domingo, 10 de junio de 2012

Shakespeare y el tequila





  Rogelio Saunders



 Este cuento debía haberlo contado Chéjov. Pero como Chéjov está muerto, voy a contarlo yo.
 Conocí al gran Belacqua en una cita (o fiesta) ocasional. En un café concurrido, para ser más exactos. Para ser más exactos aún: en una cantina asfixiante, donde era de suponer (y así era) que se concluían los pactos más extraños. (Obsérvese cómo nos atrae el pasado, sobre todo el pasado verbal.) Lo conocí de una sola vez y no he podido olvidarlo nunca. El señor Sánchez nos había dado cita allí después de una serie de accidentados desencuentros. Ni yo ni Dioscórides habíamos pisado nunca (ni volveríamos a pisar) aquel lugar inmundo.
 Estábamos sentados todos a una mesa: el señor Sánchez, uno que tenía una sonrisa sempiterna, dos mujeres (una de ellas realmente hermosa: trigueña, de estatura media), el bueno de Dioscórides y yo. Ambos éramos escritores, y creíamos que teníamos mucho más talento del habitual. Para decirlo francamente: nos daba náuseas la mayor parte de lo que se estaba escribiendo alrededor, y nos considerábamos a nosotros mismos como una vanguardia secreta, a pesar de no haber publicado casi nada, por decir lo menos. En fin, que estábamos llenos de suficiencia (no sin razón) y hartos ya de todo en medio de nuestra dilatada juventud. (Esta introducción es, probablemente, demasiado larga, pero aquí, como he dicho ya, no hay ningún Chéjov. Es más, en cierto modo, un Chéjov sería completamente imposible aquí. Ya se verá por qué.)
 Estábamos, como decía, sentados todos a una mesa (el señor Sánchez había llegado hacía cosa de una semana directamente de Ciudad México, para asistir a una absurda feria), y el tema giró desde el principio (previsiblemente) en torno a los escritores y las editoriales. Yo, desde luego (sin dejar de mirar de reojo a la hermosa mujer que se sentaba en el extremo opuesto) fui quien abrió el fuego.
 —En efecto —afirmé con mi habitual seguridad falsa—, hoy reina la infamia en el mundo editorial.
 —Bah —replicó con sorna Dioscórides, que estaba sentado a mi derecha—. Eso lo dices porque te olvidas de que siempre ha sido la misma historia con las editoriales. He estado leyendo la biografía de Faulkner. No te imaginas cómo lo trataron sus conciudadanos.
 El señor Sánchez intervino con gesto apacible:
 —No digo que no tengan razón, muchachos. Con qué no habré chocado yo durante cuarenta años en este negocio. Pero les digo una cosa: no hay que desesperarse. Por cierto —dijo, volviendo lentamente la cabeza a uno y otro lado, con mirada crítica—, ¿no les parece que los camareros de este lugar no son nada amables? Cómo se extraña la amabilidad de allá, ese trato cariñoso. Aunque, en lo de la infamia, para volver a nuestro tema, estoy completamente de acuerdo. Precisamente por eso es que tenemos tantos problemas en nuestra pequeña editorial. Pero prefiero eso a lo otro, la esclavitud y la factoría. En fin, es el precio de publicar algo que valga la pena. Ahora, que lo otro... —dijo, dejando la frase en el aire y haciendo una mirada circular que terminó en un guiño cómplice. Se refería a las mujeres, desde luego, cosa que mi misoginia recalcitrante y mi budismo de manual me hacían condenar a rajatabla.
 Dioscórides se inclinó hacia mí y me susurró al oído: «El señor Sánchez trabaja él mismo abajo, en el taller, junto con los obreros. Lo verifica todo personalmente, y arrima el hombro como uno más. Es uno de los antiguos (esa palabra tenía para nosotros una resonancia mágica, desde que habíamos erigido el mito del Editor Puro), y si te dice que te va a publicar, es seguro que te publica. Ponle el cuño», remachó, inspirando con fuerza por la nariz, como hacía siempre que no se sentía demasiado seguro de algo pero quería dar la impresión de que sí lo estaba. Asentí con desgano y volví a concentrarme disimuladamente en la mujer que estaba en el otro extremo (ahora sabía que era alemana —la había oído susurrar “mein Gott” encantadoramente— y que era la esposa del señor Sánchez. De pronto, se me ocurrió que ella era justamente lo que necesitaba: una mujer alemana, y a ser posible, violinista, como la esposa de Onetti). En cuanto al señor Sánchez, tenía un gran corazón, pero en mi fuero interno yo pensaba que estaba equivocado. Quizá todos los que tienen un gran corazón se equivoquen, al fin y al cabo. El corazón (alguien lo dijo y yo lo repito) es ciego (más aún: es inválido y es sordo). Desvié la vista del insuperable estúpido de mirada bovina que asentía a todo sin más ni más, sobre todo si provenía del lado del señor Sánchez, y le pregunté a éste acerca del libro de Dioscórides que debía publicarse en su editorial en algún momento del año próximo (yo estaba fascinado por la sobriedad y la belleza de las Ediciones Orfeo, en un mundo en el que pululaban las portadas horrendas parecidas a manuales de matemáticas).
