domingo, 21 de julio de 2013

En automóvil




   
  Rubén Martínez Villena


 Tengo un amigo farmacéutico en un pueblo próximo a La Habana; a pesar de esto, la pasividad de su vida y el vértigo de la mía nos impiden visitarnos y, aunque de tarde en tarde nos escribimos, son casi siempre cartas que necesitan franqueo extraordinario.

 Por mediación suya conocí a Arturo Vanderbaecker, el hombre cuyo recuerdo me hace escribir estas líneas.

 Aunque le traté muy poco, como supe su historia por boca de mi amigo, que lo consideraba un semidiós de Valhala, puedo afirmar que jamás conocí un tipo de más exuberante vitalidad victoriosa.

 Nació accidentalmente en Egersund, de padre noruego y madre cubana, línea paterna dinamarquesa y ascendencia materna española; y esta mezcla de razas de características opuestas había cristalizado en él en un admirable ejemplar de humanidad. Alto, fuerte, blanco, con el rostro curtido por todos los climas de la tierra, era él un producto equilibrado de sus padres: el cabello rubio como una llamarada y los ojos negros y hermosísimos; dulce, pero decidido; con una perseverancia y una tenacidad sajonas, puestas al servicio de una fantasía tropical, rápida y audaz; su fuerza hercúlea se podía apreciar bajo su traje; y cierta vez que lo vi en un alarde de potencia gigantesca, tuve la impresión de que aquel hombre podía, con la flexión de sus brazos -como el azar lo había hecho con él mismo-, doblar y unir en un punto el círculo polar ártico y la línea ecuatorial.

 Huérfano, dueño único de gran fortuna, de inquieto espíritu viajador, se lanzó joven a recorrer el mundo en todas direcciones. Pero no fue el "tourista" plácido ni el viajero curioso; vivió en casi todos los sitios a que llegaba, recreándose de la adaptación continua y minuciosa; vistiendo como los naturales, haciendo lo que ellos; trabajando en labores rudas para gastar su exceso de energía siempre insatisfecha. Fue el derrochador de Vida.

 Vivió en París, como un príncipe, por su lujo, pero como un parisién, por sus costumbres; un parisién rico y alegre, amante del champagne; entró en traje de explorador al laberinto de las selvas africanas, y allí robó, con un disparo inverosímil, un león al que apuntaba también un hombre fornido, brusco y simpático, que después supo era Presidente de una República muy grande; este detalle le hizo variar de rumbo, y dejando para más tarde su proyectado viaje al Polo Austral, corrió hacia aquel continente desconocido y maravilloso donde había gobernantes que eran cazadores de fieras; se encontró en América como en su elemento: atravesó los Andes varias veces entre tormentas de nieve; corrió sobre la pampa vestido de gaucho; aprendió el manejo del lazo y de "las bolas", gozó de la cordillera volcánica y casi inaccesible en desborde pródigo de todas sus fuerzas; y ya cansado fue a caer en los Estados Unidos, donde hizo vida de ciudad y de estudiante, adquiriendo un título de ingeniero. Había recorrido medio mundo en quince años y dominaba ocho idiomas. Por último se hizo driver y se entregó plenamente a las delicias vertiginosas del automovilismo.

 Fue entonces cuando vino a Cuba, para estudiar el mercado, con objeto de establecer una agencia de cierto norteamericano fabricante de automóviles. Pero su afán de conocer las costumbres de cada país fuera de la adulteración ciudadana de ellas, lo llevó al campo repetidas veces; y en una de sus cortas incursiones, corriendo, como un criollo, en una carrera de cintas, cayó enredado con el caballo y se fracturó el brazo derecho, precisamente a la puerta del establecimiento que tiene mi amigo el farmacéutico en un pueblecito próximo a La Habana.

 Éste le hizo la primera cura con rara habilidad. Ese día nació la amistad entre ellos, amistad que nunca he podido precisar en lo que se fundaba; porque pocas veces se han hallado dos caracteres más diametralmente opuestos que los de aquella pareja de amigos. (Creo mucho, después de entonces, que en la buena amistad, como en los matrimonios felices, los interesados son cantidades complementarias).

