lunes, 18 de junio de 2012

Máscaras



 
 
 José de Armas y Céspedes


 El uso de la careta es tan antiguo como la costumbre de encubrir con la expresión del semblante los sentimientos que abriga el alma: mejor dicho, la careta se estila desde la creación del Mundo.
 El inventor de las máscaras fue el diablo, y no podía ser otro. La invención es, por tanto, verdaderamente diabólica.
 Cuando el demonio se le presentó a Eva para incitarla al pecado se puso un disfraz de capricho de los más originales que se han visto. Llevaba el cuerpo de serpiente y el rostro o la careta de mujer; y así lo pintó el de Urbino en una de sus obras maestras. No se debe extrañar, si en esto se reflexiona, la decidida afición del bello sexo a los disfraces.
 Y no quiera achacársenos de exagerada la antigüedad que suponemos a la invención, porque si nos separamos de la Historia Sagrada y nos dirigimos hacia los tiempos fabulosos o mitológicos, en ellos encontraremos a las máscaras. No eran otra cosa, si bien se mira, los faunos que se disfrazaban de distintas maneras para perseguir a las bellas, de cuyas persecuciones se han contado prodigios.
 Pero los griegos, en honor de la verdad, fueron los que fijaron la moda de las máscaras. En sus diversiones públicas cierta clase de ellos disfrazábase de animales, lo que constituye una diferencia muy notable entre las costumbres de aquel  pueblo y las de nuestros días, pues hoy, a la inversa de entonces, cierta clase de animales se disfraza de persona.
 En las representaciones teatrales de Atenas los actores llevaban caretas de aspecto ridículo u horrible, para asustar o hacer reír a los espectadores; y esta costumbre de disfrazarse ya para salir a la escena, ya para presentarse en las calles, la tomaron los romanos con más decisión y entusiasmo que los mismos griegos. Tan cierto es que lo malo se imita y se propaga fácilmente.
 En tiempo de Carnestolendas, sobre todo, se mostraba en Roma verdadero delirio por las máscaras que llegaron a su más vivo esplendor después de la era cristiana.
 En vano el poder supremo dictó numerosas y repetidas órdenes, en vano impuso severos castigos; porque a pesar de unas y otros el Carnaval salió siempre triunfante: y fue tan completa su victoria que logró hacerse una fiesta religiosa. Así lo de muestra la parte principal que tomaban en las ceremonias y ritos de esta diversión las primeras dignidades, y también lo demuestran los reglamentos que se hicieron y las contribuciones que se cobraban para que el Carnaval fuese celebrado con pompa y lucimiento.
 Desde entonces en los países meridionales, el Carnaval es una de las fiestas favoritas que se ha trasladado de siglo en siglo hasta nuestros días, pero cuya animación va desapareciendo a medida que la civilización avanza.
 La careta como invención del diablo solo ha producido males. Cada vez que en la Historia encontramos la palabra máscara, leemos una página sangrienta.
 En los siglos XV y XVI, época de horrores para Italia, era general en esa península el uso de la careta: con ella perpetraban sus maldades bandidos, condottieris, asesinos; y muy conocidos son los crímenes espantosos cometidos en aquellos tiempos por enmascarados y que dieron argumentos a los novelistas de aquella nación desgraciada.
 Máscara!—Muchas veces se valió de ella para sus desórdenes y asesinatos la terrible Lucrecia, César Borgia la usa con frecuencia.
 Carnaval!—El famoso de Venecia ha dejado recuerdos aterradores de sus inmoralidades y dramas sangrientos. Cuéntase además que los satélites del memorable Consejo arrancaban de entre el tumulto a las víctimas que les designaban, y con algazara ruidosa las sepultaban en profundos calabozos de donde no salían ni sus cadáveres.
 En Francia con el abrigo del anti-faz se efectuaron los horribles misterios de la Torre de Nessle y las locuras de Margarita de Borgoña.
 El franco y orgulloso Brantóme en su "Vie des Dames," nos pinta con vivísimos colores los desórdenes que las damas de su época cometían protegidas por la careta. Cuando el demonio la inventó tuvo feliz ocurrencia.
 Enmascarados fueron los que asesinaron al valiente duque de Guisa, (Enrique de Lorena) en la cámara real, y con una visera cubierto, verdadera máscara de acero, el duque de Montgommery se decidió a matar en un torneo a Enrique II de Francia.
 Los disfraces ocultaron siempre las vergonzosas aventuras de reyes y príncipes. Si hemos de creer a algunos maliciosos cronistas, las máscaras protegieron los amores criminales de Buckingham con la hermosa Ana de Austria.
 ¿Quién no recuerda con horror la misteriosa existencia del hombre de la máscara de hierro?
