viernes, 27 de febrero de 2015

Un hotel francés






  Julián del Casal 


  Hay lugares tan bellos en la tierra que uno quisiera poderlos estrechar contra su corazón. Esta frase de Flaubert revoloteaba en nuestra memoria al regresar de un paseo que dimos ayer al poético caserío del Vedado, para distraer el fastidio, andar al aire libre y huir de las monótonas diversiones de la ciudad.
  Era al oscurecer. La tarde expiraba poco a poco y la niebla envolvía las verdes cumbres de las montañas. El humo se elevaba en negras espirales, del fondo de las chimeneas, la bóveda celeste perdía su rojiza coloración. Los últimos reflejos del sol flotaban esparcidos, como lentejuelas doradas, sobre las ondas inmóviles de la mar. El calor se había apaciguado y se respiraba un aire fresco que parecía salir de inmensos abanicos agitados por manos invisibles.
  Atravesando la ancha calzada polvorosa que se extiende, rodeada de verdes montículos a la izquierda y de rocas negruzcas a la derecha, a lo largo de las orillas del mar, donde apercibían las espaldas encorvadas de algunos pescadores que aguardaban pacientemente la caída del pez en las redes tendidas, llegamos al risueño pueblecillo, el más tranquilo, el más pintoresco y el más moderno de los que se encuentran en los alrededores de la capital.
 Todo el que vive en la Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones. La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen dichosos. Allí se refugian, en los meses de verano, los que el calor destierra de la ciudad, los escasos poseedores de bienes de fortuna y los que no se atreven a alejarse del suelo natal.
 Dentro de este sitio encantador, se han levantado, en los últimos años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de diversas proporciones. El más grande de todos es el salón Trotcha, nombre igual al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión de los temporadistas, y se halla convertido en magnífico hotel, semejante a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearias.
   Tiene a la entrada una verja de hierro, cuyas hojas permanecen siempre abiertas. Detrás de la verja se encuentra un jardín encantador, lleno de plantas delicadas y de arbustos floridos. Los senderos están cubiertos de arena; a la manera de los de un parque inglés. En los ángulos del jardín se han levantado cuatro glorietas espaciosas, bajo cuya sombra pueden descansar los huéspedes, sentados alrededor de elegantes mesitas, saboreando sus licores predilectos.
   El edificio se compone de dos pisos. En el primero, que está al nivel del jardín, se ha colocado el restaurant, donde hay un largo salón, rodeado de elegantes gabinetes. Allí se encuentran, en los días festivos, numerosas familias habaneras, pertenecientes a las más altas clases de nuestra sociedad. Todo parece que convida a satisfacer las más imperiosas de las necesidades humanas. Las mesas elegantes, cubiertas de blancos manteles; los platos de fina porcelana, fileteados de rayas doradas; los manjares exquisitos, servidos en fuentes de plata; la profusión de licores, suficiente para todos los caprichos; y la finura de los dueños que se desviven por complacer a sus favorecedores hace que este lugar sea el escogido por las personas de gustos refinados.
   Al salir de esta pieza se asciende, por ancha escalinata de mármol, rodeada de verde baranda, al piso principal. Franqueado el dintel, se halla un salón elegante, ornado de muebles labrados, espejos venecianos, alfombras suntuosas, jarrones japoneses y mesas cubiertas de bibelots. Este salón tiene la apariencia de un parloir inglés. Detrás del mismo están las habitaciones de los huéspedes, lujosamente decoradas. Al final de éstas donde se hallaba el escenario del antiguo teatro, se está preparando el salón principal.
  Este hotel, descripto a la ligera, para que puedan formar idea nuestros lectores, está montado a la altura de los mejores de Europa. Nada tiene que envidiar a ninguno de ellos. Todo sibarita que llega a París se dirige al Grand Hotel; pero el que venga a la Habana, en lo sucesivo, dirá al cicerone al hotel de M.Chaix.