 Y hete aquí, al fin explicado, cómo aquel farmacéutico, que no se había ausentado de su pueblo más que una o dos veces por año para ir a recoger sus notas bien ganadas en la Universidad, que no se movía ya más que en el trecho comprendido entre su mostrador y sus morteros, balanzas y cachibaches de química; que vivía en los altos de su botica; personificación de la serenidad y el orden, topó un día con aquel cometa descarrilado, vio entrar en su farmacia, de improviso -con serio peligro de sus vitrinas esmeradas, despedido, arrastrando un caballo entre las piernas, como lanzado todo por una catapulta-, aquella bomba rodante y viviente que era Arturo Vanderbaecker.

 ¿Qué tiene Cuba que los que viven aunque accidentalmente en ella, acaban por quedarse, y hasta adquirir primero una familia y después una carta de ciudadanía?...

 Arturo Vanderbaecker no instaló la agencia de automóviles: no emprendió negocio alguno; no hizo más que quedarse, sencillamente.

 Y aquí se casó con una francesita que había amado en Buenos Aires, toda ficticia, encantadoramente ficticia como una joya falsa bien trabajada. Frívola, alegre, soñadora, voluptuosa, amó en él el hombre de vigor, sano, valiente, de rostro que los años tornaban de una serena severidad; lo vio aureolado por todos los prestigios del dios y todos los arrestos del macho; tenía ya la frente surcada en el entrecejo por el resplandor cegante de los trópicos, ceñuda de sol, como la de los labriegos; lo vio domador de hombres, cazador de fieras en el África y lastrador de mujeres entre los indios del Paraguay.

 Lo amó absorbentemente; le dio enseguida tremendas escenas de celos por su automóvil, que él a veces prefería...creyó quizás en la necesidad de comparación para establecer un juicio cierto y apreciar más el valer de su marido, y así acabó enamorándose de otro.

 Pero aquí debo ceder la palabra a mi amigo el farmacéutico haciendo antes una aclaración.

 La última vez que vi a Vanderbaecker fue como al mes de su boda, que me pareció disparatada. Me ausenté algún tiempo de La Habana y lo dejé a él entregado con su esposa a las mieles de los recién casados en su bella residencia, en pleno campo, situada en la provincia de Matanzas, y a mi amigo el farmacéutico, siempre en su pueblecito próximo a La Habana, con no menos devoción que el matrimonio, a sus quehaceres, idas y venidas entre el mostrador y sus cachibaches de química.

 Pasaron dos meses, y recibí una carta de éste. El timbre del correo y, antes, su abultamiento prometedor, me delataron su procedencia. De fulano, me dije.

 Era larga -como suya-, con un estilo postizo -como en todas-, y que yo reconocía parecido al mío, dicho sea sin modestia y sin ofender la franca admiración que me profesa mi amigo y que le induce no sé por qué, a escribir sus cartas semejantes a las mías.

 Como su autor no es muy fuerte en literatura, la carta que sigue va enmendada en lo que me ha parecido oportuno, pero creo deber de lealtad el aclararlo:

 "Yo estaba leyendo en la rebotica. Aquella noche no había venido nadie a la tertulia, y de pronto, se apareció. Estaba en pie, casi frente a mí, rígido como un militar, con el cabello rubio alborotado, vestido de negro; ¡parecía una antorcha! Nunca había visto a Vanderbaecker así, pero imagino que esa sería su expresión ante los tigres y los caníbales de sus aventuras.

 "Me levanté asombrado, sin adelantar, haciendo retroceder el sillón con su movimiento de las piernas.

 "-¿Qué pasa? -le grité.

 Me respondió sin abrir la boca, moviendo solamente los labios, a través de los cuales brillaban los incisivos inmóviles: clavada una mandíbula en la otra.

 "-¡Usted va a venir conmigo!- Yo comprendí la frase íntegra, después de pronunciada toda, sin haber oído bien cada palabra. -¡Ella me ha engañado, traicionado, vendido! Se va esta noche....¡con otro! Y yo voy a matarlos.

 "Hizo una pausa silbante y agregó:

 "-¡A los dos!

 Ese verbo, matar, nadie lo conjuga ni ejecuta con más seguridad que los cazadores. Cuando él dijo: "Voy a matarlos", yo me convencí enseguida de que aquello se realizaba indefectiblemente. ¿Qué fuerza podría detener a aquel hombre? Apenas intenté disuadirlo. Yo sabía que no hablaba por gusto; si él afirmaba que lo engañaban, era verdad; y si afirmaba que iba a matar, para mí, y para cualquiera que lo conociera, aquello tenía la irrevocabilidad de un hecho pasado.

