lunes, 29 de octubre de 2012

Cita a las nueve




 Ramón Ferreira 

 Ella estaba otra vez frente al espejo porque eran ya las cinco de la tarde, pero todavía no se asomaría al balcón hasta el anochecer, cuando el sol rodara por detrás de las azoteas de enfrente.
 Sintió la gata alrededor de los tobillos y la empujó con el pie, haciendo un sonido amable con los labios para suavizar el rechazo, y luego volvió a ver el peine y el pelo, como ayer o el año pasado, o como siempre, porque desde hacía tanto tiempo que ya no se acordaba, podía peinarse sin verse la cara ni sentir que era ella; y así era más fácil salir luego al balcón e imaginarse que era otra. Entonces la espera se llenaba de promesas y cada hombre que mirara hacia arriba podía desearla.
 El pensamiento la hizo sonreír, pero cuando se buscó en el espejo para ver la sonrisa, ya se había ido; y ahora volvió a verse como las pocas veces que lo hacía por casualidad o por un deseo secreto de encontrar a otra en el reflejo; pero por más que quiso hacerlo sin fijar los ojos en ningún rasgo, esta vez se vio en los ojos de la imagen y la imagen en los ojos de ella; y, de pronto, la idea de asomarse al balcón perdió alegría; sólo que todavía estaba a tiempo de olvidarse de todo si pensaba en Daniel, como lo podía hacer siempre que volvía al miedo; y lo vio otra vez, no como había tenido que hacerlo desde que él se había casado con su hermana y se habían ido, sino como antes, antes de todo, cuando se paraban juntas en el balcón a esperar la noche y lo descubrieron por primera vez allá abajo, trabajando en el café de enfrente, detrás de la cantina, buscando con los ojos sus miradas.
 Hubiera querido parar ahí, detener el recuerdo y volver a vivir los días de aquellas semanas en que se había asomado aferrada a la esperanza de que cuando Daniel le hablara sería para decirle que la quería, porque la había visto en el balcón todos los atardeceres esperando sus miradas, aunque ella pretendía no fijarse y hablaba con su hermana o se reía o miraba a otro lado; pero la ilusión no volvía aunque la tenía guardada en el recuerdo, porque volvió a ver a Daniel dando vueltas al parque y cómo ella y su hermana habían pasado pretendiendo no haberlo visto, porque eso era parte del juego hasta que él la cogiera por la mano para decirle que había esperado tanto; y cómo había sido su hermana la que le cogió la mano para decirle que la esperara en el banco, y ella se había sentado sin pensar y se quedó mirándolos dando vueltas al parque y riéndose por encima de lo que le dolía a ella; y cómo al pasar otra vez a su lado sin siquiera verle, se levantó y echó a andar hacia la casa, y cómo luego en la cama, con la cabeza debajo de la almohada escuchó la voz de su hermana hablando con la tía:
 —Me quiere, tía, me quiere y va a pedir entrada.
 Volvió a escuchar las palabras, como si hubieran estado escondidas detrás del espejo esperando a que las recordara, y aunque la gata volvió en busca de la pierna, no pudo hacer un gesto para rechazarla, porque se sentía atada al recuerdo, quieta y erguida, espiando los ruidos de la calle, o cualquier cosa que se llevara las risas, que la acosaban igual que el día que se echó a llorar frente a las dos que la miraban como si por primera vez hubieran descubierto que estaba viva. La tía arrugó los ojos en las esquinas para afilarlos antes de herirla:
 —Tú te has visto bien, muchacha, quién te va a querer con esa cara...
 Ni la tía ni su hermana vieron lo que le pasó en la cara; pero fue ese día, en ese mismo instante, que ella sintió por primera vez la fealdad surgir dentro de ella y crecer hacia afuera hasta bañarla, como una nube delante del sol va creciendo las sombras en el monte; y la sombra le subió de los pies hasta taparle la cara, dejándola inmóvil en medio de las olas, sintiendo la cara como se siente el cuerpo cuando se tiene calentura: un pedazo de algo que estaba vivo sólo porque latía, como la estrella de mar que había encontrado en la playa, y la había pisado porque sabía que no gritaría ni haría un gesto de dolor, ni echaría sangre.
