lunes, 23 de febrero de 2015

Recuerdos del Vedado




 

 Renée Méndez Capote


 El Vedado de mi infancia era un peñón marino sobre el que volaban confiadas las gaviotas y en cuyas malezas crecía silvestre y abundante la uva caleta. Las cercas eran de tunas espinosas, el aire lo poblaban las auras tiñosas, los totíes, los gorriones, las bijiritas y los sinsontes y en las furnias gigantescas de la orilla derecha del Almendares, de las que serían la calle 23 y la calle 15, anidaban las iguanas, los hurones y las ratas. Los gatos jibaros salían de noche y todavía al amanecer y poco antes de llegar la noche, atravesaban por el cielo bandadas de palomas rabiches y por el norte aparecían en invierno bandos de patos de la Florida.

 Las únicas calles dignas de ese nombre, sin verse interrumpidas por las furnias, eran Línea y 17 y parte de Calzada. Todas las demás eran trillos abiertos entre la maleza, derriscaderos y diente de perro. En la loma había pocas casas, la mayoría con techos de tejas catalanas. Y en la parte baja, además de alguna que otra casa quinta, solo recuerdo el Hotel Trocha, la casona de tablas de la Asociación de Propietarios y alguna casa de dos pisos muy cerca del mar, como la casa, en lo que sería luego la calle 2, de Adolfo Nuño y Rosalía Urbach, que tenían por cierto muy buenos caballos. La parroquia la recuerdo desde muy temprano, más chiquita y más modesta. Por cierto que no puedo pensar en la parte baja del Vedado sin que se me presente al punto Lulú Placé, un niño muy alto y muy tranquilo, con tirabuzones rubios y marinera blanca y colorada.

 Desde el comedor de mi casa en 15 y B se divisaba el paisaje marino y mi padre, sentado a la mesa, mientras almorzaba, veía pasar los barcos que iban camino del Golfo de México. Dos veces al día eran los lanchones de la basura y constantemente velas blancas animaban el azul profundo.

 Nuestros vecinos eran los Hevia, los Marco Aurelio Cervantes, los Cabarrocas y Herr Drea con su mujer y su suegra y aque1los enormes gatos de Angora que tenían tal fuerza que una vez un gato le partió la muñeca (?) a la frágil cubanita delgada y chiquita que nosotros contemplábamos paseando silenciosa al lado del alemán alto y misterioso. Un poco más lejos vivían los Colete; y después los Cano, los Fernández de Castro, los Lancís, los Suárez, los Dumas, los Campos, los González, los Villalón, los Zaldo, los Del Monte, los Gans, los Tarafa, los Pérez Martínez, fueron poblando poco a poco el Vedado de las dos primeras décadas del siglo.

 No había parques en mi infancia, ni aceras, que mi prima Laura Malet llamaba “el sardine". El torreón de San Lázaro estaba en la escollera y el mar llegaba hasta frente a la casa de Beneficencia. La Universidad y el Instituto estaban en un vetusto edificio de La Habana Vieja, que daba a las calles de Obispo y de O'Reilly. Los niños del colegio de La Salle usaban mandilones de tela cruda.

 No había parques, pero la hacienda del conde de Pozos Dulces, que al parcelarse el Vedado contuvo las calles 11, 13, 15, C, D, E Y, F y posiblemente algunas más, estaba abierta para los niños con su verja alta y su gran jardín lleno de flores y de árboles frutales en que abundaban los nidos y la casa de vivienda se alzaba acogedora en una loma. Todas las mañanas íbamos a jugar a la hacienda Pozos Dulces, como dábamos una vuelta por casa de los Parajón, que tenían animales en el jardín y nos llegábamos al Trocha a ver los cocodrilos.

 Por cierto que ligado al recuerdo de las furnias del Vedado hubo un acontecimiento inolvidable que nos causó una impresión tremenda y que da muy buena pauta para juzgar a las nietas de Papa Ramón Su Mercé. En casa trabajaba una gallega muy fea que se llamaba Herminia. Ella poseía el único pecho que Eugenio había cogido cuando a su criandera Inés, que era una mulata muy bonita, se le había acabado la leche. Y mamá nos contaba que el niño se moría de hambre llamando por su Inés y ella se había parado en la puerta de la reja de la calle, después que Eugenio había rechazado a cuanta criandera le habían recomendado los médicos, desesperada con su hijo en brazos, mamá no pudo criarnos a ninguno de los tres últimos, y a cuanta mujer pasaba le preguntaba si estaba criando. Al fin pasó una gallega flaca con un niño de meses. Y verla Eugenio y prenderse del pecho de Herminia fue lo mismo. Pues después que destetaron a mi hermano la gallega se quedó en casa con su muchachito manejando a Eugenio. Pasaron unos pocos años y a Herminia empezó a redondeársele la flaca figura. Cada vez que mama le preguntaba si estaba embarazada lo negaba vigorosamente. Y mamá le dijo a mi tía Amelia: "Hay que vigilar a esta gallega, porque es capaz de hacer una barbaridad." 

