sábado, 5 de octubre de 2013

Tres textos de Julián del Casal sobre la explosión en la ferretería Isasi



   Francisco Morán

   I

  La tragedia de 1890 ha perdurado hasta el día de hoy en la memoria de los habaneros. Nadie que entre al Cementerio de Colón dejará de notar, desde que empieza a avanzar por su avenida central, el imponente mausoleo que todos los habaneros conocen como la «tumba» o el «monumento» de los bomberos, debiendo notarse que es, en efecto, ambas cosas.
  El 17 de mayo de 1890 se produjo una aterradora explosión en la ferretería de Juan Isasi, en Mercederes y Lamparilla. Todo empezó con el incendio que se desató en el establecimiento. Los bomberos del Comercio y los municipales corrieron al lugar del siniestro. Cuando uno de los bomberos intentaba abrir un boquete en una de las puertas de la ferretería, fue que ocurrió la explosión. Nadie podía sospechar que el lugar era un verdadero polvorín: allí – se supo más tarde – se almacenaba una enorme cantidad de dinamita.
  Un dato interesante que nos da Jorge Oller Oller es que el suceso fue registrado fotográficamente por Higinio Martínez, de La Caricatura. No solo fotografió las ruinas calcinadas de la ferrertería, sino que también, nos dice Oller, “fue a la morgue a retratar a los muertos y también tomó fotos del entierro.” El trabajo de Higinio “era recorrer los cuarteles de policía, las casas de socorro, hospitales y depósitos de cadáveres para retratar las víctimas y los victimarios así como las armas o instrumentos que usaban para cometer los crímenes.” Oller sostiene que Higinio fue “el primer fotógrafo de periódicos de Cuba,” y además de trabajar para La Caricatura, lo hizo también para La Discusión a partir de 1892.
  Los datos mencionados son importantes si consideramos que hacia 1890 Casal trabajaba ya como reportero de sucesos para La Caricatura (1). Lo que ya habíamos afirmado a propósito de esas colaboraciones parece confirmarse, todavía más, con lo que tenemos aquí. Al presentar el artículo, la crónica y la  reseña de un “álbum” sobre el suceso publicados por Casal en La Discusión el 2, 18 y 19 de junio respectivamente, la pregunta que tenemos que hacernos es ¿por qué escribe Casal relativamente tarde sobre la tragedia, y por qué lo hace un tanto desde los márgenes? ¿Por qué no tenemos una crónica suya sobre el suceso mismo? Una posible respuesta podría ser – aunque no podemos asegurarlo ni, por tanto, demostrarlo – que esa crónica la habría escrito ya para La Caricatura (IMPORTANTE: en su artículo del 2 de junio de 1890, Casal expresa que La Discusión había publicado la crónica de lo sucedido en su edición del 18 de mayo. Puesto que la autoría de la misma recae, no en un reportero en particular, sino en el periódico, sería interesante localizar la misma, comprobar si está firmada o no – y si incluye alguna fotografía – y, a través de la comparación estilística, concluir si pudo o no ser Casal su autor. De manera que la extensión del involucramiento de Casal como periodista en el suceso está lejos de poder considerarse un «caso cerrado».
 Por cierto, en el documental Dónde está Casal, de Jorge Luis Sánchez, vemos colocar sobre una mesa, a uno de cuyos lados está sentada Carmen Peláez, las pertenencias de Casal que esta conservaba. Vemos su libro Hojas al viento, los retratos de Darío, el de Casal vestido de oriental junto a su amigo Manolo Moré, y el de Cornelius Price. Hasta donde sé, nadie ha reparado – ni siquiera el director – en una extraña foto que aparece justamente al lado de otra de Casal. Se trata de un hombre, evidentemente muerto, con la cabeza arqueada, los ojos abiertos y vueltos hacia arriba. Vemos el cuello tenso por la posición en que está la cabeza. La foto fue hecha desde arriba, y el hombre en cuestión está en posición yacente. Tiene el pelo negro y abundante, bigotes que se unen a las patillas extendiéndose a la barba. Aunque la calidad de la imagen deja que desear, el rostro denota cierta belleza. Cuando se la envié a mi amigo Pedro Marqués preguntándole qué veía en ella, me respondió: “Lo que veo es un Che mirando hacia arriba al lado de Casal. ¿Es un Che? ¿Y qué pinta ahí?” En efecto, ese muerto tiene una belleza característicamente guevariana que Casal, sospecho, habría sabido apreciar y no habría dudado en coleccionar. Mas lo importante es preguntarnos quién podría ser ese muerto, y cuál el origen de esa fotografía? ¿No sería una de las fotos de los cadáveres que hacía Higinio Martínez para La Caricatura, donde trabajaba Casal escribiendo, entre otras colaboraciones, la «revista de sucesos»? ¿Sería, incluso, tal vez, el retrato de uno de los bomberos muertos por la explosión en la ferretería de Isasi? Cualquiera que sea la respuesta, una cosa es cierta: esa fotografía es la huella de un deseo, de ciertos itinerarios, de una mirada hacia el cuerpo masculino marcado por la violencia, característicamente casalianos.