 Sacudió el recuerdo y el peine saltó sobre las losas, sin que el gesto se llevara al miedo; ni aun los ruidos de la calle, que entraban sin rozarla, o la presión de la gata contra la pierna, que al inclinarse para tocarla también se escurrió lejos sin mirarla. Era temprano para refugiarse en el balcón, porque todavía el sol estaba pintado en la baranda y le iluminaba la cara; pero cuando la tía se fuera al parque por la noche, apagaría la luz y pondría el radio bajito, y después se pararía en el balcón y se enamoraría de todos los hombres que le gustaran, igual que todas las noches; y luego, antes de dormirse, volvería a escoger con el que se casaría, y recordaría todas las caras y las iría descartando hasta quedarse dormida con una sola. “¿Qué haces ahí como una idiota?... el espejo no te va a arreglar la cara...”
 No bastaba dejar de pensar en ella para borrarla de su vida, ni olvidarse de su propia cara para ser bonita otra vez; porque su tía sabía que era fea, y bastaba mirarla, o sentirla a través de cualquiera de los objetos que llenaban el cuarto, para recordar que ella no era más que eso: una cara; y otra vez volvió a pensar en una cosa viva que puede pisarse sin sentir pena, y se sorprendió de lo que duele cuando no se habla ni se grita ni se llora. Al apoyarse en la coqueta tocó las tijeras con la mano, y el contacto duro le despertó el odio, como si sólo pudiera llegar a ella a través de un objeto de defensa; y se quedó quieta en espera de la fuerza que podía llevarse para siempre el terror de ser fea; si sólo pudiera alzar la mano y apagar en los ojos de la tía el secreto que ardía en ellos. Fue como si las palabras no salieran de ella ni su voz la que las decía, y las escuchó sorprendida de que hubieran estado ahí todo el tiempo, sin saberlo, y que pudieran salir así, sin pensarlo:
 —Tú tienes la culpa... tú. Tú me has hecho fea...
 No sintió la mano en la cara, porque el dolor de la cabeza al chocar contra las losas del piso llegó primero; y el balcón dio un vuelco desapareciendo delante de los ojos.
 Se quedó quieta en espera del llanto, y abrió los ojos para dejar resbalar las lágrimas; pero la cara de la tía se adelantó con una solicitud nueva en la mirada, y eso las detuvo, porque había algo en sus ojos que la hizo sentir horror de que fuera a acariciarla; y debió ser la revulsión que le sacudió el cuerpo lo que contuvo la mano de la tía y borró de sus ojos la caricia, alargándolos otra vez en las esquinas antes de desaparecer por encima del cuerpo erguido. Fue en ese instante que vio por primera vez a la tía como realmente era; en ese instante en que había sentido la necesidad de defenderse del gesto de intimidad que bajaba hacia ella; y ya no tendría que esperar a que estuviera muerta para acercarse a la caja y mirarla sin miedo; como el día que murió su madre ella había descubierto, al verla así, que nunca la había visto de verdad, y que se puede vivir una vida entera viendo una cara sin ver la persona, cuando tampoco quiere una que la vean. El odio le sacudió el pecho llevándose el deseo de llorar; como el día que su hermana le había roto la muñeca, el llanto no había dejado volver el deseo de tener otra.
 Desde el fregadero escuchó el radio y por entre el ruido de los platos buscó el de la puerta al cerrarse o de la voz que dijera hasta luego, sin que acabara de llegar; los pasos alejándose en el pasillo. Entró en el cuarto y volvió a sentirse libre de vergüenza, como si nunca antes la hubiera sentido, y respiró ávidamente y luego fue hasta el radio y puso un programa de música que empezó a llenar su soledad de una intimidad angustiosa, como si todo ello flotara en ese mundo de sonidos o fuera un sonido mismo, sin cuerpo, sin manos, sin cara; y al pasar frente al espejo volvió a mirarse, porque otra vez podía verse como si tuviera el sol a las espaldas y fuera una silueta fosforescente. Era por eso que ya podía asomarse al balcón y conquistar todos los hombres que quisiera.
