sábado, 5 de mayo de 2012

Vigilancia de las madres




 
 Anselmo Suárez y Romero


 Cuando oímos que en muchos establecimientos de enseñanza se olvida el corazón de las niñas, nos vemos en la necesidad de tomar la pluma para decir con franqueza que si, asunto tan importante se desatiende en ellos, casi todo es debido a la reprensible apatía de las madres. Sin tomar generalmente informes de ninguna clase, y consultando sólo la proximidad de la escuela, encargan la educación de sus hijas a preceptoras, de cuyas manos ignoran cómo han salido las demás niñas que tuvieron a su cuidado; para hacer otra confianza cualquiera habrían tenido circunspección, pero al entregar quizás el porvenir entero de una hija a mujeres absolutamente extrañas, toda cautela les parece superfina. Al fin, esas mujeres tienen un título que las faculta para dirigir los afectos de las niñas; al fin, una corporación respetable ha procurado no expedirlo sino después de averiguar las costumbres de la que aspira a ejercer el delicado oficio de la enseñanza; al fin, otras madres de severos principios y conducta intachable han puesto en el establecimiento a sus hijas. Tales son las reflexiones que por lo común se hacen en circunstancias semejantes. A poca distancia hay otra escuela, donde las niñas aprenden a ser virtuosas antes que se trate de ensanchar su entendimiento y de enseñarles cosas puramente de adorno; allí se les inculca el destino para que fue creada la mujer; allí se guían por el recto camino las inclinaciones que comenzaban a torcerse; allí el débil impulso de sentimientos elevados se procura desembarazar de todo estorbo para que el manantial oculto tras de la piedra derrame luego por la llanura sus aguas frescas y murmurantes. Pero sin mirar para mañana, pequeños inconvenientes deciden a las madres por la casa de educación más inmediata; llega la hora de los crueles desengaños, los defectos que llevaba la niña han crecido espantosamente, y, si cuando fue a la escuela trascendía el aroma de la castidad, quién sabe ¡oh Dios! si se habrán depravado sus sentimientos. Entonces la madre, llena de indignación y de dolor, clama contra los establecimientos de enseñanza; confundiendo a todas las preceptoras, ninguna estima ya bastante buena para recibir el sagrado depósito de una hija; iguales son para ella la perseverancia, la dulzura, los esfuerzos de algunas, tal vez las de menos pompa y nombradía, que en el retiro de una casa de educación la braffla dicha de familias futuras, a la ligereza de la que, sorprendiendo un título, adoptó el magisterio únicamente por granjearse bienestar. Seamos justos ante la que todo: gran parte del mal se halla en la falta de vigilancia de las madres.
Mas este abandono se deriva principalmente de nuestra constitución social. Avezados a mandar desde que nacemos, todo lo queremos encontrar hecho sin poner nada de nuestra parte; así adquirimos ese hábito deplorable de achacar con frecuencia a otros lo que es hijo de nuestra propia desidia; celar a los que se encargan de nuestros hijos, de lo más caro que poseemos sobre la tierra, lo juzgamos excusado; si es otro día advertimos que no han correspondido a nuestros deseos y esperanzas, levantamos la voz irritada y altiva porque, habiendo desembolsado gruesas cantidades, no se nos ha servido bien. Esta influencia deletérea es continua y mayor respecto de la mujer. En contacto más estrecho con el origen de tamaño desastre, no hay que extrañar por cierto si al confiar sus hijas a una casa de educación, se conducen con negligencia para acusar después exclusivamente a las preceptoras por los efectos que ellas mismas contribuyeron a producir. Antes de eso ya eran descuidadas con sus hijos; lo eran sin embargo a pesar del tierno amor que les profesan,  por un motivo prepotente, cuyos tristes resultados tanto más demandan que se les combata cuanto más invisibles corroen los instintos generosos. La leche santa de sus madres no es la que siempre alimenta a los hijos de Cuba; una nodriza abyecta nos da la suya, porque muchas madres creen hallar su salud y belleza en el olvido del primero de sus deberes. Mientras duermen, pasean, buscan solaz en el teatro o en el baile, otro regazo nos calienta; la palabra de aquella nodriza ignorante y corrompida es la que más escuchamos, sus acciones son las que más vemos en esa edad cándida de la infancia, que, como el cristal refleja súbito y cabal cuanto se le acerca, así reproduce lo que se le presentó por modelo. Muy lejos de nosotros la idea de vilipendiar a las madres de Cuba; ellas no saben lo que hacen cuando al apartarnos de su seno dejan a merced de la última clase de la sociedad que alumbre triste la aurora de nuestra inteligencia y afectos, habiendo podido sonreír entre nacarados matices. Ahí se nos inspiran ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas, que afirmándose y creciendo después, convierten en inútil o vituperable nuestra vida; ahí se corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores.