  II

  Varios detalles nos llaman la atención. El primero de los artículos de Casal – y debe recordarse que es también el más próximo a la fecha del suceso – se caracteriza por una vaguedad semejante a la de su título: “Las últimas catástrofes (Impresiones generales).” Casal comienza mencionando “las dos catástrofes” que, dice, ocurrieron “[d]urante los últimos días del presente mes.” Es muy probable que haya escrito el artículo entre el jueves 29 y el viernes 30 de mayo (puesto que aparece en la edición de La Discusión del lunes 2 de junio). No obstante tratarse de dos calamidades muy distintas una de otra – la explosión en la ferretería se habría debido a la negligencia criminal del dueño, mientras que las lluvias e inundaciones torrenciales del 28 fueron consecuencia y/o expresión de un fenómeno natural – la ambigüedad de la escritura parece equipararlas: “Ambas fueron producidas por las fuerzas de dos elementos poderosos que se desencadenaron en momentos inesperados, ocasionando la muerte de diversas personas” (énfasis mío). Lo segundo es que, en mi opinión, la indistinción que anuda a esos “dos elementos poderosos” es un ardid retórico deliberado que pavimenta el camino por el que el periodista quiere llevar a los lectores: “¿Cuál ha sido la peor? Atendiendo al número de las víctimas, la primera ha sido la más desastrosa; pero si se tienen en cuenta los medios de que disponíamos para defendernos, la segunda ha debido impresionarnos más” (énfasis míos). Tomen nota los que han negado la presencia de lo político en la escritura de Casal.
  Las publicaciones – los folletos, el álbum – sobre el suceso del 17 de mayo demuestran que fue esta precisamente, y no la otra, la tragedia que se grabó definitivamente en la memoria y en la imaginación de los habaneros. Al releer los textos de Casal comprobamos que la muerte de los bomberos se sensacionalizó de manera alucinante. Las solemnidades, los ritos, las ediciones de la prensa periódica, los actos públicos, las declaraciones de los oficiales del gobierno colonial y de la Iglesia que comenzaron casi inmediatamente después de ocurrido el hecho, y que – como bien nos recuerda el artículo de Casal del 18 de junio todavía continuaban un mes más tarde – sugieren un calculado intento de atizar, manipular y sacar provecho de las emociones de la población.
  En este sentido los artículos casalianos que aquí presentamos, resultan particularmente iluminadores de la ironía, de la intervención política, del distanciamiento crítico y de una crítica demoledora a las maniobras de las autoridades coloniales. Todavía nos quedan críticos lo suficientemente obtusos – y no menos perezosos al leer – que siguen considerando al modernismo, y no hablemos ya del propio Casal, como escapista, desentendido de los conflictos de la vida diaria, y entretenido solo en colgar guirnaldas decorativas en las vidrieras de los comercios, y en las puntadas del estilo. Olvidan – o intencionalmente prefieren ignorar – que esas puntadas bordaban por igual en los gaseados del art nouveau que en el fango; y que – para decirlo en pocas palabras – el modernismo no podía ser un movimiento escapista por la sencilla razón de que la existencia de este movimiento solo tiene sentido a la luz de los cambios que transformaban y modernizaban la ciudad, y de los debates que ese mismo proceso modernizador originaba.
   Regresemos, entonces, al artículo de Casal del 2 de junio. Lejos de sumarse al ánimo exacerbado de sus paisanos, su comentario busca nada menos que introducir una peligrosa rectificación – dado el sentir generalizado que ya apuntamos – al proponer que las lluvias e inundaciones (la segunda tragedia), y no el suceso de la ferretería de Isasi, fue la peor. Podemos ver con que cuidado consigue sortear, retóricamente, el audaz comentario. Entre el “Atendiendo al número de víctimas” y “pero si se tienen en cuenta los medios de que disponíamos para defendernos” se crea un precario balance que el razonamiento del periodista no demora en hacer trizas: la catástrofe en la que murieron bomberos y civiles nos ha impresionado más, sugiere Casal, precisamente por eso, por el número