 El señor Sánchez tomó el teléfono móvil, e hizo una llamada instantánea a México. Habló durante unos treinta segundos con alguien del otro lado de la línea, en la editorial. Fueron palabras francas y cordiales, como de padre a hijo, pero que no admitían réplica. «Asunto concluido —dijo, satisfecho, y pulsó una tecla para dar por concluida la conversación—. Sale la semana próxima», y puso sin más el teléfono sobre una silla, jadeando un poco (el señor Sánchez padecía del corazón, y su bella esposa era la encargada de cargar con los medicamentos, que no eran pocos, y de administrarle las dosis), pero sin abandonar en ningún momento su sonrisa. Miré rápidamente a Dioscórides, que me devolvió un guiño cómplice, como diciendo: «¿Viste? Ya te lo decía yo. Es uno de los antiguos.».
 Por fin, llegó un camarero de pechera más bien sucia a rescatarnos. Con gesto brusco, barrió lo que quedaba en la mesa (restos del almuerzo de hoy o del desayuno de ayer), e ignorando palabras cruzadas y fiesta de los ojos preguntó con manoteo infuso:
 —¿Toman los señores?
 —¡Té! —exclamamos Dioscórides y yo al unísono, como un dúo bien entrenado, pasando por encima del protocolo amistoso.
 —¿Cómo? —se asombró con mexicana displicencia el señor Sánchez, deteniendo al camarero con un gesto. El de la sonrisa exhibía ahora una lenta y estudiada mueca de asombro—. ¿Es eso lo que toman ustedes? Ja ja —rió, dándome unas palmaditas irónicas en el hombro—. Qué juventud es esta, caramba. Y díganme: ¿alguno conoce por casualidad el tequila? —Nuestras caras alargadas lo dijeron todo: «No»—. Ya me parecía —meneó la cabeza el señor Sánchez—. ¿Qué te parece eso, Clarissa?
 Pensé que la cabeza iba a darme vueltas. ¡La bella esposa del señor Sánchez se llamaba Clarissa, como el personaje de Musil! Creo que fue el primer vislumbre que tuve de que esa no iba a ser una noche cualquiera.
 —Was? —dijo la bella Clarissa, sonriendo, y miró a su compañera de mesa, la flaca secretaria del señor Sánchez, que hizo un mohín de boquita pintada que no significaba nada—. Me parece in-creí-ble, in-cre-í-ble —agregó, separando las sílabas con una gracia que, hasta el día de hoy, no ha perdido nada de su encanto.
 —En efecto, meine Liebe —dijo el señor Sánchez, sinceramente apesadumbrado—, los muchachos aquí no se han interesado en conocer las virtudes del tequila, ni siquiera después de haber leído a su admirado Malcolm Lowry. Y no hablemos ya de sus otras virtudes.
 —El tequila mató a Lowry —retruqué yo, picado, pues me parecía que el señor Sánchez se estaba pasando de la raya—. Además... —iba a continuar, pero sentí la mirada fulminante de Dioscórides en la nuca, y me abstuve.
 —Sí —continuó el señor Sánchez, concentrado en algo que ya no podíamos columbrar—. No se sabe lo que es y lo que puede el tequila hasta que no se prueba. —Miró con ojos ausentes al camarero, que estaba congelado en una pose involuntaria de halconero, y ordenó, con voz tranquila pero firme: «Traiga, por favor, una botella de Cuervo Blanco auténtico y ni una más.» El camarero salió de la inmovilidad con gesto enérgico, abandonó su desgana prehistórica, y partió sin una sombra de duda en busca de lo pedido. El señor Sánchez echó una mirada al reloj y dijo, enigmático: «Sí, es más o menos a esta hora que suele hacer siempre su aparición Belacqua, más conocido como El Genio».
 ¿El Genio?