 La cantina allá abajo estaba llena de gente, y aun antes de que pudiera saber que lo había presentido ya sabía que el cantinero era nuevo; y cuando lo vio con las manos metidas en el fregadero y la cara por encima del mostrador, pensó que iba a levantar los ojos y descubrirla, Sintió otra vez la nube de vergüenza llegar a subirle por el cuerpo y se aferró con las manos a la baranda para resistir el impulso de taparse la cara; pero ya era tarde para defenderse, porque los ojos de él le subieron por el cuerpo y se quedaron pegados a los suyos.
 La cara del cantinero sonrió sin enseñar los dientes, sólo con los ojos, sin dejar de mover las manos en el fregadero ni quitar los ojos del balcón; y ella también sonrió por dentro, empujando la nube lejos de la cara, por la línea del cuello hacia abajo, alrededor de los senos, rodeándole la cintura y luego los muslos hacia los tobillos, hasta sentirse desnuda ante él, que seguía acariciándola con los ojos.
 Hizo un gesto que ella no comprendió todavía, y luego lo volvió a hacer y ella no quiso comprender, y cuando lo hizo otra vez, ella pensó que serían las ocho y que no lo vería hasta las nueve, y que el banco del parque que daba por la línea del tranvía estaría vacío y sería un buen sitio para esperar; mientras decía que sí con la cabeza y volvía a pensar en la hora entera que tendría que esperar, después de haber esperado tanto tiempo sin saberlo; y sonrió otra vez, porque sabía que eso lo haría sonreír a él; y era como si de pronto estuviera a su lado y necesitara tocarlo, porque sólo así comprendería por qué estaba viva. Cuando hizo el gesto con la mano para acariciarlo desde lejos, la voz de la tía llegó como un tajo cortando el sentimiento, y al volverse la buscó desafiante, para enseñarle que ya no le tenía miedo; pero sólo vio su forma debajo del bombillo sin pantalla, deforme y con huecos de sombra debajo de los párpados. Eso le hizo recordar la pantalla de porcelana azul que vendían en el Ten Cent y que no había podido comprar porque le faltó un “medio”; y se quedó mirando el bombillo hasta que se inflamó dentro de los ojos cegándola del todo. La tía siguió hacia el balcón, y la dejó pasar sin echarse a un lado, adivinándola ya en la baranda con el cuerpo inclinado hacia afuera; y quiso hablar para que no descubriera su secreto; y pensó en Daniel y en su hermana, y en cómo hacía meses que no escribían; y pensó también en todas las cosas que se pueden decir de los vecinos o del radio o del tiempo o de la noche o del calor; pero toda ella se hizo espera, concentrada en lo que iba a escuchar, porque sabía que lo diría otra vez para desarmarla, y que ella lo oiría siempre, mientras pudiera verle los ojos, olería, como la olía ahora, por encima de los polvos de olor, como si fuera parte de ella, esa parte de la que no podía separarse, a no ser que... La mano se crispó sobre la muñeca, tratando de detener el gesto que crecía y que sólo aguardaba el pensamiento; pero fue otra vez la voz de la tía la que la contuvo, siguiéndola dentro del cuarto, y en seguida el cuerpo casi a su lado, y de pronto la mano en el hombro y hasta el aliento en el cuello magullando las palabras.
 —No seas boba, ningún hombre te hará caso. No importa lo que sientas... eso no importa cuando somos feas... feas como tú y yo...
 Las palabras no la tocaban, porque no importaba lo que dijeran, ya hacía tiempo que habían perdido el significado; el significado estaba en la tía, en su presencia viva detrás de ella, como si el recuerdo tuviera dedos y la estuviera tocando siempre, en silencio.
 —Ningún hombre... ninguno. No para nosotras.
