miércoles, 10 de julio de 2013

La Gran Ofensiva




  
  K. S. Karol


 En la primavera de 1968, Fidel Castro atacó no las propias anomalías sino sus efectos demasiado ostensibles. Lanzó una «gran ofensiva revolucionaria» con la intención de movilizar a todo el mundo hacia la agricultura; y esta vez cuando decía todo el mundo quería decir literalmente todo el mundo. A decir verdad esta explosión estaba madurando desde hacía tiempo en su espíritu puesto que, mientras hablaba de la desigual evolución de las conciencias y del papel de ejemplo que desempeñaban las vanguardias, encontraba intolerable, injusto e inmoral que «los rezagados» trabajaran menos cuando participaban ventajosamente en los frutos del trabajo de todos. Primordialmente tenía esa impresión en La Habana. Por otra parte, a Fidel nunca le ha gustado esa ciudad, principalmente desde su inquieta juventud de estudiante. La Habana simboliza para él los infortunios de la historia cubana, el carácter escandaloso e injusto de su antigua economía y, evidentemente, ese espíritu mercantil que él se proponía extirpar. Al ser de la provincia Oriente, Fidel parece haber conservado tanto el orgullo de esa provincia, cuna de la independencia cubana, como su subconsciente rebeldía contra la riqueza de la capital. En 1959 quiso destronar a La Habana en favor de Santiago, pero resultó ser prácticamente imposible administrar el país a partir de esa ciudad provincial, mal equipada para desempeñar ese papel. Al verse obligado, de buen o mal grado, a permanecer la mayor parte de su tiempo en esa La Habana «marcada por el espíritu burgués», se mostraba cada vez más alérgico frente al espectáculo de su relativa relajación y de su prosperidad superficial. Ya en su discurso del 26 de julio de 1967 atacó violentamente a los vendedores ambulantes de churros o buñuelos — que eran particularmente numerosos en la vieja ciudad —, expuso detalladamente sus presupuestos y sus márgenes de beneficio para llegar a la conclusión de que la revolución no se había hecho para permitir unas ganancias tan escandalosas. Y anunció leyes revolucionarias que darían fin a ese escándalo.
 Pero, antes de pasar a la acción, había decidido aparentemente dar a los habitantes de La Habana una última oportunidad de rehabilitarse ofreciéndoles participar en un gran esfuerzo productivo. Así, a fines de 1967, la población de la capital fue invitada a crear el «Cordón de La Habana», a transformar una extensa zona que rodeaba la ciudad en una inmensa plantación de naranjales y cafetales, en granjas lecheras con modernos pastos, en toda una serie de otros centros autónomos de producción de materias agrícolas esenciales. «Para tomarlo, hay que sembrarlo», proclamaba la consigna, refiriéndose al café, Granma explicaba, además, que la provincia de La Habana, que cuenta con algo menos del 30 % de la población de la isla, consume cerca de la mitad de su producción agrícola global, lo que no es ni justo ni racional. Y, debido a este hecho, se emprendió una extraordinaria campaña propagandística. En principio se trataba de reclutar voluntarios para el «Cordón de La Habana», pero de hecho cada empresa y cada oficina recibió su plan de sementeras que debía llevar a cabo costara lo que costara. Fidel estuvo la noche de año nuevo de 1968 con esos voluntarios del Cordón para subrayar la importancia de su esfuerzo.