 Una mañana muy temprano vino una de las otras criadas y le avisó a tía Amelia que Herminia se había levantado muy temprano y que acababa de salir llevando unas tijeras. Tía Amelia la siguió a la carrera y se metió detrás de Herminia en la furnia que estaba en lo que hoy son las calles 2, 4, 15 Y 17. Allí en la furnia parteó a la mujer y volvieron para casa con un galleguito gordito envuelto en el delantal de Herminia. Mi madre se encerró con ella y la sermoneo de lo lindo. Herminia lloró y se colocó en casa de Hevia para criar a Gustavo, que acababa de nacer.



 En otra ocasión estaban abriendo profundas y anchas zanjas en la calle B, yo no sé si eran para el gas, porque estaban colocando gruesos tubos de barro, y alcantarillado no hubo hasta después. El caso es que unos gallegos jóvenes, gordos y colorados, con boina y pantalón de pana, estaban trabajando en esas zanjas. Sudaban y a cada rato mamá 1es mandaba agua y café. Pues una mañana le dieron un mandarriazo en un pie a uno de aquellos muchachones que lanzó tremendos alaridos. Estoy viendo a mi madre con su bata de encaje y sus zapaticos Luis XV, y a mi tía Amelia con vestido, porque las solteras no usaban bata, saltando para adentro de la zanja con su botiquín de urgencia a curarle la pata a1 galleguito. Enseguida los compañeros lo sacaron y mamá y tía Amelia se lo llevaron en el coche a la casa de socorro. Yo no sé si e1 gallego vive ni si las recuerda pero salvó e1 pie gracias a aquellas dos cubanas.

 En el Vedado, además de los murciélagos y las lechuzas, abundaban los chivos y las vacas. Nosotros teníamos una vaquería cerca, la de Munguía, que primero estuvo en C esquina a 15, y después en 17 y B. A cada rato mamá se hacía mandar una vaca que era ordeñada en el patio de casa para tomar la leche calientica. Nunca se nos ocurrió pensar que aquella leche cruda podía hacernos daño, y no nos lo hizo nunca. A medida que el Vedado se iba civilizando las vacas eran llevadas a pastar más lejos hasta que al fin, expulsadas por el progreso, acabaron por desaparecer del panorama.

 Los alegres rebaños de burras llenaban todas las tardes las calles amarillas de manchas grises. Paraban delante de las casas y el burrero ordeñaba parsimoniosamente las ubres breves, mientras los muchachos y las mujeres salían con jarros esmaltados o con jarras y vasos de cristal. Al pie mismo de la burra, que nos miraba con sus grandes ojos húmedos y dulces, nos tomábamos la sabrosa leche tibia que nos dejaba grandes bigotes de espuma. Era una cosa seria, formal como un rito. Teníamos fe en la leche de burra: era buena para los niños y les daba fuerza. (…)

 Hasta después de la segunda intervención no se metió el Vedado a barrio residencial de moda. Entonces empezó a ser el sueño realizado de los nuevos ricos, que con la subida de los liberales al poder empezaron a transformar la vida criolla. A principios del siglo el Cerro seguía siendo el suburbio distinguido por excelencia, donde las familias linajudas tenían sus casas-quintas. Nosotros íbamos en coche, un viaje interminable, a casa de los Iznaga, de los Álvarez Cerice, de los Cárdenas, los Morales, los Arango ... y el parquecito del Tulipán nos encantaba por su ambiente recoleto y silencioso, con su paisaje de tierra adentro. Los mambises fueron los primeros que poblaron de chalets sencillos el peñón agreste y el Vedado empezó a nacer vigoroso, estremecido por la fermentación de vida que le impartía una sociedad surgida de la rebelión y de la lucha y se hubiera mantenido puro si los políticos y su secuela de millonarios relámpagos no se hubieran precipitado a afear el paisaje y enturbiar su atmosfera con palacetes presuntuosos.