 "Tomé el sombrero y entramos en el automóvil, el automóvil que tanto quería y que yo tantas veces me había negado a probar. Comprendí que ella estaba allá, en el chalet de los novios, a cien kilómetros de nosotros; y cuando la violenta arrancada me hundió en el cojín del respaldo, medí con la imaginación el peligro que iba a correr al salvar la distancia llena de obstáculos, arrebatado yo, inocente de todo, por la pasión de aquel hombre enfurecido. Sacrifiqué mi temor a la devoción que me inspiraba su amistad y me entregué a mi suerte.

 "Yo no sabía qué era correr en automóvil. Apenas el carro embocó la carretera, pareció que le crecían las alas. El terror, incontenible de morir estrellado, me inmovilizó por completo. Vi el camino, la cinta blanqueada por los reflectores que alumbraban también los árboles laterales y la bóveda de las frondas, formando todo como un túnel brillante, un tubo de aspiración, que nos atraía a su fondo inalcanzable cada vez con mayor velocidad.

 "En vano procuré calmar mi excitación con reflexiones alentadoras; debía confiar en la pericia de aquel hombre, expertísimo en el manejo de su máquina que dirigía y usaba como un miembro de su cuerpo. Por otra parte, había detalles que me daban una impresión ridícula de seguridad; los guantes, los grandes guantes de Vanderbaecker, me inspiraban una confianza ilimitada: ¡aquellos guantes crispados sobre la dirección! ¿Podría haber algo más tranquilizador que aquellos guantes! Y sus lentes, provistos seguramente de una virtud insospechada por mí, ¿Le harían ver cada piedra y cada bache en el pavimento, que rodaba todo, vertiginosamente, a nuestro encuentro? Lo cierto es que sin que yo me lo explicara, sin que el aspecto del camino variara ante mi vista, ora corríamos por el centro francamente, ora obligaba el carro a ir rozando las orillas. Pero todo a una velocidad inconcebible.

 "Para darme exacta cuenta de ella, me propuse fijarme en un punto visible hacia delante, y sentir el tiempo que tardábamos en dejarlo detrás. De improviso, vi algo, pero lejanísimo, la cinta de luz terminaba de pronto; el sitio que debía continuar, estaba oscuro, negro; la carretera se acababa; mi espanto creció a lo indecible. Apenas cuando me había percatado de aquello, ya llegábamos, ya venía hacia nosotros, ya estábamos sobre el obstáculo insuperable; y súbitamente, en el punto aquel, vi surgir, como por magia, otra vez la cinta blanca; se abrió, se alargó en un salto hasta el horizonte, rodábamos por ella...El cambio de dirección del carro, inclinándome de lado sobre mi amigo, me devolvió la impresión de la realidad. ¡Horror! ¡Aquello había sido una curva!...

 "Desde entonces, mi martirio se intensificó en cada objeto, en cada punto lejano. Iba hipnotizado, mirando el camino rayado y deslizante. Cada curva, que ya conocía de lejos, era el plazo de vida que me daba yo mismo. Pero muchas veces eran suaves, casi agradables; no sentía su desarrollo, no podía precisar cuando empezaban ni acababan y tenía la impresión amable de que el automóvil enderezaba el camino.

 "Luego hubo una que creí sería la última. Era horrenda, imposible. Antes de atacarla, oí que el ruido del motor se modificaba y sentí en todo el cuerpo la impresión áspera del frenaje; a pesar de todo, entramos como una tromba. Vencido el primer sector, la máquina se impulsó de nuevo; tuve intenciones de gritar, ¡eh, todavía no se ha acabado!, ¡retranque, retranque! Pero no pude, ya la vencíamos, pegados al borde interno -¡una cosa horrible!- con las ruedas mordiendo la cuneta...

 "Las frases se me subían a la garganta; frases de súplica, de amenaza, de espanto: ¡No más! ¡Por Dios! ¡Me tiro! Pero no podía hablar, ni moverme.

 "Pensaba, yo también, a toda máquina. Deseaba con toda mi alma que se partiera una pieza, que se ponchara un neumático.