                    HERNANI 

                    
 La Discusión, jueves 23 de enero de 1890, Núm, 184. Julián del Casal. Prosas, T-2, Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963, pp. 32-33.
 

jueves, 26 de febrero de 2015

Hotel Burbridge




 Anónimo


 La Habana del "Guilded Age" o Edad De Oro (americana) como comúnmente se denomina (a grandes rasgos) la etapa entre la Guerra Hispano-Americana (1898) y la entrada de US en la Primera Guerra Mundial en 1917, crecía a pasos de gigante. Una de las huellas de este crecimiento se ve en el número de nuevos hoteles que fueron construidos para atender a la creciente clientela anglosajona.
  Uno de estos hoteles comenzó como el Hotel-Restaurant de Edouard Chaix, conocido restaurateur propietario también del famoso Restaurant Paris de la calle O'Reilly entre San Ignacio y Mercaderes. Este establecimiento existió alrededor de 1890 y se anunciaba como un lugar de comida francesa y continental.
 Algún tiempo más tarde dejó de ser operado por Chaix y paso al Sr Alfredo Petit quien era dueño de otro restaurant de lujo en la antigua zona intramuros.
 El Sr. Petit en algún momento, alrededor de 1910 o 1911, traspasó este Hotel Miramar Brubridge Hotel-Restaurant a un Mr. William (Billy) Burbridge, un empresario y jugador profesional de Nueva York. Mr Burbridge le dio un poco más de publicidad al Hotel-Restaurant y proveía películas y música en vivo para los clientes. 


 La localización de este Hotel-Restaurant no podía ser mejor y Mr. Burbridge tenía grandes planes. Desafortunadamente, Mr Burbridge falleció en Septiembre de 1912.
 Sus sucesores trataron por todos los medios de llevar a cabo la visión de Burbridge, que había sido la crear en ese sitio un gran casino para el público turista. Desafortunadamente, el Senado de Cuba nunca aprobó los planes para un casino en esa propiedad.
  Años mas tarde el edificio fue adquirido por otras personas y eventualmente pasó a ser propiedad del Sr. Carlos Miguel de Céspedes, quien fue Ministro de Obras Públicas durante el gobierno del Presidente Machado. Consecuentemente, el Sr Carlos Miguel de Céspedes fijó su residencia en el edificio.
 Durante esta etapa fueron efectuadas algunas modificaciones a la estructura y jardines para hacerlos más apropiados para fiestas and "to entertain guests" (de estas actividades afortunadamente existe un muy interesante trozo de metraje de la época).
 De ahí en adelante la historia del inmueble es mas difícil de seguir. Sabemos que Carlos Miguel de Céspedes murió en 1955, pero no sabemos qué fue lo que determinaron sus herederos hacer con el edificio.
 La siguiente encarnación del edificio ocurre circa 1965 con la apertura del conocido Restaurant "1830," situado junto a la entrada del túnel nuevo de Malecón. En esta etapa se convirtió en lugar preferido una clientela de clase,  cuya mayor parte esperaba que al fin se acabara de derrumbar el régimen castrista. Por esta razón, la presencia de agentes e informantes era de rigueur. Pero aun así, fue muy bien disfrutado y al menos por unos años conservó un modicum de calidad pulcritud y servicio.
 Curioso destino el de un lugar que escuchó la música del Trío Moisés Simmons, y anunciaba su "Famoso Arroz con Pollo" en 1912 en inglés.


 Tomado de La Habana Elegante, No. 52, otoño-invierno 2012. 

 

miércoles, 25 de febrero de 2015

lunes, 23 de febrero de 2015

Recuerdos del Vedado




 

 Renée Méndez Capote


 El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban confiadas las gaviotas y en cuyas malezas crecía silvestre y abundante la uva caleta. Las cercas eran de tunas espinosas, el aire lo poblaban las auras tiñosas, los totíes, los gorriones, las bijiritas y los sinsontes y en las furnias gigantescas de la orilla derecha del Almendares, de las que serían la calle 23 y la calle 15, anidaban las iguanas, los hurones y las ratas. Los gatos jibaros salían de noche y todavía al amanecer y poco antes de llegar la noche, atravesaban por el cielo bandadas de palomas rabiches y por el norte aparecían en invierno bandos de patos de la Florida.

 Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse interrumpidas por las furnias, eran Línea y 17 y parte de Calzada. Todas las demás eran trillos abiertos entre la maleza, derriscaderos y diente de perro. En la loma había pocas casas, la mayoría con techos de tejas catalanas. Y en la parte baja, además de alguna que otra casa quinta, solo recuerdo el Hotel Trocha, la casona de tablas de la Asociación de Propietarios y alguna casa de dos pisos muy cerca del mar, como la casa, en lo que sería luego la calle 2, de Adolfo Nuño y Rosalía Urbach, que tenían por cierto muy buenos caballos. La parroquia la recuerdo desde muy temprano, más chiquita y más modesta. Por cierto que no puedo pensar en la parte baja del Vedado sin que se me presente al punto Lulú Placé, un niño muy alto y muy tranquilo, con tirabuzones rubios y marinera blanca y colorada.

 Desde el comedor de mi casa en 15 y B se divisaba el paisaje marino y mi padre, sentado a la mesa, mientras almorzaba, veía pasar los barcos que iban camino del Golfo de México. Dos veces al día eran los lanchones de la basura y constantemente velas blancas animaban el azul profundo.

 Nuestros vecinos eran los Hevia, los Marco Aurelio Cervantes, los Cabarrocas y Herr Drea con su mujer y su suegra y aque1los enormes gatos de Angora que tenían tal fuerza que una vez un gato le partió la muñeca (?) a la frágil cubanita delgada y chiquita que nosotros contemplábamos paseando silenciosa al lado del alemán alto y misterioso. Un poco más lejos vivían los Colete; y después los Cano, los Fernández de Castro, los Lancís, los Suárez, los Dumas, los Campos, los González, los Villalón, los Zaldo, los Del Monte, los Gans, los Tarafa, los Pérez Martínez, fueron poblando poco a poco el Vedado de las dos primeras décadas del siglo.

 No había parques en mi infancia, ni aceras, que mi prima Laura Malet llamaba “el sardine". El torreón de San Lázaro estaba en la escollera y el mar llegaba hasta frente a la casa de Beneficencia. La Universidad y el Instituto estaban en un vetusto edificio de La Habana Vieja, que daba a las calles de Obispo y de O'Reilly. Los niños del colegio de La Salle usaban mandilones de tela cruda.

 No había parques, pero la hacienda del conde de Pozos Dulces, que al parcelarse el Vedado contuvo las calles 11, 13, 15, C, D, E Y, F y posiblemente algunas más, estaba abierta para los niños con su verja alta y su gran jardín lleno de flores y de árboles frutales en que abundaban los nidos y la casa de vivienda se alzaba acogedora en una loma. Todas las mañanas íbamos a jugar a la hacienda Pozos Dulces, como dábamos una vuelta por casa de los Parajón, que tenían animales en el jardín y nos llegábamos al Trocha a ver los cocodrilos.

 Por cierto que ligado al recuerdo de las furnias del Vedado hubo un acontecimiento inolvidable que nos causó una impresión tremenda y que da muy buena pauta para juzgar a las nietas de Papa Ramón Su Mercé. En casa trabajaba una gallega muy fea que se llamaba Herminia. Ella poseía el único pecho que Eugenio había cogido cuando a su criandera Inés, que era una mulata muy bonita, se le había acabado la leche. Y mamá nos contaba que el niño se moría de hambre llamando por su Inés y ella se había parado en la puerta de la reja de la calle, después que Eugenio había rechazado a cuanta criandera le habían recomendado los médicos, desesperada con su hijo en brazos, mamá no pudo criarnos a ninguno de los tres últimos, y a cuanta mujer pasaba le preguntaba si estaba criando. Al fin pasó una gallega flaca con un niño de meses. Y verla Eugenio y prenderse del pecho de Herminia fue lo mismo. Pues después que destetaron a mi hermano la gallega se quedó en casa con su muchachito manejando a Eugenio. Pasaron unos pocos años y a Herminia empezó a redondeársele la flaca figura. Cada vez que mama le preguntaba si estaba embarazada lo negaba vigorosamente. Y mamá le dijo a mi tía Amelia: "Hay que vigilar a esta gallega, porque es capaz de hacer una barbaridad." 

 Una mañana muy temprano vino una de las otras criadas y le avisó a tía Amelia que Herminia se había levantado muy temprano y que acababa de salir llevando unas tijeras. Tía Amelia la siguió a la carrera y se metió detrás de Herminia en la furnia que estaba en lo que hoy son las calles 2, 4, 15 Y 17. Allí en la furnia parteó a la mujer y volvieron para casa con un galleguito gordito envuelto en el delantal de Herminia. Mi madre se encerró con ella y la sermoneo de lo lindo. Herminia lloró y se colocó en casa de Hevia para criar a Gustavo, que acababa de nacer.