 Pero si tal es la condición de las bellas que estas memorias no son bastante poderosas para conmoverlas y hacerlas odiar toda clase de disfraces, todavía podemos decirles que la careta ha servido más de una vez para tapar las facciones de los verdugos, y que con el rostro cubierto se presentaban los ejecutores del Consejo de los Diez, de los tribunales secretos de Alemania, de la inquisición, etc.
 Bien conoció el ilustrado rey Carlos III, las desgracias y escándalos numerosos que causaban las máscaras y prohibió en 1785 los bailes, algazara, sonajas y gritería en las noches de San Juan y de San Pedro y en todas las demás  (ni otra alguna), imponiendo a los contraventores la pena de ocho años de servicio en las Armas. Parece, sin embargo, que poco caso se hizo del buen rey, puesto que Carlos IV en 1797 prohibió terminantemente el uso de máscaras y todo traje que encubriese o disimulase la persona, imponiendo también muy severas penas: y las justicias que no las ejecutaban perdían sus oficios.
 De manera, que si pensamos mucho en ello y profundizamos la materia, vendremos a sacar en claro que las máscaras son un abuso que tolera la autoridad por suma condescendencia y porque supone que la ilustración las desterrará fácilmente.
 ¿Pero qué importa, dirán algunos, que se concluya el Carnaval si llevamos siempre puesta la máscara de la hipocresía? Dijo Fígaro, si mal no recuerdo, que todo el año es Carnaval, y esta expresión por verdadera se ha hecho un proverbio. Demasiado cierto es, por desgracia, que todos se presentan en sociedad con el disfraz que más los encubre.
 Aquel mocetón de mirada feroche, pecho levantado, bigote retorcido, que se ostenta en las calles cual si fuera un Atila, es un hombre pacífico y pusilánime: aquel otro de aspecto inofensivo tiene un carácter indomable. La alegre jovenzuela que con sus sonrisas nos hace dudar de su virtud, es a veces candorosa, y la púdica doncella que baja los ojos y se ruboriza a la primer mirada que se le dirige es tal vez capaz de estremecer y sonrojar en un tete á tete al más atrevido Lovelace.
 ¿Quién es aquel vejete vivo, bullicioso, epigramático que siempre tiene alguna anécdota picante que referir? ¿Será algún anciano miserable, corrompido? No: es un hombre honrado, un buen padre de familia.
 ¿Y aquel de aspecto bonachón y patriarcal que de todos habla bien, que a todos saluda cariñosamente y que siempre enaltece su propia bondad y su misma virtud?....
 Pero en la sociedad, como en las máscaras, algunos van tan mal disfrazados que todo el mundo los conoce al primer golpe de vista.
 ¿Quién no adivina que aquel estirado caballero es un hombre basto a pesar de su finura exagerada?
 ¿Quién no conoce que aquel hombrecillo es una víbora humana que muerde cuanto encuentra a su paso y deja en las heridas el veneno de la calumnia?
 ¿Quién no trasciende a la legua la necedad de aquel loco presuntuoso que cree firmemente y muy de buena fe, que es un genio cuyo mérito no comprende la sociedad demasiado ignorante para juzgarlo?
 El menos observador ¿dejará de conocer que aquel es un charlatán, y este otro un chisgarabís enamorado de sí mismo?
 ¿A quién se le oculta que aquel hinchado señor es un ente ridículo, y que aquel joven infeliz es un hombre de honor, que abriga un corazón generoso bajo el manto de la pobreza?
 Pero en el inmenso Carnaval del Mundo los que más se divierten y gozan son los que mejor se disfrazan.
 La única razón que pueden alegar los defensores de los bailes de Carnaval es que en ellos se descubren con entera franqueza muchas personas que pasan fingiendo todo el año, porque como es sabido se quitan la máscara al ponerse la careta. No es tan pequeña la razón como pudiera suponerse, y es ventaja notoria saber que en cierta época un ligero anti-faz de seda produce el milagro de hacer hablar con franqueza a varios individuos. Además, no se puede dudar que un baile de disfraces es un exacto termómetro por el que se puede medir la cultura de un pueblo.
 Las bromas de mal gusto, los groseros insultos, los escándalos y risotadas, revelan la poca ilustración y finura de una sociedad. La delicadeza, el tacto epigramático son propiedad exclusiva de las personas decentes.
 Mas no se me oculta, volviendo a otra clase de máscaras, que algunos hombres tenidos por buenos, creen que así como los castradores de colmenas, usan una espesa careta para evitar las picadas de las abejas, así el que se lanza en el inmenso avispero del Mundo necesita precaverse con un anti-faz engañador de los insectos humanos.


 Revista de la Habana, Volumen 3, 1857, Imprenta del Tiempo, pp. 44-49. 

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