domingo, 13 de enero de 2013

La bienaventurada




 Fina García Marruz


 Un forceps de nikelado impecable hundió la blanda cabeza del niño en la locura. Creció deforme, muengo, paralítico. Hombre ya, mira débil y alelado el espacio vacío, mientras le cuelga el labio inferior que jamás ha sentido la cálida moldeadura de las palabras. Emite sonidos raros, se irrita, manoteando con el aire, o se queda quieto como un niño, blusa marinera, los ojos de papalote en lo azul.

 La madre, de ojos arruinados por el esfuerzo de sonreírle a toda hora, juega con él, sostiene conversaciones inexplicables, lo carga fingiéndoles que es él el que mueve las piernas inválidas, hazaña que le encanta, agarrándolo fuertemente por detrás. Ella tocaba el violín, en otro tiempo, asistía a fiestas y conciertos, alegre y diligente, pero ahora, ¿quién piensa en ausentarse, ni siquiera al fondo de la casa un momento, ante su reclamo incesante? Los movimientos con que sube y baja las escaleras, atiende sin cesar a todo, sirve sin ruido, son ligeros, graciosos, graves.

 La hija, sonriente en el retrato, muy bella, se fue al Norte, donde formó familia sana y feliz. El padre trabaja todo el tiempo fuera y regresa al hogar, esforzándose en vano por olvidar que su casa alberga desde hace tantos años, como un pariente que no se quiere ir, a la desgracia.

 Pero ella, ella, ella, se mueve en el dolor como un pájaro en el denso ramaje, carga el pesado cuerpo, no desfallece nunca. Lo entiende y sobrentiende. Admira a su pequeño. “Sabe mucho”, “Está contento hoy”, “Está enamorado de usted”, “No quiere que se vaya porque está lloviendo y usted se va a mojar”. Yo miro su cara de esfinge alelada, para mí idéntica siempre, que para ella se irisa con todos los colores: el del sobresalto, el de la pena, el de la malicie, el del goce. Y los dos, como enamorados, como tartamudos, se hablan con las miradas toda la tarde, se asisten, ya no se sabe quién a quién, desposeídos, pequeñitos, tristísimos, felices.  

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