 En otra ocasión estaban abriendo profundas y anchas zanjas en la calle B, yo no sé si eran para el gas, porque estaban colocando gruesos tubos de barro, y alcantarillado no hubo hasta después. El caso es que unos gallegos jóvenes, gordos y colorados, con boina y pantalón de pana, estaban trabajando en esas zanjas. Sudaban y a cada rato mamá 1es mandaba agua y café. Pues una mañana le dieron un mandarriazo en un pie a uno de aquellos muchachones que lanzó tremendos alaridos. Estoy viendo a mi madre con su bata de encaje y sus zapaticos Luis XV, y a mi tía Amelia con vestido, porque las solteras no usaban bata, saltando para adentro de la zanja con su botiquín de urgencia a curarle la pata a1 galleguito. Enseguida los compañeros lo sacaron y mamá y tía Amelia se lo llevaron en el coche a la casa de socorro. Yo no sé si e1 gallego vive ni si las recuerda pero salvó e1 pie gracias a aquellas dos cubanas.

 En el Vedado, además de los murciélagos y las lechuzas, abundaban los chivos y las vacas. Nosotros teníamos una vaquería cerca, la de Munguía, que primero estuvo en C esquina a 15, y después en 17 y B. A cada rato mamá se hacía mandar una vaca que era ordeñada en el patio de casa para tomar la leche calientica. Nunca se nos ocurrió pensar que aquella leche cruda podía hacernos daño, y no nos lo hizo nunca. A medida que el Vedado se iba civilizando las vacas eran llevadas a pastar más lejos hasta que al fin, expulsadas por el progreso, acabaron por desaparecer del panorama.

 Los alegres rebaños de burras llenaban todas las tardes las calles amarillas de manchas grises. Paraban delante de las casas y el burrero ordeñaba parsimoniosamente las ubres breves, mientras los muchachos y las mujeres salían con jarros esmaltados o con jarras y vasos de cristal. Al pie mismo de la burra, que nos miraba con sus grandes ojos húmedos y dulces, nos tomábamos la sabrosa leche tibia que nos dejaba grandes bigotes de espuma. Era una cosa seria, formal como un rito. Teníamos fe en la leche de burra: era buena para los niños y les daba fuerza. (…)

 Hasta después de la segunda intervención no se metió el Vedado a barrio residencial de moda. Entonces empezó a ser el sueño realizado de los nuevos ricos, que con la subida de los liberales al poder empezaron a transformar la vida criolla. A principios del siglo el Cerro seguía siendo el suburbio distinguido por excelencia, donde las familias linajudas tenían sus casas-quintas. Nosotros íbamos en coche, un viaje interminable, a casa de los Iznaga, de los Álvarez Cerice, de los Cárdenas, los Morales, los Arango ... y el parquecito del Tulipán nos encantaba por su ambiente recoleto y silencioso, con su paisaje de tierra adentro. Los mambises fueron los primeros que poblaron de chalets sencillos el peñón agreste y el Vedado empezó a nacer vigoroso, estremecido por la fermentación de vida que le impartía una sociedad surgida de la rebelión y de la lucha y se hubiera mantenido puro si los políticos y su secuela de millonarios relámpagos no se hubieran precipitado a afear el paisaje y enturbiar su atmosfera con palacetes presuntuosos.

 Cosas recuerdo yo del Vedado primitivo que son cosas deliciosas. La policía, por ejemplo, toda de españoles, con bigotes y botas de montar, metidos en unos uniformes entallados, de un azul que se des tenía enseguida, con una especie de paréntesis negros puestos de reyes en las espaldas. Las mujeres les tenían miedo cerval. Primero llamaban en su auxilio a los rateros que a los policías; solamente se volvían amigos en la época de los ciclones. Primero venía mi tío Enrique Chaple, aficionado inveterado a la meteorología, que se paraba en el portal y levantando una mano mágica predecía si habría o no ciclón; después llegaba el policía de a caballo, envuelto en su capa de agua y se paraba en la esquina tocando el pito desesperadamente y gritando: ¡Ciclón...¡ ¡Ciclón...! Y más atrás venía el ciclón empujando al policía. Enseguida se oía un claveteo apresurado y la gente corría a saquear las escasas bodegas del barrio, a comprar jamón gallego, sardinas españolas, atún, calamares rellenos, sobreasada, salchichón, galletas, leche condensada y velas. También se compraba alcohol para los reverberos y luz brillante para los faroles y quinqués.

