miércoles, 20 de junio de 2012

Ante la superficie





  Virginia Felicia Auber


 ¡Qué cambio tan grande en tan corto tiempo! Ha dos años que los paseos de Carnaval condujeron a la hoy llamada calzada de San Luis Gonzaga, inmenso gentío; qué brillantes carrozas llenas de damas vestidas fantástica y pintorescamente rodaban en dicho punto por medio de filas interminables de mirones; que los balcones, ventanas y azoteas de los edificios situados a entrambos lados de la carrera rebosaban en personas dominadas por deseo natural y legítimo de solazarse un rato. El viejo Momo parecía en vísperas de trasladar bajo un cielo más hermoso y radiante que el de Milán y Venecia, las mascaradas fastuosas que han hecho célebre el Carnaval italiano. La opulencia de la Habana se manifestaba en el lujo de los trajes, en la pompa de los coches, en la magnificencia de los caballos, y hasta en el vestuario decente de la gente que se agolpaba en rededor. Un pueblo desgraciado no hubiera podido reír con la alegría que entonces lanzaba al aire gratos sones. Era, pues, un cuadro de general bienestar el que se ofrecía a la mirada observadora, alumbrada por el astro precioso de armonía y de paz.
 Pero la locura, en lugar de seguir a Momo, que mandaba olvidar en lo posible las penas inevitables de la existencia, invadió las almas cuya obcecación ha osado introducir en el suelo patrio aventureros ávidos, mercenarios exterminadores, y la escena de esparcimiento ha cesado, y el himno placentero ha concluido, y lejos de pensar en diversiones ha pensado la lealtad española en defender, con la honra nacional, el fruto de tareas honradas. Creo acertar presagiando que el Carnaval de 1870 no ostentará aquí la animación que ostentó el del año 68. Sin embargo, como quizá las noticias de triunfos leales y las esperanzas de próxima pacificación induzcan a la jovialidad a rendirle culto, participo a las señoras dispuestas a lucir atavíos elegantes en los festejos del travieso numen, que la acreditada peinadora Doña Ángela Barceló ha regresado de su excursión a Europa, trayendo nuevas ideas y nuevos utensilios para comunicar al tocado gracia y seducción. ¿Queréis llevar, lectoras, a tertulias, bailes o visitas un peinado capaz de conquistar al solterón más rebelde? Acudid a la Sra. Barceló, que riza deliciosamente el cabello y que ha fijado su residencia en casa de la popular modista de la calzada de Galiano, Doña Antonia de Tondo.
 No filosofaré respecto a los disfraces sociales. Se han zaherido tantas veces que tornando a zaherirlos me expondría a incurrir en repeticiones. Ya sabemos que cada cual pasea bajo el sol su careta de carne y hueso. Ya sabemos también que ese antifaz rivaliza en opacidad con el artificial o postizo. Mas ¿sabemos caso (salvo circunstancias excepcionales) si convendría destruirle completamente a fin de leer siempre en el rostro el corazón? Desde que los insurrectos han tirado el suyo ha perdido la enemistad, el freno que en parte la sofocaba. Desde que Rousseau pretendió sondear el alma rasgando el velo, lo asaltó triste misantropía. Desde que aprendemos a conocer el mundo tememos que desapareciendo la ilusión aparezca la realidad.
 Hay caretas tan agradables! La que oculta la indiferencia simulando amistad y afecto encanta como no puede encantar la verdad desengañadora. Hay caretas tan bonitas! La que esconde tibieza o inconstancia fingiendo amor y fidelidad deleita como no deleitará nunca la sinceridad mortificante. Hay caretas tan necesarias! La que encubre las humillaciones y disgustos que la dignidad manda callar al hombre, posee el decoro de que carecen la ligereza e indiscreción.
 Por puro que se conserve nuestro ser moral recurre a la reserva para defenderse y no ofender. Tras la máscara de sociedad que coloca en los labios sonrisa serena y afable, se guardan las asperezas repulsivas y las pesadumbres humillantes. Al clamar contra la careta gritamos igualmente contra quien arrojando la de cortesía se jacta de franqueza brutal. Arranquemos la de hipocresía y traición que disimula con móviles perversos. Aprobemos la de finura y delicadeza que evita la vulgaridad, mantiene el comedimiento y no permite asomar a la cara las pasiones violentas que debe reprimir la educación.
 Ciertas caretas ríen sobre rostros llorosos; otras lloran sobre rostros risueños. La comedia mundana se funda en apariencias alucinadoras, en exterioridades falaces. Detente, observador, ante la superficie: atravesándola te expones como Pigmalión a maldecir tu propia obra.


 Ramillete habanero, Tipografía mexicana, 1870, pp. 15-17. 


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