 "Y así, en aquella carrera desaforada, empezamos a atravesar pueblos, pueblos dormidos. Entrábamos por un lado, pasábamos a través como en un vuelo, volvía la carrera; todo en tan corto tiempo, que yo veía imposible que las ruedas hubieran girado más de diez veces. Y todas las casas se perseguían furiosamente en un desfile fantástico, por nuestro lado; mientras yo suponía un punto, allá atrás, en que se alcanzarían los edificios en fuga y el pueblo todo no sería más que un amontonamiento de casas destruidas, encaramadas en ruinas, unas sobre otras.

 "Pasaban pueblos. Yo pensaba: algunos habían sido creados por la carretera: en ellos hacía las veces de calle central; y otros la hacían oblicuar, la obligaban a ir a visitarlos, desviándola de su línea recta (a éstos había que atravesarlos casi siempre en zig-zag). Sentía simpatías por los primeros, los humildes, los que no perturbaban la rectitud majestuosa del camino.

 "Entramos luego en la calzada, ancha, plana, pulida; no sé cómo se nos puso delante. No tenía árboles, sino postes, postes largos, fríos, como graves señores estirados, pasábamos por entre ellos, en dos filas; rígidos, iguales, como soldados en una parada. Los oía zumbar, venían a galope, y pasaban, arrebatados de inmovilidad.

 "De pronto, el pavimento erizado nos hacía salir; el salto continuo, disimulado en la rapidez, era una trepidación desagradable; una curva, una reja abierta, y una casa blanca detrás. La luz de los reflectores chocó en la fachada fieramente. No creí que el automóvil pudiera atravesar la puerta de la reja, pero pasó de modo milagroso. Siguió con rapidez irreverente la curva ceremoniosa del sendero de grava, y se detuvo brusco, como un potro espantado, ante la escalinata. Me fui de bruces.

 "La mano derecha me dolía mucho. Entonces me di cuenta de que había estado agarrado con todas mis fuerzas a no sé qué cosa dura, creo que a la portezuela que me quedaba al lado. Sentía la cara quemada por la ráfaga.

 "Salí tambaleándome y subí al portal. Vanderbaecker salía ya de la casa.

 "-¡Se han ido! -aulló. Estaba horrible.

 Saltó al timón y proyectó la luz de un reflector movible hacia un costado de la casa. Vi el garaje, abierto de par en par, vacío, que me pareció la nave desalquilada de un taller.

 "En seguida el motor acreció su ronquido monótono y lo llevó hasta la desesperación; Vanderbaecker no se ocupó de mí. El aparato arrancó de un salto; desapareció tras un macizo de plantas, reapareció en seguida, y aquella máquina diabólica salió otra vez disparada, franqueando de modo inverosímil la reja por donde no cabía.

 "Yo quedé sólo, a oscuras, ensordecido, imbécil, calculando vagamente el tiempo que tardaría en recorrer a pie la distancia que me separaba de casa...

 Sentado en el suelo, sobre la piedra fría, con las piernas colgando sobre la escalinata de mármol, apoyado como un muñeco medio caído contra el pie de una columna, dejé que la noche negra y luego la madrugada penetrante de frío, sirvieran de sedante a mis nervios que eran sólo una papilla miserable.

 "Ya el cielo empezaba a adquirir ese color blancuzco y tierno del amanecer; veía ya el jardín; el sendero amplio de grava por donde había llegado allí, conducido sobre las cuatro ruedas dementes que habían enrollado cien kilómetros de carretera en gomas invulnerables; veía una fuente frente a mí, el macizo de plantas, el césped verde y húmedo, la reja alta, por donde se había ido aquello; por donde Vanderbaecker había salido con el motor a toda marcha; feroz, decidido, incansable, con el aspecto de un tigre hambriento que va de cacería.

 "Y a esa hora, pasó por el camino algo en cuya existencia no creía ya, tal era mi impresión de abandono: un hombre.

 "Era un lechero que iba en su carrito tirado por un caballo flaco y obstinado. Iba cantando. Le grité, corrí, detuvo el carro, trepé al pescante, y me fui, no sé a dónde, a donde fuera él; con el propósito de llegar a un pueblo cualquiera, a una estación de ferrocarril por donde pasaran trenes, un tren, no me importaba cuál.

 "Permanecí callado después de las palabras forzosas. Y allí, al lado de aquel hombre que parecía indiferente y yo adivinaba receloso me puse a suponer lo que habría sido de mi amigo; cuál habría sido su venganza, que seguramente ya estaba cumplida. De pronto, imaginé algo horrible y tan natural, que me estremecí todo y sentí como el cabello me tiraba del cráneo...