Si mal tan grave se va disminuyendo, no tanto a impulsos de la civilización, como por otras causas de todos conocidas, existe sin embargo todavía, y aunque fuesen contados los ejemplares, siempre habríamos hecho bien en clamar públicamente contra aquella preocupación funesta. Resultado preciso: en el pecho de la niña se anidarán, leves aun como las nubecillas que esconden los luceros del firmamento, afectos impuros, pero que, si una mano entendida y pronta no contiene, o si no se aniquilan con la fuerza maravillosa de los instintos nobles, mancillarán con el tiempo su existencia. La incauta niña, mariposa de doradas alas, perdió por desgracia, al romper la crisálida, el esmalte de sus colores; la gota de rocío se enturbió; la flor bella del campo no despide tan lejos su perfume exquisito. Mas a pesar de que arrullada la hija le Cuba en brazos indignos, nos exponemos a pervertir su inteligencia y su corazón, todo podría remediarse, como las madres fuesen en lo sucesivo más vigilantes. De la nodriza, sin afectos y sin alma, sale aquella para un establecimiento de educación, rara vez escogido con diligencia, y sobre el cual no fijan nunca las madres, de continuo, su mirada perspicaz. En la imprescindible necesidad en que la mayor parte se hallan de entregar a otras personas la educación de sus hijas, ya por ineptitud, ya por carecer de recursos pecuniarios con que sufragar una enseñanza en privado, ya por dolencias u otras causas, suele caer la preciosa joya en manos nada a propósito para devolver luego a la sociedad, sin mancha, las niñas puestas a su cuidado por una equivocada confianza. Sí, es menester decirlo también: no son todas las escuelas para el bello sexo casas intachables de donde jamás salga degradado el pecho que entró puro, ni donde se procure y alcance siempre modificar o contenerlas torcidas pasioncillas que bosquejan futuros escándalos. Cuando por fortuna la hija ha sido confiada a un establecimiento en que la virtud sea el norte de todos los esfuerzos, en lugar de lamentarnos, sólo tendremos motivos para aplaudir; personas extrañas, sin el cariño a menudo obcecado de las madres, sabrán por medio de oportunas advertencias acrisolar afectos que tal vez se habrían maleado. Pero prontos a confesar que no faltan estos establecimientos, se nos concederá que no todos merecen la misma alabanza; quizás las directoras son capaces de llenar su elevado encargo, mas no sucede lo mismo con algunos auxiliares; y de las primeras las habrá ilustradas y virtuosas, que al leer este artículo nos agradezcan el haber denunciado un mal que destruye a cada paso sus trabajos, ora porque se confunde la conducta de ellas con la errada de otras, ora porque a ocasiones esfuerzos de años enteros se obscurecen apenas tuvieron la desgracia de admitir imprudentes ó viciados auxiliares en el establecimiento.
No hay que temer tanto sin embargo de las preceptoras como de los maestros. Es preciso que la mujer se haya separado por extremo de la línea de sus deberes para que no conserve cierta delicadeza involuntaria que la mueve á aconsejar bien a las niñas; acaso lo haga también porque, como directora, su interés está enlazado con su comportamiento, y porque, como auxiliar, viviendo generalmente en el colegio, casi forma causa común con la primera. Puede asegurarse que jamás una maestra ha pervertido de intento los afectos de sus alumnas; la palabra pronunciada, el ademan o la acción ejecutados en presencia de éstas, bastarán sin duda, como no sean decorosos, para derramar el veneno; pero no es esto lo mismo que trabajar adrede por inspirar sentimientos vergonzosos; el mal es perenne entonces, y difícil será que la madre más solícita y advertida llegue a extirpar completamente el germen de corrupción que supo sembrar el auxiliar desmoralizado. Y recelamos ser desmentidos al afirmar que la influencia maligna ejercida por algunos de estos, no siempre dimana de descuido; las bajas maneras, las torpes palabras, los consejos mal intencionados, las excitaciones repugnantes, degradan el corazón de las niñas, y, como se nos pidan pruebas, no citaremos casos, pero invocamos á las mismas directoras de los establecimientos, que más de una vez, ya a petición de los padres, ya movidas por sí solas, hayan tenido que despedir auxiliares cuyos excesos no podían tolerar.
Hay cosas que conviene no aclararlas mucho; basta apuntarlas para que se adivine lo restante, y se desee adoptar el remedio. Pero ¿de dónde ha de venir éste? ¿Todo de la corporación encargada de velar sobre las casas de enseñanza, o será indispensable que sus trabajos los acaben otras personas más en disposición de penetrar y corregir ciertos abusos? Creemos que es necesario despertar a las madres de la indolencia en que yacen sumergidas, hacerles entender que aquella corporación no puede estar al cabo ni enmendar todas las faltas, advertirles que sólo ellas son capaces de registrar, sin caer en errores, los sentimientos de sus hijas. Madres excelentes conocemos, que entregan a la directora de un establecimiento sus niñas, y se contentan luego con informarse, de vez en cuando, de los adelantamientos intelectuales que han hecho. Son poquísimas las que, sin olvidar un instante la casa de educación, la visitan a menudo, escudriñan su orden interior y material, asisten a las clases, examinan el comportamiento de los auxiliares, se informan de sus costumbres, tienen largas conferencias con las preceptoras, y se ponen de este modo en camino de discernir lo bueno o lo malo que deben aguardar. Andando el tiempo suele descubrirse el mal, y se muda la niña á otro establecimiento; pero si vuelve a observarse la misma reprensible apatía ¿cómo lisonjearse de que esa medida corregirá el descuido anterior? ¿cómo pensar que así se desempeñan los deberes de una madre? ¿cómo se aplaude a la pobre niña que baila y canta bien, que señala en un mapa todos los lugares con exactitud, que puede resolver un problema de aritmética, que traduce medianamente idiomas extraños, cuando no sabrá, madre o esposa, cumplir las arduas obligaciones de la familia?
