sábado, 26 de marzo de 2016

Crónica de una clínica





 Darío Herrera



 Y bien: ha de convenir usted que el paseo es delicioso…

 Quien me hablaba era el doctor José A. Malberti, el ilustre alienista cubano. Acompañábanlo el doctor Arístides Mestre, profesor universitario y el doctor García. Habíamos llegado, en el coche particular de aquel a la entrada de su Clínica, a inmediaciones de La Habana. Eran las nueve de la noche. Mientras la puerta de la verja se abría, el espléndido tronco piafaba impaciente, cual si sintiera tristeza de no seguir con su airoso trotar por la interminable avenida, bajo la calma de esa noche.

 La hora invitaba a las excursiones largas: clara, serena, pura, toda luminosamente blanca, para la gran caricia de la luna. La ciudad, cálida, quedaba lejos, con su abejeo de muchedumbre, tan afanosa para los efímeros paseos nocturnos, como para los trabajos del día, no menos efímeros en la insaciable ambición de los humanos. Del latir de las multitudes sólo nos llegaba el zumbido de los tranvías eléctricos, raudos y fugaces, como grandes insectos de luz.

 Entramos en el patio, bañado de una semi-claridad crepuscular, por entre un doble rango de macetas de plantas, donde se advertían labores de floricultura.

 -Estamos lejos de los tiempos de Le Nótre, dijo el doctor Malberti, con su eterno buen humor. No resultará este, pues, un parque como los que surgían de la dirección del incomparable artista, cómplice voluntario de los más adorables idilios en las fiestas versallescas… Pero no obstante, de este patio, y del que le sigue -¿lo ve usted?: a la derecha- creo que se pueden hacer lindos sitios de recreo para mis enfermos…. Para mi valen ellos más que los gentiles caballeros y encantadores damitas pobladores de los “Trianones” y “Versalles”… Recuerde que estamos en una pertenencia de la “Quinta del Rey”: son naturales estas mis reminiscencias monarquistas… Y luego, esta bella noche despierta imperiosamente al poeta dormido en mi espíritu.

-Bien se ve que usted es un veterano conferencista, le dije. Está hoy en uno de sus mejores momentos para dirigirse a un público auditor.

-Es que la tarea del día contestó sí fuerte, me ha resultado fructuosa, científicamente fructuosa, se entiende. He hecho el fiat lux definitivo en varios cerebros; otros están ya en gestación propicia, y es lógico que me encuentre satisfecho… Le habla ahora el artista, porque todo intelectual hace arte en el ramo a que dedica sus facultades mentales.

                      

 Subíamos ya las escalinatas del primer pabellón. Cinco focos eléctricos derramaban en el claridad meridiana. Contra la pared, tiestos de flores. Sobre el dintel de la puerta de la sala principal, una franja de cristal polícromo, con un lujoso monograma del médico dueño. La oficina administrativa de la clínica, dejaba entrever un orden perfecto. En frente, la de Electroterapia e Hipnotismo, abierta también, mostraba su científico mueblaje, esclarecido por un foco constelado de estrellas prismáticas.

  ¿También música?...

 En un saloncito contiguo, con elegancia arreglado, ante un piano, una joven graciosamente criolla tocaba un trozo de Bellini. Departiendo en los sofaes y sillas, varias señoritas y algunas jóvenes, mujeres y hombres de edad, escuchaban.

 -Son visitantes, familias de enfermos,- me explicó el doctor. Hoy jueves es, con el domingo, día semanal de visita. Y durante éstas, casi siempre hay conciertos, de que disfrutan todos. Mire allí…

 Adelantamos hasta el salón. Cuatro focos en cruz, dos de gas y dos eléctricos, permitían distinguir, en los muros, tres o cuatros buenos paisajes al óleo y unas cuantas litografías pictóricas, de temas exóticos. En el fondo de la sala, un órgano, en ese instante callado, y en las sillas, un numero grande de enfermos, ya en excelentes vías de curación, dialogando en voz baja. Callaron de repente, con grato recogimiento; una oleada musical de Wagner brotaba ahora del teclado, bajo los dedos ágiles de la pianista.

 No sin cierta melancolía nos alejamos de aquel sitio, sonoramente armónico.

 En la primera galería, dos enfermeras, con el traje blanco, de reglamento; sobre la juvenil cabeza la gorra profesional –un copo de nieve sobre una primavera-  iban y venían llevando medicinas. En los cuartos abiertos sobre este corredor, cuartos dobles, con dobles camas cada uno de sus compartimientos, los enfermos dormían o descansaban en sus lechos. En el retiro de los excitados, contiguo a la galería, el sueño ponía su calma y su silencio en todos los cuartos, amueblados igualmente con dobles camas. En el fondo de este corredor, un departamento de baños y dos celdas.