 Los habitantes de La Habana respondieron de buen grado a esa llamada: muchos se instalaron durante varias semanas bajo la tienda en el mismo Cordón; otros iban al mismo cuando despuntaba el alba y regresaban al mediodía a su casa. Por la noche la ciudad recobraba su aspecto habitual y se hablaba mucho, y bien, de la utilidad de esa empresa; entre otras cosas el Cordón liberaba a la capital de las veleidades de los suministros y, principalmente, le permitía subsistir en caso de ruptura con la U.R.S.S. El discurso de Fidel Castro del 2 de enero de 1968 contribuyó mucho a alimentar los rumores sobre la inminencia de tal eventualidad. Al anunciar el racionamiento de la gasolina Fidel subrayó, de un modo bastante misterioso, que las entregas de petróleo ruso tenían «límites» y que la dignidad de la revolución exigía que no se superaran. No dijo en qué consistían esos «límites», pero Granma se encargó de hacer comprender, algo más tarde, que no eran el resultado de una insuficiencia en la producción petrolífera de la U.R.S.S. que había alcanzado, en 1967, el nivel récord de 286 millones de toneladas. Así pues, cada uno era libre de llegar a la conclusión de que, por razones políticas, los barcos rusos podían empezar a escasear y que las importaciones de trigo, y de algunos otros productos del Este, también podían ser restringidas. Ahora bien, los «estrategas de La Habana» pretendían que, gracias al Cordón, la ciudad dispondría siempre «de café con leche, fruta y tal vez incluso de carne», lo cual bastaba para su supervivencia. Algunos añadían: «Incluso tendremos puros para cortar los apetitos demasiado grandes».
 Algunos economistas extranjeros preguntaban tímidamente, si ese plan no iba a crear nuevas dificultades en el sector de la mano de obra, que ya parecía bastante deficitario debido a la zafra de los 10 millones de toneladas. Y se les respondía que su inquietud no tenía fundamento: las sementeras y la recolección del café o de los agrios son trabajos fáciles que incluso pueden efectuar los escolares, mientras que cortar caña de azúcar sólo pueden ser confiado a una categoría totalmente distinta de trabajadores. De todos modos, el Cordón tenía un objetivo social y económico que debía permitir, mediante una mayor mezcla de la población, suprimir las diferencias, las desigualdades, entre los que se dedicaban a las tareas agrícolas y los ciudadanos que se acantonaban en sus sectores especializados. Por tanto, todo estaba bien pensado y esa movilización fue concebida mucho tiempo antes para «acercar a los habitantes de La Habana a la vida de su propio país».
 Es preciso situar en este contexto la «gran ofensiva revolucionaria» que iniciaba el discurso de Fidel Castro del 13 de marzo de 1968: «Debo decir que las instituciones, las ideas, los lazos y los privilegios burgueses subsisten aún en el seno de nuestro pueblo... Hemos querido que las cosas se hagan lo mejor posible, hemos querido profundizar las cosas un poco más cada día, pero no hay ninguna duda de que las instituciones han subsistido mucho más tiempo del necesario, los privilegios han subsistido demasiado tiempo... Naturalmente eso no quiere decir que se deba incriminar al pueblo de La Habana; [porque ahora] éste se incorpora masivamente y con un increíble entusiasmo al trabajo... Pero también existen los gandules, que gozan de perfectas condiciones físicas, que instalan un quiosco, que montan un pequeño negocio de cualquier cosa para ganar 50 pesos diarios, violando la ley y violando las leyes higiénicas, mientras ven pasar los camiones cargados de mujeres que se van a trabajar al Cordón de La Habana... ¡Muchos se preguntan qué tipo de revolución es esa que permite, al cabo de nueve años, la existencia de ese tipo de parásitos!» Después de haber enunciado de esta forma el problema Fidel reveló los resultados de una encuesta llevada a cabo por el P.C. en los distintos barrios de La Habana, que daba a conocer la extensión y los beneficios del comercio privado, sobre todo de los pequeños bares, que eran particularmente numerosos (955). De ello se derivaba que todos esos establecimientos se caracterizaban por «una mala actitud revolucionaria, tanto por parte de los dueños como de los empleados, que atraían una clientela asocial y prestaban un mal servicio a la población». 



