lunes, 23 de junio de 2014

Una pieza perdida





  Pedro Marqués de Armas


 "Julio Ramos", con ese nombre, bien podría ser el cuento soñado de la literatura cubana. Salido misteriosamente de las manos de Diego Vicente Tejera, recuerda más que nada una película de Ophüls. Hoy lo leemos así, y no a través de una tradición que apenas lo contempló. Como si el director de Le Plaisir (1952) asistiera, sin perderse un detalle, a esa sucesión tan rápida del baile en la que cabe, a discreción, más de un muerto intercalado. 

 Cuento de vampiro, se ha dicho, para acomodarlo a cierto canon fantástico, lo que mejor se asimila es el vértigo que causa y seguramente causó en su narrador, convirtiéndolo, nervio y gas mediante, en un fascinante relato de horror. 

 Un Tejera, éste, de regreso a la isla luego de un agotador periplo vital y político, tras el cual se imponía, cómo no, soñar. Soñar con Maupassant y Villiers de L’ Isle Adan, con el París de la Opera y las cocottes, de los salones y foyers, y no precisamente con la misión cubana.

 Apareció en El Fígaro en julio de 1901, apenas dos años antes de la muerte del autor. Ausente de casi toda antología y, en general, muy poco mencionado, puede contestar con ironía, incluso con escarnio, a toda esa tradición abocada a un realismo sufriente, cuando no pedestre. 

 Podría presidir el mejor modernismo y, desde luego, esa literatura parisina realizada por latinoamericanos, oscilante entre el relato y la crónica que cultivaran, entre otros, Darío, Gómez Carillo, Tablada, Rodríguez Embil, Asturias, y Carpentier. 

 A su altura sólo coloco el Mozart ensayando su réquiem de Tristán de Jesús Medina y algunas crónicas de Casal. Pero aquí se trata de una ficción breve, absoluta, sin más contubernios que el que puede tenerse con fantasmas. Una ficción con fondo de rigodones y saturada de ese deslumbramiento de los emigrados que añade siempre algo de extrañeza y donde puede reconocerse el envés de la frase de Darío: "Nunca conocimos París".

 "Hijo de América", el personaje Julio Ramos es —para mayor resonancia con la muerte— un joven hondureño larguirucho que ha ido a estudiar medicina y a quien se impone resistir las tentaciones que ofrece la ciudad, a fin de concluir con éxito sus estudios. Una y otra vez el amigo al que ha sido recomendado lo convida a disfrutar de la vida, pero él tiene que reprimírselo con obstinada voluntad, prometiéndose, solo en una ocasión y para salir del paso, darse tal regalo de París que duraría tres noches seguidas de placer. Sin embargo, es tal la tensión de su aplicado espíritu que antes que eso ocurra muere devorado por la tisis en su cuartito de la calle de Sommerard. 

 Cinco meses más tarde se presenta una noche en la Ópera, indudablemente él mismo, con su habitual "balance de cabeza" y ante el amigo que lo reconoce de lejos y en quien clava sus ojos para extremar el pavor. Este le persigue entre los salones y escaleras del teatro. Es ahora que la narración transita en el mejor estilo de Ophüls, como de una locación en otra, en una suerte de investigación especular y haciendo esos giros cegadores (“revolviéndose, entrechocándose, dislocándose, tornando a arremolinarse en cien puntos distintos como torbellinos de burbujas en caldera de agua hirviente, escribe Tejera) que invitan a una escucha secreta y como en sordina, a un fisgoneo que adquiere todos los matices de la seducción, la pesadilla o el crimen.

 Eso que mueve a Julio Ramos es el deseo; es como una ola, un desplazamiento imperceptible entre la multitud. Esa ola lo lleva a los brazos de una Pierrette, y tan pronto a los de una "arrogante alsaciana", como a los de una rubia estupenda. A todas seduce y con todas queda, exigiendo su cena, mientras el amigo que le sigue a distancia deviene testigo estupefacto, voyeur enmudecido que no alcanza ese umbral que sin embargo le atrapa y confirma en el secreto. O mejor, confina. 