de muertos y por la teatralidad misma del suceso. Pero al expresar que fue la segunda catástrofe esa que, en verdad, “ha debido impresionarnos más,” la argumentación deja a un lado la cantidad de los fallecidos y heridos para concentrarse – y no muy sutilmente por cierto, a pesar de ese plural de modestia que usa – en la responsabilidad de las autoridades del gobierno colonial que contaba con los medios para minimizar los daños (incluida la pérdida de vidas, que fue menos) de las inundaciones. Y no debe olvidar el lector que Casal hace esta crítica contundente en los momentos en que – como se verá más adelante en los documentos que ofrecemos – habiendo capitalizado las emociones de la población, el Gobierno había conseguido captar la simpatía de la ciudad. Desde luego, esa simpatía fue también hábilmente construida y/o incentivada por algunos de los periódicos y periodistas que dramáticamente narraron el suceso y convenientemente ensalzaron las respuestas del aparato colonial, desde el Gobernador General hasta el Obispo.
  Finalmente, considero importante tomar nota del final del artículo de Casal. La escritura nos lleva – y en este orden –, del sentimiento de horror experimentado colectivamente, al sentimiento de “desolación” que lo acompañó, a la resignación “inevitable” de la muerte, y al olvido – sentimiento que, de todos los mencionados, Casal considera “el más natural.” Veamos como lo resume: “Y vendrá lentamente, en pequeñas dosis, a cada día, a cada hora, a cada minuto; sin que nos demos cuenta quizás, hasta que nos domine por completo” (énfasis mío). Mientras por toda la ciudad se construyen mausoleos a la memoria, se apuesta a la inmortalidad, al recuerdo en que, supuestamente, vivirán para siempre los mártires, Casal echa todos esos grandes gestos en lo que ve como inevitable: el olvido. No hay que tomar a la ligera un comentario cuya efectividad descansa, en primer lugar, en su fuerza conclusiva, y en segundo lugar, en una doble intervención ética-política-estética. Así, Casal desafía la política de duelo como práctica institucional revelando su vacío, mientras al mismo tiempo desensacionaliza el suceso de la ferretería de Isasi. Esto último se hace más evidente en las últimas líneas del artículo: “Otras nuevas desgracias vendrán a herirnos, a conmovernos y a postrarnos. Y, reflexionando un poco, un incendio y una desgracia no son de los más terribles males que pudieran sobrevenir. Hay otros peores todavía” (énfasis nuestro). Al leer las catástrofes del 17 y el 28 de Mayo en un contexto más amplio, Casal no deja de advertir – ni de sugerir – su relativa insignificancia. ¿Qué otros males podrían ser peor que las catástrofes mencionadas? ¿Cuáles serían esos otros males que se anuncian, se profetizan aquí? Podemos ver que la noción de catástrofe – de significado pudiéramos decir que más específico – cede su lugar a los males, que parece huir de lo meramente accidental y físico (accidentes, desastres naturales, crímenes) para llevar al lector a un espacio semántico de mayor amplitud: ¿la guerra que se avecina?, ¿la reconcentración de Weyler?, ¿la intervención norteamericana?, ¿la frustración de la independencia? Casal, desde luego, si acaso, solo hubiera podido pensar en la guerra inminente – insisto, si acaso – pero, ni siquiera esto es importante. De lo que se trata es de la percepción realista de lo contigente de la experiencia humana. Que Casal se jugara sus cartas al olvido y a los males todavía por venir en los momentos en que corría, fuera de su cauce y a sus anchas, el río de la memoria (o el de la tinta empeñada en afirmar su corriente), y en que se insinuaban – aprovechando la preciosa ocasión que ofrecían los cuerpos caídos en el cumplimiento del deber – o los llamados al sacrificio, al civismo, o a la gratitud a las autoridades y a los negociantes que habían dado muestras de “generosidad” en esos días, revela un distanciamiento crítico, una perspicacia, y lo que es más importante, definitivamente una intervención política y ética haciendo uso para ello – no lo olvidemos – del medio de comunicación masiva más importante de ese momento: el periódico.