 Dioscórides y yo nos miramos con mudo asombro, intentando descifrar lo que quería decir aquello. La bella Clarissa ya no sonreía, y su mirada se había vuelto, si cabe, más enigmática aún que las palabras del señor Sánchez. La secretaria, en cambio, miraba sus pulidas uñas como si todavía se encontrase en el antedespacho de su jefe, que, por lo que había dicho Dioscórides, debía estar siempre vacío. En cuanto al Sonreidor, había adquirido el talante evasivo de una comadreja, y tuve la impresión brevísima de que trataba de comunicarme algo, el muy imbécil.
 El camarero trajo la botella y la colocó sobre la mesa con gesto casi ceremonioso, algo sorprendente en él, y luego hizo una especie de venia y se retiró con paso breve, como si ejecutara un ritual previamente ensayado o repetido muchas veces. Debo añadir aquí que, a esta altura de las cosas, el local estaba ya bastante oscuro, sumando el avance de la noche a la escasez de las luces y a la niebla espesa compuesta por el humo de los cigarrillos y por los vapores del plenum humano. De modo que yo veía con cierta claridad lo que estaba en mi cercanía inmediata, pero más allá todo comenzaba a hacérseme borroso, como en la platea confusa de un teatro de barrio. (Ah, sí: también podía percibir, en la niebla, la forma oscura y vagamente amenazante de la exprimidora de naranjas.) Fue por eso (y por mi sempiterna deriva en mundos paralelos de los que sólo yo tengo la llave) por lo que no me di cuenta de nada hasta que el señor Sánchez me sacudió suavemente por el hombro. Dioscórides, desde luego, ya lo había visto (Dioscórides lo veía siempre todo primero). En realidad, debieron pasar sólo unos minutos entre la nada y la aparición del llamado Belacqua, pero a mí me parecieron siglos.
 —Este —dijo el señor Sánchez, sin ningún dramatismo— es Magnificus Infimus et Excelentissimus Belacqua, llamado por todos nosotros, para abreviar, simplemente "El Genio".
En cuanto oí el nombre, y vi la figura, pensé que iba a reírme en serio. No era la primera vez que lo hacía, y seguramente no sería la última (me dije). Yo solía pensar que tenía una inteligencia aguda, y una parte de este mito estaba compuesta por el ejercicio constante de una crítica y una observación implacables del comportamiento y la constitución humanos que no dejaba títere con cabeza (comenzando por el propio Dioscórides). Así que ahora también me preparé sin escrúpulos para un festín sarcástico al tiempo que demoledor discurso acerca de la miseria humana (de la que yo mismo no me escapaba, bien entendido).
 Lo que el señor Sánchez llamaba absurdamente El Genio era, por decir lo menos, un fragmento o esbozo de algo que alguna vez había sido (o sería) un ser humano. El homúnculo (nunca mejor dicho) tenía un rostro harto extraño. Era una especie de máscara confusa o parche de tafetán en el que destacaba un ojo sobresaltado, redondo y fijo que temblaba a intervalos con una especie de paroxismo. Ese ojo era un animal solitario. Un ser vivo separado del resto. Y en efecto, parecía ser lo único vivo en él (y, precisamente por serlo, daba aún más extrañeza a lo extraño), porque lo que quedaba por ser visto (resto de algún accidente o fallida experimentación de natura) era un inmóvil brazo contrario, un torso infartado y dos minúsculos apéndices entrecruzados a modo de piernas, todo contenido en el reducido espacio de una caja de martinelli del número 10, y coronado por aquel ojo impresionante que incluso en la oscuridad emitía una especie de luz o resplandor que atraía la mirada como un imán poderoso. Yo no comprendía nada, y tenía la impresión de que nadie comprendía nada, incluido Dioscórides que, por una vez, parecía realmente impresionado. El homúnculo, en cambio, se veía tranquilo, salvo ese ojo gigantesco, fusiforme e insoslayable. Pero el señor Sánchez no dio tiempo a que continuara con mis perplejas cavilaciones, porque, tomando la gran botella de tequila oblicuamente entre sus manos, dio comienzo, como un director de escena experimentado, a lo mejor de la noche.
