martes, 1 de abril de 2014

Matiabo



 Repetidamente se ha dicho que la insurrección cubana, ya muy próxima a convertirse en guerra exterminadora de razas, inauguraría en la hora de su triunfo, si tal lograse, una tristísima época de retroceso, de ceguedad desconsoladora, con todas sus consecuencias deplorables.
 Testimonio sea de tal verdad la miserable idolatría  que profesan, a guisa de culto regenerador y edificante, algunas partidas de negros insurrectos, y ella sirva de curioso dato al mundo civilizado.
 En una batida que dieron recientemente en el Zumaraquacan algunas tropas de la nación a varias partidas rebeldes que se escondían en la espesura de los montes, fue cogido el grosero ídolo de que damos exactamente reproducción (copia de una fotografía que ha tenido la bondad de remitirnos el Sr. D. Manuel Martínez Aguiar) en la plana primera de este número.
 Representa un negro casi desnudo, toscamente esculpido en madera de caoba; sus ojos son dos pedazos de vidrio, y ostenta en la cabeza, por vía de ridículos adornos, algunas peonías y varios amuletos de oro; la caja del cuerpo está hueca, y sirve para encerrar en ella cenizas de cadáveres de españoles quemados por los insurrectos
 Entre las que guardaba cuando fue ocupado por las tropas leales, hallose una moneda norteamericana, de plata, equivalente a media peseta de la moneda española.
 En medio del pecho presenta un agujero, alrededor del cual aparece la figura de un gallo muerto, formado también con cenizas de españoles que fueron sacrificados al odio brutal de los negros rebeldes, y éstos suponen que, aplicando a aquel agujero el vértice de un pedazo de cuerno (tal como está dibujado a la derecha del grabado), se reproducen en un pequeño espejo que tiene dicho objeto en la parte interior, hacia la base, las figuras y los movimientos de los españoles que persigan de cerca a la partida insurrecta poseedora de tal tesoro…
 Al apoderarse nuestras tropas del extraño ídolo, un negro prisionero se arrodilló ante el soldado que le había cogido, y exclamó llorando: 
 -¡Máteme su mersé, mi amo, pero no toque a esa grandeza de los montes!
 Mentira parece tanta superstición, tan bajo y miserable  fanatismo.
 Y no sólo los negros, sino también (¡vergüenza es decirlo!) los blancos que formaban en la partida insurrecta adoraban al ridículo Matiabo.
 Por fortuna la actividad y especial inteligencia de Excmo. Sr. Conde de Valmaseda, que dirige con acierto las operaciones militares, nos hacen esperar que, enviando pronto el Gobierno los refuerzos ofrecidos y anunciados, concluya en breve la desoladora guerra que anuncia destruir por completo aquella hermosa provincia española.

 La Ilustración Española y Americana, no 30, 15 de agosto de 1875, p. 90. 

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