 Algunas madres, se nos dirá, son incapaces de vigilar las escuelas. Para llenar este vacío opinamos que no bastan los inspectores encargados de celarlos establecimientos de niñas. Ocupados en tareas de una importancia acomodada a su saber, la inspección que ejercen no puede ser tan constante como lo reclama el asunto vital de la enseñanza; y todos saben también que motivos de delicadeza, infundados en tal caso, les coartan frecuentemente la libertad para señalar todos los abusos. Créense inspectoras, y habrán cesado todos esos inconvenientes. Practicando ya los deberes de su sexo, entienden mejor que nosotros cómo se le ha de conducir en la infancia; y si a esta reflexión se une la no menos fuerte de que hay cosas en las escuelas de niñas que no averiguan los inspectores y que son ciertamente del círculo de la mujer, se convendrá en que así se alejarían males tanto más deplorables cuanto más ocultos. Ni concebimos por qué, cuando se encuentran mujeres dignas del magisterio, se excluye de aquella honra y trabajo a otras cuyos conocimientos y virtudes fuesen notorios. Con más tiempo de que disponer, con otra paciencia, con la prolijidad en los pormenores propia del bello sexo, con su maravillosa penetración para discernir lo que envilece o purifica los sentimientos de las niñas, pocos abusos dejarían de advertirse entonces, y las preceptoras, constantemente observadas, escucharían con docilidad las indicaciones hechas por personas en quienes suponen la aptitud que nos niegan sobre varios particulares concernientes a la mujer.
 Vuelve la niña al hogar doméstico en cuanto comienza a hervir en su pecho aquel sentimiento grande, que como los albores de la mañana anuncian la salida del sol, abre ya el destino para que fue formada la mujer. Aun se mezclan en su alma las angélicas ilusiones de la infancia con los vagos y dulces devaneos de la mujer; algunas risas son seguidas de anhelantes suspiros; ya el corazón, como si fuese una lámina sutil de oro, suena al menor soplo; la luna melancólica, la estrella que rutila, el pajarillo que canta, el arroyuelo que murmura, todo hace temblar a la desapercibida joven. Tiembla ¡ay! porque la tempestad se acerca, porque las pasiones van a enseñorearse de su frágil seno, porque la nao, henchidas las velas por el aura suave de la tarde, surca las procelosas aguas del océano, donde una ráfaga podrá sumergirla en los abismos. ¿Y cuál será su porvenir? Ella amará un día, unirá su suerte a la de un hombre desconocido hasta entonces, y la patria contará con sus hijos; pero si nosotros, generación responsable de los días venideros de esa patria sacrosanta, fuimos descuidados al educar la mujer, nada tendrá que agradecernos la tierra donde nacimos. ¿Queréis una regeneración absoluta de costumbres, queréis que haya en Cuba otros corazones y otras almas, queréis un pueblo firme en sus creencias y deberes, queréis que salten por do quiera chispas de inteligencia y de amor, queréis fundar nuestra dicha sobre bases de diamante y no sobre el deleznable cimiento de los delirios, queréis esfuerzos simultáneos y perennes hacia el bien? Responded vosotros que tanto blasonáis de amor a la patria; pues comenzad por la niña, la amante, la esposa, la madre; por nuestra eterna y consoladora compañera; por esa lámpara que alumbra silenciosa los muros del hogar doméstico; por esa caña que susurra con el céfiro y gime con el huracán, pero que nunca se parte; por esa criatura seráfica que todo lo domina con su amor casto y profundo. Si no, ya recogeréis el amargo fruto de vuestro abandono; infantes todavía, recibiendo una crianza peligrosa, aprenderemos lo peor; adolescentes, ellas no podrán calmar con voz dulce y simpática para las humanas miserias nuestros ciegos impulsos; compañeros suyos, inútiles serán para suavizar nuestras costumbres los mágicos encantos que derramó Dios sobre ellas, pero cuyo influjo poderoso detenemos nosotros mismos. Depuremos, depuremos el corazón de nuestras bellas compatriotas; que al lado de su hermosura tropical, que tras sus ojos negros y ardientes, del dorado color de sus mejillas, de sus lánguidos ademanes, veamos arder, brillante siempre, la llama de la virtud; si esa aurora circuye sus frentes, esperemos. Y vosotras, madres, que todo lo podéis porque amáis, escuchadnos con benevolencia; no desviéis nunca los ojos de vuestras hijas; la niña que mecéis en los brazos, podrá hacer mucho también algún día por la prosperidad de Cuba; entended que los hombres no son los que únicamente hacen el bien de los pueblos.
                       
             
                    1846    
                                               
               

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