 Fidel ofrecía al oprobio del pueblo trabajador los estratos parasitarios y daba vía libre a los que querían actuar contra ellos. Los castristas no dudaban en afirmar, en privado, para no herir la susceptibilidad antichina de los soviéticos, que eso era una versión cubana de la revolución cultural. Los más activistas se lanzaron, en efecto, espontáneamente, contra los aprovechados y los «asociales». Así, por ejemplo, los de la televisión invadieron la Funeraria —un café-museo instalado a fines de 1967 en la antigua casa mortuoria de la calle 23, en el centro de Vedado, prácticamente frente al edificio de la radiotelevisión— y después de haber expulsado a todos los clientes instalaron piquetes permanentes para impedir que nadie entrara en el local. Sin embargo la Funeraria no tenía nada de un establecimiento privado; al contrario, había sido creada a base de una gran inversión por la revolución y algunos pintores célebres, provenientes de Europa para asistir al Congreso cultural —empezando por Edouard Pignon— colaboraron en su decoración. Pero los activistas encontraban insoportable ver, desde la ventana de su oficina, a las chicas en minifalda y a muchachos aparentemente sin nada que hacer pasarse horas charlando, o escuchando música. «Aquí nadie es enemigo de la alegría, nadie se opone a que el pueblo pueda beneficiarse de su tiempo libre y divertirse, pero actualmente el pueblo tiene tareas mucho más vitales, mucho más importantes», había dicho Fidel justificando por anticipado la acción de los activistas de la televisión.
 Durante las 48 horas que siguieron al lanzamiento de la «gran ofensiva revolucionaria» las organizaciones de masas —C.D.R., sindicatos, secciones del P.C., Unión de la Juventud Comunista y Unión de mujeres— reunieron más de setecientas asambleas populares en todos los barrios de La Habana 4i En este discurso pronunciado el 13 de marzo de 1968 Fidel no dijo ni una palabra sobre la eventual sustitución de esos establecimientos privados (que «rendían malos servicios a la población») por establecimientos estatales mejor adaptados. De hecho nada parece haberse regulado en este terreno, ni respecto a los bares nacionalizados ni a toda la gama de pequeños establecimientos de distribución (desde los vendedores de verduras hasta los libreros de lance) para exigir que se castigaran a los culpables. Pero se evitaron las violencias callejeras y los casos de intervención directa por parte del «pueblo indignado», contra los especuladores o los ociosos fueron muy escasos. Las autoridades habían preparado cuidadosamente las listas de todos los que operaban en el sector privado, principalmente de aquellos que lo hacían sin ninguna autorización legal (que representaban una tercera parte del total) e intervinieron con rapidez y eficacia. En menos de una semana el sector privado urbano fue decapitado, no sólo en La Habana sino también en todo el país. Según los datos oficiales, establecidos a finales de marzo de 1968, 58.012 establecimientos en el pequeño comercio, el artesanado y los diversos servicios fueron nacionalizados y una importante reserva de bienes de consumo, que hasta entonces había permanecido disimulada, fue confiscada. Sólo en la ciudad de La Habana las autoridades intervinieron en 16.634 empresas privadas.
 Estas cifras incluyen a los 9.179 obreros-artesanos que trabajaban por su cuenta, con o sin licencia. Y se les invitó a unirse a las fábricas de sus categorías respectivas. Además, para rehabilitarse de sus pasadas faltas, una parte de los «comerciantes» ofreció su benévola colaboración a las autoridades. El balance oficial no Índica ni la talla de las empresas nacionalizadas ni la importancia de la mano de obra utilizada. Únicamente revela que más de la mitad de éstas habían surgido después de la revolución, por iniciativa de «empresarios» de un nuevo tipo. El 27 % de estos «establecimientos» nacionalizados habían sido creados, en efecto, por obreros que «desertaron de sus fábricas para convertirse en burgueses, en egoístas, y que acumulaban riquezas a base de explotar a ese pueblo del que salieron».
 Por televisión se enseñaron muestras de los bienes confiscados. Se trataba principalmente de piezas de recambio para automóviles o televisores, telas, jabón, leche condensada, harina, mantequilla, perfumes, desodorantes y otros productos racionados que en ese momento era imposible encontrar en el mercado. Muchos de los poseedores de esos «tesoros» habían llevado un tren de vida muy modesto «para disimular mejor sus malas acciones» y no suscitar la envidia de sus vecinos. Otros, por el contrario, no se habían privado en absoluto de evidenciar su dolce vita ante todos. Pero, fueran cuales fueran sus actitudes todos tenían —según los editorialistas— una misma «mentalidad de pequeños Julio Lobo». Se insistía mucho sobre este punto en la prensa para explicar que el gobierno no utilizaba dos pesos y dos medidas al suprimir el sector privado en las ciudades, mientras concedía facilidades