sábado, 10 de enero de 2015

El arte de los locos





Alejo Carpentier


/ Una exposición de dibujos de dementes 
/ Los misterios del arte de los locos 
/ Los poetas del manicomio 
/ Versos de un hipocondriaco 
/ La historia del cartero demente y arquitecto 
/ Una frase feliz

 Una gran galería parisiense acaba de inaugurar una exposición de dibujos y esculturas de locos. Por singular que esto parezca, conviene advertir que no es la primera vez que se celebra una exposición de este género. Hace ya muchos años que el espíritu teorizante y clasificador de los alemanes se encarga de revelar al público las extrañas producciones de los dementes.

 El día de apertura de la desequilibradísima pinacoteca, se vio llegar al admirable poeta Max Jacob, con su monóculo, sonriente en su faz de monje de buen vino.

 —¿Se venden bien estos dibujos?— preguntó Max al director de la galería, después de ver algunas de las cosas presentadas.

 —Es decir… hay aficionados que…

 —Si usted quiere –declaró Max, alegremente—, puedo fabricarle seis o siete todos los días.

 El director de la galería adoptó aire grave:

 —Caballero ¡sólo se admiten aquí obras de locos auténticos!

 Max Jacob se echó a reír, pero no tenía razón. El arte de los locos es algo mucho más serio de lo que él cree. Cuando se hojean los libros del penetrante alienista alemán doctor Hans Prinzhorn, se descubren, en la producción intelectual de los dementes, peculiaridades que plantean extraordinarios problemas cuya solución está muy lejos de hallarse. Ese obscuro anhelo de creación se ve regido por leyes misteriosas, que tocan de muy cerca el enigma de la verdadera creación poética que tanto preocupó a los filósofos antiguos. Para Platón, el albedrío casi ni intervenía en el canto de los bardos. Su inspiración era de índole divina, una suerte de fluido desconocido que, proviniendo del más allá, se servía de un sujeto para transformarse en estrofas. Sócrates afirmaba que “los poetas componen por instinto, del mismo modo que los adivinos, sin tener conciencia de lo que dicen”. El seco Cicerón llegaba más lejos al declarar: “hay que encontrarse en estado de demencia para producir hermosos versos”.

 Sin embargo, el estudio del arte de los locos está lejos de apoyar tales aseveraciones, llenas de la intrepidez que ponían los antiguos en sus juicios. Con los dementes el asunto se complica de modo extraordinario, pues sus cerebros desquiciados se divierten en depararnos extrañas sorpresas. Su inspiración es descocida y desigual. Hans Prinzhorn nos entera de cosas como esta: algunos de sus enfermos, absolutamente in experimentados en materia de arte –por lo general esquizofrénicos—, supieron producir, sin la menor preparación, obras capaces de emparentarse con altísimas producciones de artistas cuerdos. Al lado de esto, cien dibujos de locos se caracterizan por la incoherencia. Los hay que no saben vincular entre sí los elementos de una observación fragmentaria y disparatada. Otras veces, en cambio, lo que sorprende es el poder de regresión estética de los alienados. Sus obras se parecen frecuentemente a las de los primitivos flamencos e italianos, sobre todo cuando quieren presentar asuntos religiosos. ¿Qué similitud puede haber entre el cerebro de un loco actual y el de un tallador de piedra medioeval? Es muy difícil determinarlo. Pero el caso es frecuente, ya que se cuentan varios ejemplares de ese primitivismo de nueva cosecha en la rara exposición que motiva esta crónica.

 Entre todas las artes, la pintura y escultura son las más favorecidas con los aportes de los locos. Luego viene la literatura, que lo dementes cultivan de un modo muy curioso. Al hablar de poemas de internados, no debe olvidarse que el género tiene antecedentes de calidad. Gerald de Nerval sentía ya germinar en sí la demencia, cuando trazó las páginas de algunas de sus novelas admirables. Maupassant, sin sospecharlo, escribió en el alucinante Horla, un capítulo de su propia historia. Sin embargo, los escritores locos de hoy son bastante más modestos, y para ellos la frase escrita es, sobre todo, un medio para descargar su odio contra sus médicos, guardianes y antiguos amigos. He aquí la encantadora misiva que recibió de uno de sus enfermos un médico parisiense del manicomio Nacional de Charenton:

 “Tan pronto salga de aquí te haré morir, como bandido culpable de cien delitos. Te arrojaré sobre un matojo de espinas que te herirán con sus dardos acerados; después te apretaré la garganta con rabia y no podrás impedir –parásito de cloacas— que mi mano te ciegue y te degüelle, porque has de saber que te estrangularé sin remordimiento ni asco”.