 —Magnificus... Infimus... Excelentissimus... —salmodió, acercándose con paso rápido al homúnculo y su ojo de cíclope, botella en mano. Y agregó, inclinándose con una mezcla de solicitud y de reverencia—: Mira, te he traído el tequila—. Y sin esperar respuesta por parte del otro (o, al menos, sin que fuera visible ninguna desde mi posición que no sé si llamar desventajosa: el cuerpo del señor Sánchez lo ocultaba casi por completo de nuestra vista), le dio a beber directamente de la botella con gesto casi maternal, inclinándose poco a poco al conjuro de las ingurgitaciones del otro. (Por un instante, tuve la impresión absurda de que, en efecto, así era: la madre, imposibilitada de alimentar al hijo directamente de su pecho, aún ponía todo su cuidado en rodearlo de ternura para disminuir la impresión de que lo estaba alimentando con un artificio. Y el hijo se entregaba sin reservas al rito, oscuramente consciente de que ese bulto y ese adminículo eran su único vínculo con el mundo, con la vida. Pero poco importa lo que yo pensara en ese momento, puesto que lo que ocurrió después habría de superar todo lo previsible). Se oyó un sordo cloqueo, casi interminable. Luego el señor Sánchez (taumaturgo consciente de su papel enteramente secundario) retiró la botella y volvió a su silla con el mismo paso rápido, como para borrar las huellas de una intervención grosera, pero inevitable.
 Durante unos segundos no sucedió nada, y estaba a punto ya de pensar que todo no había sido más que un vulgar ejemplo de amamantación interpósita, cuando vi claramente que el ojo monstruoso se animaba con una energía nueva y desconocida, como si se tratase, no de un ojo, sino del disfraz androideo y momentáneo de una pila atómica. Apenas tuve tiempo de menear la cabeza hacia la sombra de Dioscórides en la oscuridad, para advertirle, cuando el homúnculo, provisto de una resolución y un vigor insospechados, se alzó en toda su estatura, poniéndose inexplicablemente en pie sobre el improvisado zócalo de su caja de martinelli. El ojo, recluido como un galeote enfurecido en su cárcel de carne, relampagueó; el yerto brazo onduló en el aire espeso, convertido en batuta magistral. Y de su garganta fláccida, transfigurada en instrumento poderoso pero de estructura infinitamente delicada por un fuego invisible que no puedo dudar en calificar de divino, comenzó a salir una voz ultraterrena, con una dicción perfecta y una intensidad sinfónica que sonaron todavía más inverosímiles en medio de aquel antro que recordaba, á rebours, las buhardillas y los sótanos underground de los años sesentas.
 La covacha (no era ninguna covacha, en realidad, pero para los propósitos de este cuento es mejor que lo sea) enmudeció, presa de algo semejante a un terror intenso (en presencia, sí, del mysterium tremendum del que hablaba el Profesor Otto), y se oyó con nitidez el ruido sordo de una cucharilla al golpear contra el suelo, en el extremo opuesto del local. Fue la última cosa en oírse, antes de que sobreviniera un silencio preadánico y se hiciera patente el dominio sidéreo de la voz, que desgranaba los versos más difíciles con un señorío sin mácula.
 Era (lo reconocí primero con estupor y luego con un blanco horror creciente, que dio paso a una serie de impúdicos escalofríos) nada más y nada menos que el divino Shakespeare. Sí, no había ninguna duda, era él: Shakespeare, el magnífico, el incomparable. El no vencido, el insobornado. (Todavía recordaba cómo, no hacía mucho, había asistido yo mismo a una admirable representación de la compañía shakesperiana más prestigiosa en un Globe Theater airosamente reconstituido). Pero aquello, tuve que admitirlo con vergüenza, no podía compararse con nada. Porque aquello era Shakespeare, sí, pero qué Shakespeare. Yo sabía (supe, sentí de una vez por todas y hasta el tuétano mismo de mis huesos) que aquello era irreal (que aquello, en una palabra, no podía estar sucediendo), pero al mismo tiempo sabía (supe, sentí) que era cierto y real en todas sus partes (aquella voz, aquella entonación fantástica, aquella memoria impresionante), y más aún: que jamás (ni aún si hubiera tenido el privilegio de vivir mil vidas consecutivas) volvería a oír (a ver: porque mis oídos, dotados por un instante de un don mágico, veían) algo así, fuera cual fuera el lugar a donde fuese y el tiempo que emplease en su búsqueda. No: jamás volvería a oír algo así. Lo supe en ese mismo momento y para siempre. Tenía, además, la impresión secundaria de que comprendía realmente lo que estaba sucediendo (y ahora era el monólogo, mil veces repetido, de Hamlet —¿quién no lo ha oído alguna vez?