 Por una de las cocottes, a la que llega con tardanza el personaje-narrador, por fin sabemos (pero saber es aquí como un eco) que el joven estudiante muerto de consunción es ahora un “americanito” con dinero capaz de adelantar cien francos por cita… Apagados los foyers, Julio Ramos se diluye en la noche del Sena: “…su figura desgarbada y triste se envolvía más y más en la niebla de la avenida, hasta no ser sino una sombra entre las sombras, hasta desaparecer confundida con la sombra”.

 Los crímenes que comete en cada uno de sus encuentros no serán sino otros tantos ecos en la prensa. Tejera apela al magistral recurso de acabar de una vez con su descripción, tan seductora como sofocante, para pasar al recorte, a la crónica pura y dura. Esas notas finales no crean sino otra historia, tejen de una a otra una historia alternativa que liga lo plebeyo del discurso criminal a la potencia sórdida de su lugar en el estilo, es decir, en la literatura (Maupassant y Villiers de L’Isle Adam). 

 Eco de ese estilo, la forma que tiene Julio Ramos de asesinar a sus víctimas sin dejar huellas, apenas restos de las cenas, no puede ser sino la de un creador, alguien que inscribe sus crímenes con tal destreza que deja aterrada a la ciudad y descoloca a la policía. Alguien así solo puede llamarse, a falta de nombre y según reza la última nota de prensa, “Vampiro…” —diríamos un vampiro perfecto, ya que no deja marcas—, y poseer un conocimiento de la ciudad como solo pueden tenerlo los que vuelven desde el lugar excéntrico de la muerte y desde la imaginación no menos extrañada de escritor alguna vez emigrado. 

 Tejera trabajó en efecto como representante de la delegación de Honduras, escribió crónicas sobre la ciudad, además de dirigir la revista —mucho más hispanoamericana que cubana— América en París. París se conoce, pues, por el envés de la frase de Darío, con esa certeza que da la condición de fantasma.
   


 Tenía razón Virgilio Piñera al definir a los poetas cubanos del siglo XIX como poco concentrados. La fórmula es válida también para quienes cultivaron la prosa. No hay más que echar un vistazo en Meza, tan falto de Satán como sobrado de ciencia, pero cuyo talento es incuestionable, a juzgar por ciertas páginas de Mi tío el empleado. Novela sobredimensionada, tanto por Lezama como por Lorenzo García Vega, rindió sin embargo —y tal vez rinda todavía— más a la crítica y a la elaboración de una ficción crítica que a una complejidad interior a la literatura. 

 Se puede decir lo mismo de Tejera, un desconcentrado total. Dejó, eso sí, no pocas insinuaciones y poemas sobre los que volver, aunque esa curiosidad ceda tan pronto se les encara. Pertenecen, pues, no menos, al dominio del archivo. Quien haya leído sus cuentos reconocerá idéntico criterio: rondó siempre, de uno u otro modo, ciertas fantasías lúgubres pero sin alcanzar el pulso que, de pronto y efectivamente, alcanza en “Julio Ramos”. 

 Esto habla de su talento pero también del gravamen que significó para la literatura cubana el drama de la historia cubana. Ello no exculpa a una tradición pero la señala en sus desniveles, en esa muesca entre avatares políticos y emocionales dictados por la historia y los propios destinos, y el lugar no del todo reconocible, aunque indudable, que precisa la literatura.

 Salido misteriosamente de las manos de un Diego Vicente Tejera que había cumplido no pocas experiencias, como la de arrastrar uno de los exilios más largos y una de las convocatorias políticas más arduas —también pesaba sobre él, aunque seguramente no tanto, el estereotipo de ser el poeta de la hamaca— “Julio Ramos” se presenta como una verdadera rareza. Un cuento único, tanto para su autor como para esa tradición que nunca lo recuperó debidamente y ante la cual retorna como el fantasma que es. Es decir, para vengarse.


 Potemkin ediciones, No. 5, enero-febrero, 2014. 

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