    III
    
 Lo que hemos visto hasta aquí en la mirada que Casal arroja sobre el suceso del 17 de mayo palidece, sin embargo, si lo comparamos con lo que comenta en la crónica “Honores póstumos,” del 18 de junio. Ha transcurrido ya un mes, y continúan los honores públicos – póstumos – a los bomberos. Nótese que Casal abre su crónica con un comentario que sugiere que ha perdido la apuesta. No; no llega el olvido – ni siquiera en pequeñas dosis – y sí persiste, en cambio, el recuerdo de lo ocurrido: “El recuerdo de la espantosa catástrofe de la noche del diez y siete de mayo último se ha grabado de tal manera en la memoria de los habitantes de esta capital, que no pasa un solo día sin que se haga alguna manifestación, ya pública o ya privada, a la memoria de las víctimas.” Desde luego, el «se ha grabado» nos oculta al sujeto memorializador - ¿quién ha grabado? – que se descubre de inmediato: son aquellos que, sin dejar pasar un día, ya en privado o en público, los que han grabado “la espantosa catástrofe” en la memoria de la ciudad. Y Casal, aunque rápidamente, primero pasa revista a todos los eventos conmemorativos: “Además del luto que encresponó la ciudad en la mañana de la catástrofe; de las honras celebradas en distintos templos; de las suscripciones abiertas en todos los diarios; de la función dada en el teatro Albisu; y de otras manifestaciones que, no por ser menos solemnes, dejan de ser meritorias…” (énfasis mío).
 Obsérvese el comienzo – “Además de” – que precede a la enumeración, anunciándonos que nada de lo que sigue ha sido suficiente porque hay o ha habido otros honores póstumos. Es aquí justamente donde la crónica cumple su función de reportar lo más inmediato, el último suceso: “se ha celebrado anoche en el Círculo Militar una velada fúnebre, cuyo producto se destinará al socorro de las familias de las víctimas.” Casal habla de una “velada fúnebre,” y esto es algo que debemos tener en mente mientras leemos la crónica de esa velada. Lo que sigue no tiene desperdicio:
Como todas las fiestas que se efectúan en la elegante sociedad, la que se acaba de dar quedó espléndida, tanto por el programa, como por la concurrencia, pues sabido es que allí sólo asisten personas de alto rango y de reconocido valer.
  La casa que ocupa el Círculo, estaba suntuosamente decorada. Desde que se trasponía el umbral, la vista no encontraba más que alfombras elegantes, rameadas de flores; panoplias soberbias cuajadas de armas; espejos brillantes, encuadrados en marcos diversos; y, sobre todo, una profusión tal de flores que se encontraban, en todas partes, como si se hubiese querido dar una muestra de las maravillas y de los esplendores de la flora tropical.
 ¿”Velada fúnebre” o “fiesta”? Todavía no han acabado de mencionarse los “honores póstumos” que supuestamente rendiría la “velada fúnebre,” cuando esta se transforma súbitamente en fiesta de sociedad. Así, de golpe, nos encontramos en la fiesta del Círculo Militar. Irónicamente, el estilo – que como sabemos se cuela subrepticiamente en todos los espacios del fin-de-siècle, lo mismo en París que en La Habana – ha suavizado al extremo la marcialidad del ejército colonial que se ha dejado conquistar por los peligrosos aderezos del modernismo. Casal toma nota detallada de las “alfombras elegantes, rameadas de flores,” de las “panoplias soberbias cuajadas de armas,” y de los “espejos brillantes, encuadrados en marcos