 Cosas recuerdo yo del Vedado primitivo que son cosas deliciosas. La policía, por ejemplo, toda de españoles, con bigotes y botas de montar, metidos en unos uniformes entallados, de un azul que se des tenía enseguida, con una especie de paréntesis negros puestos de reyes en las espaldas. Las mujeres les tenían miedo cerval. Primero llamaban en su auxilio a los rateros que a los policías; solamente se volvían amigos en la época de los ciclones. Primero venía mi tío Enrique Chaple, aficionado inveterado a la meteorología, que se paraba en el portal y levantando una mano mágica predecía si habría o no ciclón; después llegaba el policía de a caballo, envuelto en su capa de agua y se paraba en la esquina tocando el pito desesperadamente y gritando: ¡Ciclón...¡ ¡Ciclón...! Y más atrás venía el ciclón empujando al policía. Enseguida se oía un claveteo apresurado y la gente corría a saquear las escasas bodegas del barrio, a comprar jamón gallego, sardinas españolas, atún, calamares rellenos, sobreasada, salchichón, galletas, leche condensada y velas. También se compraba alcohol para los reverberos y luz brillante para los faroles y quinqués.

 Los serenos, todos españoles también, tranquilos, silenciosos como seres acostumbrados a vivir de noche, desarmados, con un perro sato y un pito de auxilio por toda defensa.

 Y los faroleros, de la Península también; no recuerdo en mi infancia un solo policía, ni sereno, ni farolero cubano. Eran ágiles y puntuales, encendían los faroles de gas con largas pértigas y me parece recordar que algunos llevaban una escalerita ligera en el hombro. Pero nunca vi apagar ningún farol. Supongo, sin embargo, que los apagarían de mañana, porque no creo que se apagaran solos.

 Y los obreros catalanes y valencianos, albañiles y pintores, vestidos de blanco, buenos mozos, combativos y progresistas. Recuerdo una huelga de la construcción en la que hubo palos y ladrillazos con la policía, y toda la vecindad se puso de parte de los huelguistas.

 La casa de nosotros, de la que andando los años Ángel Lázaro habría de decir: “Esta casa tiene solera", estaba rodeada de patio por todos lados y tenía un jardín donde mi madre sembraba flores con mucha ilusión. Las flores de la época eran los polnerones, las madamas, las dalias, las violetas, las ixoras, las gardenias, las diamelas, la rosa Francia, el jazmín de cinco hojas y el del Cabo, las pasionarias, el galán de día y el galán de noche, los nomeolvides y las maravillas. Se hacían tentativas de cultivar claveles de España, pero sólo se lograban ejemplares muy pequeños que pronto degeneraban y no florecían. Los que le dieron el primer impulso a la floricultura en Cuba, introduciendo variedades de rosas y plantas nuevas, fueron los chinos Armand, del jardín El Clavel, en Marianao; ya desde antes de la guerra de independencia los padres de Alberto y de Camilo estaban establecidos. 



 Mi padre, al fabricar la casa lo hizo de acuerdo con su sentido amplio y claro de la vida, y la casona es sencilla, llena de dependencias que le fueron saliendo a medida que la familia las necesitaba. Es fea, si se quiere, pero muy confortable. Tiene un portal ancho que da a dos calles y un balcón en el comedor que era el refugio de las niñas para curiosear los juegos de los varones y la intensa vida de las caballerizas y, a veces, contemplar desde allí las visitas del oso de los gitanos y del andarín Carvajal. Parece mentira que hubiera una época en La Habana en que un hombre se ganara la vida corriendo, pero era así. Carvajal, ya medio viejo, flaco y calvo, no dejaba de correr un minuto; entraba en el patio, daba muchas vueltas tocando incesantemente un pito, pedía agua fría que se echaba por la cabeza, tomaba el medio peso que nosotros le tendíamos con admiración, y se iba siempre corriendo y sonando el pito. En el patio, primitivamente de piso de tierra, sembrado de árboles frutales, estaban las caballerizas y la cochera con su ancha puerta ingenua en forma de herradura. Tenía un piso alto al que se subía por una escalerita de caracol increíblemente estrecha, donde estaban los cuartos de la servidumbre masculina y de algún matrimonio: Esperanza y Manuel, Claudio y Josefa. Yo quisiera tener una pluma de ganso muy afilada, siempre he pensado que las memorias pueden escribirse bien con pluma de ganso, para poder reproducir la impresión que esos lugares me causaban, el recuerdo que me han dejado. Está todo impregnado de olor, un olor a cuero y solarina, a montaduras y bayetas, a caballo limpio, a frazadas nuevas, a heno y yerba fresca, a maloja, a afrecho, a avena, a sacos de maíz. Yo hoy pienso que era un olor viril y que ya desde entonces lo viril me era agradable…


 Memorias de una cubanita que nació con el siglo, 1986; fragmentos, cap. III. 

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