 Seguía hablando en la oscuridad del cuarto, porque había apagado el bombillo y se estaba desnudando; y el cuarto se llenó de luna que entró por el balcón abierto, sin que pudiera darse cuenta cuándo había dejado de ver a la tía para adivinarla, lentamente, como si los ojos la fueran sacando de una pesadilla olvidada, de la que sólo quedaba el recuerdo del miedo, y no fuera más que eso: un recuerdo sin filo: sentada ahora en el borde de la cama, en silencio, tanteando el suelo en busca de las chancletas, y los ojos húmedos de luna fijos en ella, esperando en la otra esquina del cuarto a que todo eso que sentía tomara forma y pudiera hacer algo: gritar o salir al balcón y tirarse, o bajar a la cantina y pedirle a él que la defendiera; un gesto de rebeldía que la arrancara de la tía, que la sentía pegada a ella como una telaraña envolviéndole el cuerpo desnudo. Sintió miedo de que volviera a hablar y la amenaza cobrara vida, porque mientras permaneciera callada y diera una vuelta y se echara a dormir, ella no podía moverse de la banqueta ni cruzar el cuarto hacia la puerta y abrirla a la luz del pasillo, porque tampoco ese bombillo tenía pantalla y le escupiría la luz en la cara; y ella no podría bajar la escalera mientras no pudiera hacerlo lentamente, sin huir, dejando que la luz de todos los bombillos la rodeara, sin sentir deseos de llevarse las manos a la cara.
 La respiración de la tía empezó a llenar el cuarto, hasta que ella dejó de escuchar el tráfico y ni siquiera entendió lo que gritó el vendedor de periódicos debajo del balcón; porque la respiración se aceleró hasta dominarlo todo; y cuando el silbido llegó de la calle como un mensaje sin destino, ella no lo oyó, aferrada como estaba a la amenaza que crecía entre las sábanas.
 Sintió un escalofrío dulce, como si hubiera caído en el espacio y supiera que nunca llegaría al suelo, y cuando se llevó las manos a los senos para detenerlo allí, volvió a escuchar el silbido por encima de la respiración, porque había comprendido; y las manos apretaron duramente hasta el dolor, sin poder atrapar el escalofrío. Se levantó tratando de no mover un ruido, sin quitarse las manos de los senos; y cuando se acercó al balcón sin adentrarse en la noche inclinó la cabeza hacia afuera tanteando con los ojos la pared de enfrente hasta ver la acera, y luego la fue ladeando en busca de la esquina, donde el hombre debajo del farol esperaba recostado contra un letrero de cocacola. Él levantó los ojos como si la hubiera presentido, y ella se sintió pegada a ellos, sin poder retroceder hacia la oscuridad del cuarto, porque ya él se había enderezado y hecho otra vez el gesto con la cabeza, sin que ella pudiera decir que no, ni meterse dentro. Él echó a andar en dirección al parque, y cuando llegó a la acera de enfrente volvió la cabeza para verla, y ella dijo que sí otra vez porque sabía que ya nada podría detenerla si podía cruzar el cuarto y salir al pasillo. Estuvo un rato quieta en espera de que la luna rebotara en la profundidad del cuarto y le enseñara el camino hacia la puerta, y ya de espaldas a la calle volvió a escuchar la respiración prendida al animal agazapado entre las sábanas, acechando su paso. La raya de luz debajo de la puerta le cruzaba el camino como un filo de navaja esperando la cara, y la respiración empezó a arrastrarse hacia ella, algo vivo llegando de todas partes, hundiéndole dedos de sombra en la cara y torciéndole las líneas de los ojos primero y luego la boca, mientras toda ella cedía blandamente al contacto, y se desfiguraba sin un grito de dolor ni echar sangre.
 Caminó hacia el espejo, y la imagen tembló en la profundidad del azogue, moviéndose hacia ella, hasta llegar a ser ella de los dos lados, los ojos en los ojos, la boca en la boca, y el llanto en un solo lado. El contacto del espejo le quemó la cara, y la mano apoyada en la mesa se cerró sobre la tijera, porque la respiración a sus espaldas rastreaba las sombras y le buscaba otra vez la cara con los dedos.
 El reloj dio la media. Enderezó el cuerpo y alzó la mano poniendo la tijera entre ella y el tiempo, porque acababa de recordar las noches que se despertaba sobresaltada al escuchar la media, y luego se quedaba adivinando si serían las doce y media, o la una, o la una y media; sólo que ahora era tarde aunque fuera la media de las ocho, porque allá en el parque él podía levantarse de un momento a otro y marcharse, mirando hacia atrás antes de doblar la esquina, y luego no regresar más, aunque ella se sentara en el banco a esperar la media de las doce, la una, o la una y media.
