viernes, 25 de octubre de 2013

Canturreo





 Lorenzo García Vega

 Canturreo, era una letanía. Se cantaba un número, y la letanía de un niño respondía: cincuenta pesos (¿eran cincuenta pesos? Ya no recuerdo bien).

 Letanía de un niño con una voz fría (¿voz como de bombillo que iluminara poca cosa?), neutra, insoportable. Voz que como que se caía, voz para tirarse uno en el suelo.

 1459: cincuenta pesos. 2315: cincuenta pesos. Contestaba y volvía a contestar el niño. Era insufrible cantaleta, sombría cantaleta, en pleno mediodía tropical.

 Repetía y repetía.

 Cincuenta pesos, cincuenta pesos, cincuenta pesos, cincuenta pesos... Había que oír, cuando en medio de todo aquello, el padre de la Calzada de Jesús del Monte decía: La República.

 Voz neutra, sonsonete oxidado. Voz de niño de la Beneficencia.


 La Beneficencia, a cargo de unas monjitas, estaba en la calle Belascoaín. La Beneficencia, y por supuesto un torno. Un torno donde, en Palíndromo en otra cerradura (Homenaje a Duchamp), municionado con un labio amarillo, coloqué a mi amigo Carlos Eme. Ese era el lugar donde estaban los huérfanos, y a todos los huérfanos los apellidaban Valdés. Y por eso a Plácido, el poeta hijo de barbero y bailarina, a quien dejaron allí, se llamó Gabriel de la Concepción Valdés.


 Y aquello era del carajo. Y en Cuba todo era del carajo. Mediodías, con calor sofocante.


 ¡Bastante sombrío todo, pese al relajo de la luz! A uno de aquellos huérfanos niños Valdés lo llevaban, todas las semanas, a cantar los números de la Lotería.

 Había un manubrio, y le daban al manubrio. Salía una bola, decían el número de la bola, y entonces el lamentable niño Valdés, con su oxidada voz lamentable, tenía que repetir: cincuenta pesos, cincuenta pesos, cincuenta... Había que oír cuando...


 Por todas partes. Uno oía aquello por todas partes. "Como quiera que te pongas tienes que llorar", se decía en Cuba.

 No había quién se zafara de aquello.

 Uno estaba en su cuarto, leyendo a Marcel Proust, pero desde la casa de al lado, o desde una azotea, o desde cualquier parte de aquel infierno caluroso, venía la voz oxidada del niño Valdés.


 A veces, por un segundo, se hacía el silencio. Uno leyendo a Proust, pero uno oía aquel jodido silencio. Por todas partes.

 Era un segundo.

 Entonces un bombín, funcionario de la Lotería, rodeado de otros bombines, funcionarios de otras respetables instituciones de la República (a quienes les pagaban unos pesos por asistir a la función), tales como la Sociedad Económica de Amigos del País, de repente, entre la expectativa y el silencio, decía: 4202, premiado en cien mil pesos. El Presidente del Tribunal invita a ver la bola (pero, aunque invitaba a ver la bola, todos se sospechaban que la Lotería, como casi todas las instituciones de la República, funcionaba bajo el fraude).


 Había viejas tías, pegadas a la radio. Tías oyendo unas como expectativas sonoras (¿por qué esas expectativas sonoras quedan vinculadas, en mi imaginación, a una barbería de un pueblo de campo?), oyendo unos ruidos como de taburetes rodando por los suelos, en ese espacio que se había abierto cuando el Presidente del Tribunal invitaba al público a ver la bola.

 Las viejas tías cubanas no se perdían nada de todo aquello, mientras con cuántas cubanas razones, decía el poeta de la zafra, las viejas carretas rechinaban, rechinaban.

 ¡Aquello parecía que no se iba a acabar nunca! Pues a los pocos segundos la cantaleta volvía. Volvía el niño Valdés con sus "cincuenta pesos".