diversos.” Y luego la “profusión de flores,” y en grado tal, que aquello parecía haberse transformado en un verdadero jardín botánico. Nada, en rigor, diferencia a esta fiesta de cualquier otra de las que celebraba la elegante sociedad habanera. La ironía no puede ser más mordaz por su marcado contraste, tanto con el título mismo de la crónica, como con la primera caracterización del evento como una velada fúnebre. Más aún; Casal se las ingenia para reproducir exactamente la rapidez con que la fiesta deja atrás – quedando demostrado así lo que él había vaticinado en el artículo anterior – al duelo.
  Es aquí, justamente, donde Casal introduce lo que en justicia debería considerarse un golpe maestro de siniestra ironía.
 Véase como las maniobras de prestidigitación del estilo consiguen, podría decirse, recrear la explosión en la ferretería de Isasi al describir el escenario de la fiesta: “En el salón principal, invadido por la concurrencia, la luz del gas, tamizada por las bombas de cristal cuajado, resbalaba a lo largo de las paredes estucadas, arrancaba chispas multicolores de las joyas femeninas y fingía incendiar los vidrios de las puertas, esparciendo por todas partes su dorada claridad.” La luz del gas resbalando “a lo largo de las paredes estucadas,”arrancando “chispas multicolores de las joyas femeninas” y fingiendoincendiar los vidrios de las puertas” – y en un evento cuyo propósito era el de rendir tributo póstumo a los bomberos que habían perecido, no en una luz – léase explosión – que fingía un incendio, sino en uno de verdad, arrastra consigo un indudable aire de familia con la tragedia. En este contexto, aún una referencia inocua como la que se hace a las “bombas de cristal cuajado,” podría evocar – sin necesidad de estirar mucho las cosas – las bombas de los bomberos. A esto hay que agregar que si la «velada fúnebre» deviene y/o se vuelve indistinguible de la «fiesta de sociedad», lo mismo sucede con el último acto transformista: la «fiesta de sociedad» y la «velada artística» demuestran ser una y la misma cosa. Es de destacar que Casal tiene especial cuidado – puesto que se trata, en efecto, de una crónica social – de mencionar lo escogido de la concurrencia, pues, nos recuerda que “[es] sabido […] que [al Círculo Militar] sólo asisten personas de alto rango y de reconocido valer.” Y añade más adelante: “Tanto los oradores, como los poetas, estuvieron a la altura de su reputación, logrando arrancar aplausos a la concurrencia que supo apreciar dignamente la elocuencia de los unos y la inspiración de los otros.” Ambos grupos, los de las “personas de alto rango y reconocido valer,” y los de los oradores y los poetas que “estuvieron a la altura de su reputación” – y por tanto, a la altura también de sus anfitriones – asisten a un evento en el que, por encima de cualquier otra cosa, lo que prima es el deseo de hacerse admirar y de exhibirse. Casal les presenta a los lectores la crónica de la «velada fúnebre», –realizada presuntamente con el objetivo de rendir «honores póstumos» a los “mártires” del 17 de mayo – como lo que realmente fue: una fiesta elegante para la auto-complacencia de su reputada concurrencia. ¿No había dicho Casal que vendría el olvido? La memoria se esfuma entre las emanaciones del gas, en los reflejos de los espejos, en la profusión de flores, pisoteada en las alfombras elegantes por los pies de “alto rango” de la sociedad habanera. 