 El filo de luz seguía debajo de la puerta y la respiración había regresado a la cama, amenazando en las sábanas, sin atacar, en espera de que ella volviera a acercarse a la puerta para agarrarse a ella con los dedos, como cada vez que ella se acercaba a una luz o a cualquier objeto en que se reflejara el recuerdo de su cara. Con la punta del pie empujó una chancleta debajo de la cama, y ahora se dio cuenta de que estaba al lado de la tía que dormía, la respiración palpitando el secreto por la boca abierta, y la garganta hinchándose como una estrella de mar tirada al sol en espera de la resaca, sin presentir el peligro del pie que se alzaba calculando la violencia del golpe antes de herir, porque sabía que no haría un gesto de dolor ni gritaría ni echaría sangre. La mano cayó rayando las sombras, y los brazos en reposo saltaron hacia arriba corno las alas de un pájaro herido. El cuerpo se sacudió enroscándose en busca del grito, que llegó ronco hasta la garganta y se ahogó allí, regresando hacia las entrañas en busca de nueva fuerza para pasar la punta de la tijera; y luego una vez más, y otra, hasta gastarse y ceder lentamente, como un tambor que se apaga cuando las manos que tiemblan sobre el cuero dejan de rozarlo con las puntas de los dedos y se quedan quietos, matando el sonido.
 Con el tacón del zapato le dio un golpe a la otra chancleta que resbaló sobre las losas hacia el balcón; y eso la hizo pensar que la tía no las encontraría por la mañana; y ya de pie el cuerpo se le fue helando, menos las manos, que parecían escurrir fuego; y en el cuarto sin respiración escuchó la suya pegada a las orejas, y luego, lentamente, la calle llegando, como si los recuerdos salieran en su busca para perderse en ella, hasta quedar vacía y sin odio, como antes de Daniel, y fuera igual que tener otra vez quince años y estar de pie en el balcón con una cinta en la cabeza y los ojos llenos de un hombre allá abajo. Echó a andar hacia el filo de luz debajo de la puerta, libre de miedo a la herida. La puerta se abrió y la luz alumbró el cuarto, pero ella alzó la cabeza hacia el bombillo al fondo del pasillo, y por un instante se quedó así, desafiante, sintiendo el contacto acariciarle la cara y, lentamente, borrarle la fealdad de todos los contornos, sin que tuviera que cerrar los ojos ni pensar en pantallas de porcelana azul con que cubrir todos los bombillos de la tierra. Caminó sin apurarse hasta llegar debajo de la luz y pasar por encima de su propia sombra hacia la otra luz al fondo de la escalera; y así en busca del hombre que hacía años la esperaba en el parque, mientras del cuarto olvidado llegó el ritmo de un reloj dando las nueve.

                             
                              (1950)


 Cubano. Nació en 1921 en la provincia de Lugo en España, pero a los ocho años emigró a Cuba con su familia. Sus estudios fueron interrumpidos en 1939 por razones económicas. Fue a los Estados Unidos a tomar cursos de fotografía y se quedó en Boston por dos años. De vuelta a Cuba se dio a conocer como cuentista ganando premios en varios concursos. En 1952 publicó su primer libro, Tiburón y otros cuentos. Luego se interesó en el teatro, estrenando Donde está la luz, Un color para este miedo y El hombre inmaculado. En octubre de 1960 renunció a su trabajo como jefe de propaganda de la General Electric de Cuba y viajó a México por ocho meses. Después se trasladó a Puerto Rico, donde volvió a ocupar su puesto con la General Electric. Su cuento “Sueño sin nombre” ganó una mención honorífica en el concurso de Life en Español y fue publicado en el volumen “Ceremonia secreta” y otros cuentos de la América Latina premiados en el concurso literario de Life en Español (1960-1961). Ha publicado un nuevo tomo de cuentos, Los malos olores de este mundo (1970) escritos entre 1952 y 1960. “Cita a las nueve” se publicó por primera vez en Tiburón y otros cuentos.

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