 Estas -rectificó  el doctor Malberti-  las uso muy poco; lo mismo que la “camisa de fuerza” y las “manillas”. Durante el día y a la hora de dormir, hago que les den una dosis medicamentosa, fruto de mi experiencia, modificable la cantidad, según el caso, y cuando llega la hora de acostarse, reposan tranquilos, casi beatíficamente. Las horas diurnas las pasan en el inmediato jardín, sentados, paseándose, y los que lo pueden, leyendo diarios. Algunos, ya mejores, se consagran a trabajos físicos, en el jardín, por inspiración propia o por indicación del enfermero respectivo… En la noche, como usted lo ve, aunque duermen sosegadamente, tienen un celador constante, que vigila el sueño y está pronto a llamar a los demás compañeros si ocurre alguna novedad…

     
                
 Afeitado, grave, envuelto en la penumbra del sitio, y con el oído atento a los rumores del interior, aquel como centinela, hacía pensar en alguno de esos soldados de la Roma antigua, a quienes la disciplina convertía en máquinas mudas del deber... De los cuartos surgía el ritmo igual, isócrono, como el péndulo de un reloj, de los durmientes.

  -Hay diez y ocho –dijo mi eminente amigo– y veinte y nueve mujeres. El movimiento total de entrados y salidos, en los once meses que cuenta la Clínica de abierta, es de varios centenares de enfermos. Por regla general, salvo los casos de la insistencia nociva de la familia, no los hay de alta sino cuando los creo totalmente curados.

 Y mientras él hablaba, volvíamos a la galería principal. De allí pasamos al jardín: del otro lado se alzaba el de mujeres. En el jardín gravitaba un mutismo de lugar sagrado. Sobre arbustos y plantas de flores, la luna desleía su luz de plata, pintando sobre los angostos senderos, figuras móviles. La brisa cuchicheaba en los ramajes, embalsamando el ambiente con los perfumes que en su mariposeo furtivo extraía de las corolas abiertas. En el azul infinito, los astros palidecían, ante el fulgor del gran planeta nocturno.

 En la primera sección de enfermas, ya convalecientes, había recogimiento conventual. Las que no estaban en la sala dormían. En el fondo del corredor, albeaba la figura rubia de la sirvienta, veladora nocturna. El comedor, amplio y espacioso, sumido, dejaba adivinar una mesa grande con capacidad para todo el personal de empleados y para alumnos convalecientes, a quienes se le estimula el apetito, haciéndolos comer allí, en un como concurso familiar. Más allá, el departamento hidroterápico, cuartos de empleadas y el segundo pabellón de mujeres, de las excitadas, con distribución y tratamiento iguales, de la misma índole, de los hombres. Todo, brillante de orden y aseo.

 Y ahora, usted, que es artista, voy a dejarle ver, rápidamente, un cuadro digno de un tema de arte…

                      

 Estábamos de regreso en la galería del primer pabellón femenino. El doctor empujó una puerta cerrada, y miramos. En un lecho todo níveo, de blancura virginal, bañado por la onda de luz de una incandescente, una niña, de unos quince a diez y seis años, destacábase, entre grandes almohadas blancas. Junto a los pies del lecho, en un sillón, una señora velaba: su madre. Un vago perfume esparcíase en aquella habitación; perfume semejante al incienso de las capillas místicas. La niña, sobre las alburas del lecho, era como una corporización extraterrena, como el símbolo tangible de la juventud y el dolor. Pálida, pálida como un ideal alabastro, su rostro oval, de rasgos puros, de hermosa cabeza, encuadrada por dos negras pinceladas, los cabellos, traía a la memoria los rostros de esas vírgenes adolescentes ideales del Beato, de Sandro Botticelli, de Cimabúe, de todos los grandes y exquisitos Primitivos. Su cabellera, plegada sobre la frente y las sienes, al modo de los lienzos bizantinos; sus grandes ojos oscuros, donde las pestañas trazaban dos arcos de sombra; el cutis terso y celestialmente exangüe, la figura, dentro del peinador cándido, de una inmaterial delgadez, las manos, cruzadas sobre el pecho; manos largas y diáfanas, hechas como de una substancia translúcida, manos de lirios o de rosas blancas, poseedoras como de una vida propia, independiente de la del cuerpo, todo, producía una impresión profundamente estética, una de las más puras emociones del arte, excelsamente casto…

 El doctor me volvió a la realidad diciéndome.

 Se está operando en ella una casi resurrección. La enfermedad nerviosa que la aqueja, dejándole intacto el cerebro, cayó sobre su cuerpo, devastadora como un rayo. Cuando entró, hace diez meses, la parálisis dominaba su organismo íntegro; no podía hablar, ni comer, ni siquiera movilizar sus músculos. Ya todo eso ha desaparecido, y espero, dentro de poco, verla erguirse, en pie, sobre el suelo, y echar a andar, como el resucitado en el milagro evangélico...

 Nos alejamos… al cruzar el jardín, la luna, en el espacio sereno, resplandecía como una flor seráfica. Atravesamos rápidamente el salón, aun concurrido, y al subir al coche, nos persiguió, amoroso, el vals de Bohéme, cantado, con su acompañamiento, por la graciosa pianista, gentilmente criolla...



 Habana, 1907


 "Almas dolientes" [título original]. Nuevo ritos. Revista Quincenal Ilustrada, año II, no 25, abril15 de 1908, Panamá, pp. 598-60. 

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