  IV
     
 La reseña cuyo título reproduce el de la publicación que comenta Casal – Álbum de la Catástrofe – apenas necesita de comentario. Se trata de la tragedia trasmutada en «obra artística», en objeto de consumo para una sociedad ya habituada a las crónicas rojas, y a las truculencias de La Caricatura. Pero, mientras algunos intelectuales criticaban el mal gusto del periódico satírico-sensacionalista, publicaciones como la del Álbum de la Catástrofe permitían consumir el mismo producto, solo que bajo otro empaque.        
 Casal comienza con un chiste que es todo un tour de force: “– ¿Otra vez la catástrofe? – refunfuñará el lector al leer este título.” El cansancio por la continua mención de la catástrofe del 17 de mayo que le atribuye a su lector cumple dos propósitos. En ese lector imaginado, Casal sugiere una sobresaturación “informativa” y/o “memorializadora” que lleva al hastío, y, finalmente a la insensibilidad, de tal manera que la incesante manipulación de la tragedia actuaría entonces como un aislante emocional, cuyo único escape sería el deseo de olvidar, de no escuchar más sobre lo sucedido. En segundo lugar, tal chiste, justo antes de comentar el Álbum de la catástrofe, no puede sino insuflarle ironía a la reseña.
  Es en el contexto apuntado que se comprende mejor la respuesta del periodista a la pregunta hipotética de su hipotético lector:
Sí; pero no será para hacer el panegírico de las víctimas, ni para gemir sobre sus despojos, ni para proponer medidas que en lo sucesivo, impidan la repetición de sucesos análogos, sino simplemente para anunciar que acaba de salir de la imprenta de los Sres. Ruiz, con la denominación de estas líneas, un folleto de ochenta y ocho páginas, elegantemente impreso, en el que se hace una reseña detallada de todo lo referente a la catástrofe ocurrida en la noche del diez y siete de mayo último.
 ¿Por qué Casal se siente en la obligación de aclarar qué es lo que no tiene como propósito el volver otra vez sobre el suceso de la ferretería de Isasi? Porque eso es justamente lo que le permite traer a la luz pública la hipocresía social, tal y como lo había hecho antes en la crónica. No; no se trata ni de las víctimas, ni de proponer soluciones prácticas para que el hecho no se repita, sino para anunciar – entiéndase propagandizar, vender – el folleto que, “elegantemente impreso,” acaba de publicarse, y que un detallado recuento de todo lo que sucedió el 17 de mayo de 1890. La suntuosidad del salón del Casino Militar se transfiere a la elegancia con que ha sido impreso el álbum. El título lo dice todo: los escombros humeantes de la ferretería, los cuerpos calcinados, todo el horror queda desinfectado, domesticado por el bon ton del álbum, obra – ¿quién lo duda? – de nobilísimas y refinadas figuras de la sociedad habanera.
  Casal no demora, pues, en verter el ácido más refinado sobre el espejismo de las apariencias sociales:          
 Desenójese, por lo tanto, el lector. Aunque nada se hubiera dicho acerca de los pobres seres inmolados en aras del deber, nada podría decir hoy, porque los acontecimientos, vistos a alguna distancia, pierden gradualmente su grandiosidad y sólo sirven para ser clasificados en el número infinito de los que constituyen la trama de la vida, sin que al cabo de cierto tiempo produzcan impresión alguna en nosotros. Además, no debemos turbar diariamente el reposo de los muertos. Es bueno de cuando en cuando ir a visitarlos al cementerio, llevarles algunas flores y hasta derramar una lágrima por ellos; pero es también conveniente ocuparse de los vivos y consagrarles toda nuestra atención.
  “Desenójese el lector,” porque no se trata de los muertos, sino de los vivos. Véase como persiste en el olvido que llega gradualmente, y en como la distancia de los hechos termina por despojarlos de “su grandiosidad.” Sin embargo, lo más importante para mí es la ética de la lectura casaliana. Todos los grandes gestos de las autoridades coloniales y de los periodistas que – como Ricardo Mora, de La Tribuna – se prestaron para hacerles el juego exacerbando y manipulando la emotividad popular, se disuelven finalmente en gestos menores, repetitivos, ya sin sentido, como son la visita ocasional al cementerio y la lágrima, no menos ocasionalmente derramada. La cursilería del ritual del duelo queda registrada magistralmente en la cursilería con que la reproduce Casal.
