de parteras (1824), así como del Reglamento… de la misma (1827). Ver Raymundo de Castro y Bachiller: “Apuntes para la historia de la obstetricia en Cuba”, Centenario del Nacimiento del Dr. Jorge Le Roy y Cassá, Cuadernos de Historia de la Salud Pública, La Habana, 1968, pp. 31-59.
9) Ver Ramón de la Sagra: Historia económico-política y estadística de la isla de Cuba, La Habana, 1831.
10) Carlos Belot: Observaciones sobre los males que se esperimentan en esta Isla de Cuba desde la infancia y Consejos dados a las madres y al bello sexo, Casa Lazuza Mendía, New York, 1828 (2 volúmenes). En esta obra en dos tomos se traza un recorrido que va desde el útero (sede de la histeria) hacia el cuerpo en totalidad como máquina sometida al influjo de las pasiones. Según Belot el “istérico de la mujer” se debe a la suspensión del menstruo, como también al deseo insatisfecho de casarse. Se trata, en ambos casos, de eventos que obstruyen la circulación y evacuación de los fluidos. Belot señala igualmente como causa de la histeria la lectura de “novelas lúbricas” y las “pláticas provocativas con el otro sexo”. Como terapéutica, indica la práctica de ejercicios físicos, la vida de campo, “la presencia vigilante del padre y de amigas prudentes y respetadas”, y, en fin, cuanto aparte a las jóvenes del “fuego que alimenta las pasiones”. Dedica largos párrafos a los inconvenientes de no lactar a los hijos, entregándoles a nodrizas africanas. Seguidor de J. J. Rousseau, supone siempre lo favorable del clima y de la simplicidad de los hábitos de crianza en Cuba, lo que contrapone a las pesadas costumbres europeas. De ahí su optimismo de frente a la corrección de la mujer criolla, a la que no considera tan indolente como otros autores del patio. 
11) En este sentido cabe citar: Cartas sobre la educación del bello sexo, corregidas y aumentadas de su original, publicadas en Londres, Imprenta del Gobierno y Capitanía General, La Habana, 1829; José Domingo Bousquet: Guía para las madres, 1835; Sabino Losada: “Higiene de las mujeres nerviosas” (1852), serie de artículos publicados en Repertorio Económico de Medicina, Farmacia y Ciencias Naturales; y Manuel Costales: Educación de la mujer, La Habana, 1860; entre otros. 
12) William Buchan: Medicina Doméstica. Tratado completo de precaver y curar las enfermedades con el régimen de medicina simple, Imprenta Real, Madrid, 1785, p. 33.
13) Jacques Donzelot: La policía de la familia (1980), Pre-textos editorial, Barcelona, 1980.
14) José Agustín Caballero: “Carta sobre la educación de los hijos”, La literatura en el Papel Periódico de la Havana, 1790-1805, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1990, pp. 63-66.
15) ibídem.
16) Anselmo Suárez y Romero: “Vigilancia de las madres” (1848), Colección de artículos, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963, p. 30. La sofocante ambivalencia que suscita en el criollo la nodriza se puede apreciar de manera clara en algunos textos poéticos de la época. Por ejemplo, en “La despedida de la nodriza africana” (El artista, 1848, La Habana, no. 12,  p. 174), José M. Rodríguez invenciona la voz de una criandera cuando se despide del niño de bien y a la que el destino (no la esclavitud) trajo a “climas lejanos/a ser tu madre de amor”. Félix Tanco, en cambio, la emprende contra Filis, “señora de cien negras” que comete el doble sacrilegio del comercio de esclavas y del uso de éstas para amamantar al “niño-amo” al tiempo que se le roba la vida al “niño-esclavo”. Sin embargo, el subtexto del poema no es sino una crítica a las costumbres de la sacarocracia, que no a la esclavitud, y un manipulado lamento que no logra ocultar el desprecio hacia la mujer africana. (Centón epistolario de Domingo Delmonte, t.VII, pp. 82-83).  
17) Ver Anales de la Real Academia de Ciencias Médicas Físicas y Naturales de La Habana, tomo XXXII, 1895, p. 493; la segunda cita es de José J. Llinás Carvajal (Psicopatología del Cubano, 1954), que cita a su vez al estudioso Elías Entralgo.
18) Donzelot, p. 25
19) Citado por Gustavo Eguren: La Fidelísima Habana, p. 310.
20) Ver M. Dazille. Observations sur les maladies des negres, leurs causes, leurs traitements et les moyens de les prevenir, Didot, Paris, 1776 (hay una edición aumentada de 1788-92); Francisco Barrera y Domingo: Reflexiones histórico físico naturales médico quirúrgicas. Prácticos y especulativos entretenimientos acerca de la vida, usos, costumbres, alimentos, bestidos, color y enfermedades a que propenden los negros esclavos… (1798), La Habana, 1953; y Honorato Bernard de Chateausalins: El Vademecum de los Hacendados Cubanos o Guía práctica para curar la mayor parte de las enfermedades. Obra adecuada a la zona tórrida y muy útil para aliviar los males de los esclavos (hay ediciones de  1831, 1848 y 1859). Según este último autor, la “histeria es poco común en la gente de campo y en los negros, pero frecuente entre civilizados, sobre todo ricos y ociosos”. De la hipocondría dice: “es en el hombre lo que la histeria es en la mujer” (p. 81, ed. 1845). Ya Barrera y Domingo había dedicado un capítulo a la hipocondría de los blancos, curiosamente incluido en su libro sobre las enfermedades de los esclavos africanos, destacando la melancolía como padecimiento de estos últimos. Ver también Ramón Piña y Peñuela: Topografía médica de la Isla de Cuba (1855), donde el histerismo se vincula a los efectos del clima, el sedentarismo y a una educación enervante, excluyéndosele como dolencia de los negros y de las clases bajas en general.   
21) Henri Dumont: Ensayo de una historia médico-quirúrgica de la Isla de Puerto Rico, Imprenta La Antilla, La Habana, 1875, p 61.
22) Israel Castellanos, Juan Blanco Herrera y Esteban Valdés Castillo: “El museo de la Cátedra de Medicina Legal”, Revista Bimestre Cubana, 1930, pp. 267-80. Del mismo modo, la foto de una “negra demente” de enorme cabellera medusaria, que circuló en varias revistas norteamericanas como ejemplo de la barbarie colonial, preside los actos fundacionales de la psiquiatría cubana. La supuesta enferma fue liberada por una Comisión Conjunta, en 1899, del cepo en que permaneciera por largos años en una sala de observación de enajenados del interior del país. 
23) Ver Manuel de Zequeira y Arango: Descripción exacta de la general alegría y majestuoso modo con que se descubrió al público la excelente estatua del Sr. Don Carlos III en la plazuela del Paseo extramuros de la Habana, Imprenta de la Capitanía General 

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