 
 Hay locos humoristas, capaces de escribir lindas composiciones parecidas a las que produjeron en una época los fantasistas franceses. En un estudio de Regis sobre los dementes, se encuentra este divertido poema:

 “Todos afirman que estoy loco
Y tengo una rata en el cerebro.
¿Acaso penetró en su madriguera
Sin usar la escalera?
Si no eres animal
Sácame de esta barraca
Y serás gran almirante
De mi flota del Atlántico”

 Hay, sin embargo, entre el centenar de páginas de fárrago que llenan un tratado sobre la demencia, un poema que estimo de gran valor informativo. En sus versos, un demente nos cuenta las persecuciones imaginarias de que fue objeto, antes de ser encarcelado en el manicomio. No pueden narrase con más color las angustias de un hipocondríaco, que se cree víctima de las más crueles maquinaciones:

 “Rompían las máquinas en torno mío. Trataban de incendiar mis sábanas; robaban los cubiertos de plata de mi jefe para atribuirme el delito; me robaban todas mis cosas; colocaban ramas en el corredor para hacerme caer; llenaban mi habitación de periódicos y libros, cuyas ilustraciones mostraban cruces y tumbas. Se quemaban ácidos delante de mi puerta, se cortaban en dos las cucharitas para que se rompieran en mis manos, se rajaban las tazas de café con un diamante, se introducía una araña roja como la sangre en la maleta donde guardaba mi ropa. Pagaban a unos golfos para que robaran zapatos y chocolates a los jóvenes que jugaban al tenis… ¡Y por eso me recluyeron aquí!”

 En el fondo los locos auténticos son mucho menos divertidos que lo imaginados por Edgar Poe, en su deliciosa historia de manicomio. Por lo general son individuos que toman la vida muy en serio. No es menuda tarea la de asumir, un buen día, las responsabilidades históricas de Napoleón o de Julio César. Es grave cosa ser Diosa Razón –personaje auténtico y que vive pese a haber sido novelada por Joaquín Belda—. Pintar y esculpir como primitivos y escribir poemas contra los médicos, son ocupaciones de gente extraordinariamente seria y digna de respeto. Son entretenciones análogas a las que engendraron algunas catedrales góticas y más de una comedia de Moliere.

 
 Además ¡cuántas locuras inofensivas florecen, sin conocer nunca el examen médico! En el noroeste de Francia, en un pueblecito apartado y tranquilo, existe la más admirable de las creaciones de los locos. Y se trata, por excepción, de una obra arquitectónica –verdadero monumento a la locura constructiva.

 La historia merece narrarse. Un cartero de la localidad, honrado, buen empleado y excelente padre de familia, tenía una manía singular. Cada tarde, al regresar de sus correrías epistolares, recogía un guijarro –uno solo—, siempre de la misma forma y calidad. Invariablemente, antes de probar el cocido vespertino, mojaba el guijarro en cemento, y lo añadía a un montículo que comenzaba a alzarse en su pequeño jardín. Pasaron cuarenta años, y hoy, el montículo se ha transformado en un indescriptible palacio, de unos diez metros de frente por ocho de alto, donde se encuentran reminiscencias de todos los estilos arquitectónicos conocidos: desde el indostano hasta el modernista catalán, pasando por los Mayas y el Medioevo. La comarca entera se encuentra orgullosa de la obra del cartero inspirado, a la que le ha puesto el nombre pomposo de Museo. Y es éste, sin duda, el único ejemplo conocido de una arquitectura de dementes.

 Conocida es la grosera perogrullada, según la cual algunos sostienen que el arte moderno tiene puntos de contacto con el arte de los locos. No me detendría en hablar de esta fantasía demasiado fácil, digna de quienes la sustentan, si no fuera porque ha motivado recientemente un delicioso rasgo de ingenio.

 Hace pocos días, Jean Cocteau se encontraba el atelier del admirable inventor de objetos plásticos que es Pablo Picasso. Un amigo del pintor entró en el estudio trayendo un libro de un Herr doktor germano, en el que trataba de demostrarse que muchos cuadros modernos se parecen a los dibujos de los locos.

 Picasso –según me contó Cocteau—, tomó gravemente el libro y comenzó a contemplar grabados sin decir palabra alguna. Estos representaban lienzos de pintores nuevos, comparados con obras de dementes. Había un loco Juan Gris, un loco Braque, un loco Chirico, un loco Picasso.
Después de verlo todo, Pablo Picasso cerró el libro, y exclamó con desconsuelo:

 —¡Ya está! ¡Ahora resulta que hemos curado a los locos!


 Carteles, 28 de julio de 1929 –Crónicas: arte, literatura, política, vol. 9, Siglo XXI editores, pp. 145-49. 

  

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