 (Y aquí, para traer a Joseph Beuys, me detengo un momentico. Pues no está mal, ahora, abrir este paréntesis. Y es para traer amorosamente entre los brazos, como si fuese un bebé, a esa liebre muerta que es el Arte. Con la cantaleta de la Lotería, en que el niño Valdés repite, uno mantiene la liebre, que dijo Beuys, en los brazos. Y como un ungüento, la sombriedad de la cantaleta, mediodía tropical de los números, se extendía por todo el paisaje. Y había que verlo como un corrosivo que, mientras la liebre muerta, también se revolvía para ser recogido dentro del fieltro - ese fieltro que recomendaba Beuys -. Pues Beuys llegó a sentir que, con un sonido "que se filtra a través del fieltro", "el piano llega a ser un homogéneo depósito de sonido". Es decir vamos a estar clarosun sonido, ese sonido de la cantaleta, habría que purificarlo con el fieltro que lo cubriría todo. Estarían también encubiertas las calles de La Habana, enchumbadas de sol. Y los feos Paraderos del tren, en los feos pueblos de campo de esafea Llanura de Colón donde me tocó nacer, estaban llenos de feos billeteros, o mocos pegados a las paredes, o bancos desdentados sosteniendo nalgas de viejas desdentadas, pero también todo esto habría que soñarlo con la liebre muerta en los brazos, sucediendo bajo un happening del inevitable Beuys. ¿Se entiende lo que estoy diciendo? Me temo que no. Estoy cayendo en el autismo. Cierro el paréntesis). 
 Así que la República, con sus mocos pegados a las paredes de los Paraderos (estos mocos pegados, en una Cuba horrible, ya aparecen en la novela de Carlos Enríquez), bajo oprobioso mediodía se llenaba, todas las semanas, con el monótono canto del niño Valdés.

Aquello era para salir corriendo.

 Pero no sólo era la cantaleta del niño Valdés (¿todos los niños cantores se apellidaban Valdés. o antes había habido otros que se apellidaban Expósito?), sino que también por la radio, todos los domingos, había otra cantaleta nocturna. Por supuesto, no era entonces, otra vez, los números de la Lotería lo que se cantaba, sino que era algo tan sombrío como las letanías del niño Valdés lo que también se cantaba.

 Noche de domingo tras noche de domingo, así como mediodía de día de semana tras mediodía de día de semana.

 Noche de domingo, letanía. Habría que haber conocido a Beuys, para entonces haberse colocado a la liebre muerta sobre los brazos. Pero en aquel entonces no había nada de eso. En aquellas noches de domingo la letanía era sobre: fechorías de funcionarios, desfalcos de aduanas, corrupciones de burócratas, seguros desfondados, robos del desayuno escolar de los niños pobres, pucherazos en las elecciones, secuestro de documentos importantes, magistrados vendidos, gangsters ejerciendo como profesores, profesores convertidos en gangsters, legisladores apoderándose de los bonos de la República, hospitales sin camas, carreteras inexistentes, fondos públicos extraviados, escamoteo de pensiones de viudas, cuarteles de bomberos inexistentes, botellas a nombre de bombines ilustres, contratos remunerados de obras inexistentes, etc., etc. Todo cantado pacientemente, nocturno domingo tras nocturno domingo, no por la monótona voz del niño Valdés, sino por la voz como de pito de Eduardo Chibás, quien era el denunciador de la corrupción administrativa, y el apóstol de un lema: Vergüenza contra dinero.


 Ese fue el tono, fondo musical de mi edad de cobre. Cobre desde el pecho hasta las piernas. No lo sabía en aquel tiempo, pero ahora sí, en esta Playa Albina, después de haber experimentado durante un buen tiempo mi ceremonial con la colchoneta tirada en la tierra baldía, he podido acercarme a Beuys y, con ello, soñarme un pasado de edad de cobre en que, mientras Chibas estaba cantando los números de la corrupción, yo hubiera podido, cubierto por el fieltro, llevar en los brazos a la liebre muerta. Hubiera podido, pero por desgracia yo, entonces, no sabía nada de lo que podía ser un happening.



 El Oficio de Perder (fragmento), tomado de Diásporas, documento 6, La Habana, marzo de 2001. 

 Fotografía de Marc Ribaud.

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