 "Sí, eso era, seguramente. Lo veía, con una claridad tal, como si lo recordara. Los había matado con el automóvil; con la máquina que dirigía como un caballo dócil, que corría como una amante, que le obedecía como un perro fiel. Lo ví alcanzar su otra máquina, la que se llevaba al infame con su esposa criminal; reconocerla; calcular con una seguridad matemática la velocidad a que marchaban, el sitio a donde se dirigían; medir y comparar caminos traviesos, rodeos de adelante; salir de la carretera, tomar otro rumbo; y corriendo, volando a todo lo que daba su carro portentoso, con una furia en que se mezclaban la indignación del burlado, la intención asesina y el amor propio del chauffeur, alcanzarlos, pasarlos, entrar de nuevo en la carretera, y volver sobre ella, en dirección contraria a la que llevaba la máquina fugitiva; atisbarla, seguro de su maniobra de cazador; verla al fin aparecer, corriendo hacia él; y entonces, con la decisión más afirmada en el instante supremo de su venganza, sin disminuir su velocidad, ni apagar los reflectores poderosos; sino, encandilando al otro, tomando el centro exacto del camino, seguir con el pie clavado en el acelerador, confiado plenamente en su pericia funesta. 

 "Vi las dos máquinas enfrentarse, el zig-zag de huida de la una; el zig-zag de caza, inverso e igual, que le imprimiría Vanderbaecker a la suya, y en un instante, chocar, incrustarse la una en la otra con un estruendo horrible de explosión; y sin que se oyera un grito, una palabra, nada, quedar después de todo en el silencio de la noche negra, y el permanecer allí; bajo la madrugada penetrante de frío, hasta descender la luz tierna y láctea del amanecer sobre el grupo macabro...

 "Iba tan abstraído, tan sugestionado, que me encontré de improviso fuera del asiento, casi a gatas, con las manos apoyadas sobre el rebote de madera del pescante, mirando atentamente el arnés del caballejo obstinado en su marchita inalterable.

 "Y al volver a la realidad, como si ella respondiera a la última escena aterradora de mi cerebro fatigado, vi, vi, con mis propios ojos, caído a la izquierda, en la cuneta profunda, el grupo indescriptible.

 "Dos automóviles -dos cosas que habían sido automóviles-, agarrados en un abrazo mortal y triturador; estaban casi de pie, como esas cartas que se apoyan una en otra en cierto juego de naipes; los dos motores mezclados, fundidos en una misma masa informe, las carrocerías destrozadas; sin parabrisas, con las ruedas descentradas o torcidas, contraídos los estribos en una violenta ondulación: todo era una sola cosa erizada y rota. Las máquinas parecían haber vivido; semejaban cadáveres. Se veía que en aquellas dos bestias mecánicas había existido la voluntad de formar una sola, de penetrar la una en la otra hasta desaparecer; y el grupo tenía el aspecto bárbaro de una salvaje escena de amor entre dos aparatos.

 "Una era la máquina fantástica, la máquina de carrera de Vanderbaecker, y la otra una limousine débil, que también era suya: su máquina de paseo, charolada y encristalada toda. Me fue difícil reconocerla.

 "¿Qué celo formidable de mecanismo de acero había precipitado al macho contra la hembra hasta llegar a la posesión plena y mortal?

 Y allí, amasados con hierros y astillas, estaban los tres un hombre sin cara al pie de un árbol, en cuyo tronco había untada parte de su cabeza; una mujer, hecha una bola sanguinolenta de carne con faldas; y dentro de la limousine, como si hubiera saltado sobre los culpables espantados, mi amigo, clavado de cabeza; la elegante gorra de chaffeur aplicada violentamente al cráneo, con una rotura por donde asomaba masa cerebral; no se le veían los ojos; los brazos torcidos y un pedazo del volante saliéndole del pecho...

 "Y yo buscaba, loco, seguro de hallarlo, el otro cadáver que faltaba, el otro cadáver que debía estar allí."

 Algunos amigos, de los pocos que tengo que puedan reconocer un cuento escrito por mí, quizás me atribuyan éste; pero como ello pudiera enojar justamente al hombre que viajó en la máquina voladora de Vanderbaecker, quiero aclarar que a él es a quien debo su argumento, y que yo sólo he puesto lo que mi amigo el farmacéutico no podía tener en su carta. Conste así.


                          La Habana, 1922.


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