  El cronista, sin embargo, se permite otras deliciosas ironías como la que sigue:
Después de la introducción, empieza la reseña de la catástrofe, ajustada perfectamente a la verdad, sin que falte en ella un solo detalle, por insignificante que sea, porque todos eran igualmente interesantes, en aquellos días, para el público habanero. La reseña está escrita al correr de la pluma, tal como se escribe para un periódico que se publica todos los días, cuyos trabajos no pueden ostentar, por falta de tiempo para hacerlo, la corrección de forma que sus autores quisieran ver en ellos.
 El álbum, aunque “elegantemente impreso,” sugiere Casal, es un bodrio escrito “al correr de la pluma,” un trabajo periodístico hecho con la prisa y el descuido exigidos por “un periódico que se publica todos los días.” Casal llega al punto de introducir otro chiste cuando afirma que en “la reseña de la catástrofe” no falta ningún detalle “por insignificante que sea,” para inmediatamente agregar que “todos eran igualmente interesantes, en aquellos días, para el público habanero” (énfasis mío). Mientras se admite la posibilidad de que el álbum haya recogido detalles realmente insignificantes, esto es inmediatamente refutado, para también inmediatamente ser afirmado otra vez: si todos los detalles son importantes – si, insisto – es solo porque lo eran “en aquellos días” – con lo cual vuelve a sugerirse su irrelevancia en la reseña que ofrece el álbum.
 Lo último que queremos comentar es una observación de Casal que evidencia que este álbum, tan “elegantemente impreso,” no estaba lejos en lo absoluto del estilo de La Caricatura. Y no solamente del estilo, sino también del tráfico y el negocio con las calamidades y crímenes que ocurrían a diario. Mientras el nombre de La Caricatura probablemente era censurado en los círculos sociales distinguidos, en esos mismos círculos podía hojearse el Álbum de la catástrofe:
 Leyéndola detenidamente se siente estallar el incendio, se oye la espantosa detonación, se presencia el transporte de los heridos a los hospitales, se saben los nombres de las víctimas, se juzga la conducta de las Autoridades en tan desastroso momento, se lee la biografía de los desaparecidos y se asiste a la conducción de los restos mortales al cementerio, comprendiéndose luego perfectamente el sentimiento de duelo que embargó, por muchos días, el corazón de los habitantes de esta capital.
  El álbum revive – tal y como solía hacerlo La Caricatura – el suceso, pero mientras Isasi es investigado por sospechas criminales, no sucede lo mismo con el autor/la autora de ese álbum – ¿quién? – que, de hecho, re-produce la tragedia, la sensacionaliza y extrae dinero de ella.
   Lo que asombra en Casal es la consistencia que muestra en el examen de la sociedad en que vive, y de la que se sabe parte. Su eticidad no está en saberse o creerse distante del mundo que tan ácida y lúcidamente examina, sino en el examen mismo a que lo somete.

  Nota
 (1) Véase: “Julián del Casal en La Caricatura” en: Francisco Morán. Julián del Casal o los pliegues del deseo, p. 163-171.
Obras Citadas
 Leal, Eusebio. “Honor a los que cayeron” en: http: //www.habanaradio.cu
  Morán, Francisco. Julián del Casal o los pliegues del deseo. Madrid: Verbum, 2008.
Oller Oller, Jorge. “El incendio en la ferretería de Isasi” en:
 “Reabre Museo de bomberos,” Opus Habana, 18 de mayo, 2007:
http://www.opushabana.cu/index.php?Itemid=44&id=694&option=com_content&task=view
 Robinson G., Albert. Cuba Old and New. Longmans, Green, and Co: London, Bombay, Calcutta and Madras, 1915.


 Tomado de La Habana Elegante


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