—, pero de una manera totalmente nueva, sabia, relajada y, sobre todo, indescriptiblemente natural, como si el mismo Shakespeare hubiera despertado por un instante para volver a crear al autárquico príncipe de la nada). Era como un gran baño de luz en el que todo estaba plenamente justificado, tanto en el final como en el comienzo. Sentía que podía afirmar ahora, como en el verso famoso: En mi final está mi principio. Pero el encantamiento (Erleuchtung) era colectivo. Era Shakespeare, sin duda; pero Shakespeare recitado (o mejor: actuado, vivido) por su intérprete perfecto. Shakespeare que había vuelto a la vida y gozaba de una energía intacta, ya sin fama, sin poder, sin torpes e inútiles polémicas eruditas. Era ahora solamente, como quería Goethe, poesía y verdad, dichtung und wahrheit. Shakespeare solamente como Shakespeare, el ahora solamente como el ahora. Y nada más existía. No había ningún resto, no sobraba nada. La voz fluía más allá del tiempo, como una gran sonrisa. Anegado en ese entendimiento invisible y patente, no me sentía ya capaz de odiar, y mi propio talento (gran fuente de angustia, de odio y de duda) era algo tan lejano que ni siquiera me inspiraba una preocupación mínima. Al llegar aquí, el mismísimo Orson Welles se convirtió en un pequeñajo que gesticulaba en la distancia. Comprendí que el misterio de la voz era más profundo que el de la evasiva lettera, y que ni Dioscórides ni yo habríamos de mojar nunca siquiera la punta de un dedo en ese pozo sagrado. Al tiempo que ascendía, me derrumbaba en mi asiento, y transportado a las cimas del arte por una voz irreal salida del más improbable cauce, toda mi energía era succionada por un ilocalizable agujero negro, dejándome sin fuerzas para continuar, sin imágenes para perseguir, sin vigor para intentar. Yo era, al mismo tiempo, el artista más grande y un hombre muerto.
 Entonces, de pronto, la voz cesó. Como si, súbitamente, se le hubiese acabado la cuerda, el ser (o el esbozo de ser) que era su receptáculo fue ya incapaz de articular una sílaba y se detuvo. A continuación, el ojo enorme, convertido en una única e infinita mirada de ternura (nunca en mi vida he visto un amor tan grande, una compasión tan profunda) parpadeó, y el homúnculo intentó dar un paso, uno solo. «El tequila es traicionero», había advertido el señor Sánchez. Sopló una repentina ráfaga proveniente de afuera, donde, desde hacía un rato, inadvertidamente, llovía. (Por unos instantes, había desaparecido el humo, y el aire fresco y limpio conseguía dar la impresión de que el mundo era completamente nuevo.) Volví la cabeza, como al conjuro de una llamada secreta, para mirar a Dioscórides (que tenía la boca abierta y un tic persistente en el párpado izquierdo), y en ese mismo momento se escuchó el estruendo. El homúnculo se había desplomado, como un pesado ídolo. Yacía ahora en el suelo asqueroso como un guiñapo. Casi —pensé, con una admiración en la que se mezclaba ya algo del antiguo horror: ¿y no sería esa admiración misma el horror?— como una aparición sin origen que hubiera vuelto al polvo anodino del que la había sacado, por un instante, la operación mágica. Brazos anónimos (los mismos, quizá, que lo habían hecho aparecer) colocaron al vivo muerto y muñeco exánime en su caja de martinelli y se lo llevaron, mientras el estupor sin nombre se prolongaba un poco más en el local abyecto que poco a poco despertaba, antes de degenerar en especulación rastrera y chiste de vocingle, como es ley que suceda en este mundo con todo lo valioso.
 Nada, pues, de lo que sucedió después aquella noche merece ser contado; y no lo será. (Sé que, en esto al menos, el dulce Chéjov estará de acuerdo conmigo.) En cuanto a mí, deben ustedes saber que he dejado de escribir, ¿pues cómo, después de aquello, podía osar siquiera poner mis zarpas de tigre sobre una página en blanco? ¿Para engañar a quién? ¿Con qué injustificado propósito? No: lo que vi (oí) aquella noche superó todo lo que yo hubiera querido (o soñado) en mi literatura. Y no sólo en mi literatura.
 Y es por eso que, como acabo de decirles, ya no escribo. Y además, debo decirles otra cosa: tengo serias dudas acerca del genio, literario o no. No he visto nada semejante en toda mi vida, y no tengo confianza ya en nada (y menos que nada en la literatura, esa cosa abominable, ese mal sueño).
 Bueno, sí. Una vez vi a un chino, en Múnich, subido sobre un trampolín. Pero de eso hace ya mucho tiempo y no recuerdo qué fue exactamente lo que vi.



 (del libro “Una muerte saludable”, inédito)


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