a los «miniplanes» de los pequeños propietarios campesinos. «El campesinado es una clase productiva y constituye un precioso aliado para el poder revolucionario de los obreros». Fidel lo había dicho muchas veces y Granma no dejaba de recordarlo muy oportunamente. Al haber establecido de esta forma que el problema del campo debía ser desglosado, el periódico llegaba a la conclusión de que Cuba era ya «el país socialista que poseía un más alto porcentaje de propiedades estatalizadas». Pero la «gran ofensiva revolucionaria» no se había concebido como una simple operación contra el mercado paralelo más o menos tolerado hasta ese momento. Su objetivo consistía en movilizar mejor al país y estimular el ardor y la productividad de los trabajadores. «¡Guerra a la desidia, al egoísmo, al individualismo, al parasitismo, al vicio, a la explotación; aún más revolución!» se podía leer en los enormes carteles rojos. Todos los trabajadores eran invitados a llevar a cabo esta guerra y nada debía distraerles de su tarea. Incluso los cabarets —aceptados anteriormente porque correspondían a los gustos y al temperamento cubano— fueron cerrados. (…)
  Mientras, La Habana se había transformado en una típica ciudad de retaguardia. Más de 20.000 empleados habían cedido sus puestos a sus mujeres, que hasta ese momento no trabajaban, y partieron hacia la batalla de Camagüey. Los obreros formaron «brigadas rojas» en sus fábricas para trabajar horas extras, no remuneradas, en provecho de la colectividad. El egoísmo y el individualismo —afirmaba Granma— eran combatidos ardientemente y estaban a punto de desaparecer. El personal hotelero había votado unánimemente la abolición de las propinas, que eran consideradas humillantes, y formaron algunos destacamentos de choque para la agricultura. Cual el tiempo tal el tiempo, la alegría no adquirió de nuevo su carta de ciudadanía más que después de una resonante victoria en el frente: en La Habana, en 1968, se festejó por tanto durante tres días seguidos el fin de las sementeras en el Cordón. Al margen de estos períodos ya no era cuestión de distraerse y ni siquiera de tomar una cerveza para refrescarse cuando la canícula apretaba fuerte; todos los bares estaban cerrados con doble llave. Los servicios, ya insuficientes, eran reducidos ahora a su más mínima expresión: los peluqueros, electricistas, zapateros o lavanderos —tanto los antiguos «privados» como los recientemente «estatalizados»— eran, en su mayoría, ocupados en la plantación del café, la siembra de la caña o la recolección de los agrios. Los que quedaban únicamente podían satisfacer una parte muy limitada de las necesidades de la población. Para cortarse los cabellos era necesario hacer cola durante medio día. (…)
 Otro tema preocupaba a Fidel: las manifestaciones de una cierta «juventud dorada» en el centro mismo de La Habana y la «total inmoralidad» de esos «jovenetos». Castro explicó que su actitud se debía a múltiples factores: «A veces el hecho de tener en su familia personas que abandonan el país; a veces la negligencia de esas familias y a menudo la influencia negativa que tienen sobre esos jovencitos determinadas personas que propagan ciertas ideas y les arrastran a determinadas actividades». Fidel prometió emprender una lucha a muerte con los contrarrevolucionarios: «Las cabezas de todos los que quieren destruir la revolución caerán». A la «juventud dorada» le anunció una reeducación por el trabajo y el servicio militar: «La Ley del Servicio para ir llamando en el futuro a aquellos que estando en una edad entre quince a veinte y tantos años no han estudiado. De manera que en el futuro todo joven que, por ejemplo, tenga 16 años, 14 años, y no esté realizando los estudios correspondientes, entonces ésos serán llamados al servicio, en el futuro. Todavía la Ley tiene que satisfacer algunas necesidades. Pero ya tenemos muchas unidades militares servidas por los estudiantes de los institutos tecnológicos y que son magníficas unidades militares, magníficos jóvenes que asimilan la técnica militar moderna con una gran facilidad».
 El tono de ese discurso era inquietante. Rompía totalmente con el que Fidel utilizaba durante los primeros años de la revolución, o incluso algo antes de la «gran ofensiva». Por primera vez Fidel hablaba con una especie de rabia y presentaba la militarización y la represión no como medidas extremas en un momento de máxima tensión sino como remedios normales aptos para curar la «exasperación» de determinados estratos sociales o la mala conducta de algunos jóvenes. Incluso pidió disculpas por haber dado la impresión de ser «liberal». Su tesis sobre la intensificación de la lucha de los enemigos del pueblo y los revolucionarios, como consecuencia de los progresos del socialismo, tenía una siniestra resonancia.


 (Fragmentos) Los guerrilleros al poder. Itinerario político de la revolución cubana, Barcelona, 1972, Biblioteca Breve, Seix Barral.



  

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