 Los serenos, todos españoles también, tranquilos, silenciosos como seres acostumbrados a vivir de noche, desarmados, con un perro sato y un pito de auxilio por toda defensa.

 Y los faroleros, de la Península también; no recuerdo en mi infancia un solo policía, ni sereno, ni farolero cubano. Eran ágiles y puntuales, encendían los faroles de gas con largas pértigas y me parece recordar que algunos llevaban una escalerita ligera en el hombro. Pero nunca vi apagar ningún farol. Supongo, sin embargo, que los apagarían de mañana, porque no creo que se apagaran solos.

 Y los obreros catalanes y valencianos, albañiles y pintores, vestidos de blanco, buenos mozos, combativos y progresistas. Recuerdo una huelga de la construcción en la que hubo palos y ladrillazos con la policía, y toda la vecindad se puso de parte de los huelguistas.

 La casa de nosotros, de la que andando los años Ángel Lázaro habría de decir: “Esta casa tiene solera", estaba rodeada de patio por todos lados y tenía un jardín donde mi madre sembraba flores con mucha ilusión. Las flores de la época eran los polnerones, las madamas, las dalias, las violetas, las ixoras, las gardenias, las diamelas, la rosa Francia, el jazmín de cinco hojas y el del Cabo, las pasionarias, el galán de día y el galán de noche, los nomeolvides y las maravillas. Se hacían tentativas de cultivar claveles de España, pero sólo se lograban ejemplares muy pequeños que pronto degeneraban y no florecían. Los que le dieron el primer impulso a la floricultura en Cuba, introduciendo variedades de rosas y plantas nuevas, fueron los chinos Armand, del jardín El Clavel, en Marianao; ya desde antes de la guerra de independencia los padres de Alberto y de Camilo estaban establecidos. 



 Mi padre, al fabricar la casa lo hizo de acuerdo con su sentido amplio y claro de la vida, y la casona es sencilla, llena de dependencias que le fueron saliendo a medida que la familia las necesitaba. Es fea, si se quiere, pero muy confortable. Tiene un portal ancho que da a dos calles y un balcón en el comedor que era el refugio de las niñas para curiosear los juegos de los varones y la intensa vida de las caballerizas y, a veces, contemplar desde allí las visitas del oso de los gitanos y del andarín Carvajal. Parece mentira que hubiera una época en La Habana en que un hombre se ganara la vida corriendo, pero era así. Carvajal, ya medio viejo, flaco y calvo, no dejaba de correr un minuto; entraba en el patio, daba muchas vueltas tocando incesantemente un pito, pedía agua fría que se echaba por la cabeza, tomaba el medio peso que nosotros le tendíamos con admiración, y se iba siempre corriendo y sonando el pito. En el patio, primitivamente de piso de tierra, sembrado de árboles frutales, estaban las caballerizas y la cochera con su ancha puerta ingenua en forma de herradura. Tenía un piso alto al que se subía por una escalerita de caracol increíblemente estrecha, donde estaban los cuartos de la servidumbre masculina y de algún matrimonio: Esperanza y Manuel, Claudio y Josefa. Yo quisiera tener una pluma de ganso muy afilada, siempre he pensado que las memorias pueden escribirse bien con pluma de ganso, para poder reproducir la impresión que esos lugares me causaban, el recuerdo que me han dejado. Está todo impregnado de olor, un olor a cuero y solarina, a montaduras y bayetas, a caballo limpio, a frazadas nuevas, a heno y yerba fresca, a maloja, a afrecho, a avena, a sacos de maíz. Yo hoy pienso que era un olor viril y que ya desde entonces lo viril me era agradable…


 Memorias de una cubanita que nació con el siglo, 1986; fragmentos, cap. III.