lunes, 16 de enero de 2017

La vieja de los gatos

 Enrique José Varona

Tenía más, mucho más de cien años. Vivía sola, cenobita voluntaria, en una casuca aislada, en compañía de una docena de gatos. ¿Soltera? No; viuda, con una verdadera tribu de hijos, nietos, biznietos y tataranietos. Caso singular, que llamaría aberración, quien creyera conocer al dedillo la abigarrada progenie humana. A mí me sobrecoge, como revelación tremenda de nuestra miseria. No se trata de una mente avizora, que desfallece bajo el peso de su mucho saber. La vieja de los gatos carecía de letras. Pero había visto el mundo. La vida había caído sobre su cabeza cual montaña de plomo. Flaco Atlante para peso tan enorme. Cada día iba acumulando en su espíritu los detritus de su pobre experiencia. Como avispas punzadoras se le clavaban en el alma penas, desengaños, esperanzas abortadas, temores de lo desconocido, del porvenir que avanza –profiriendo amenazas terribles.
 ¿Rezaba? ¿Corrían sus dedos huesudos sobre las cuentas del rosario gastado por el roce? ¿Qué forma tenía para ella esa religión, que se encoge o ensancha, según la inteligencia y el corazón que la contienen? ¿Qué le decía la voz monótona que nos habla al oído, y puebla nuestro mundo interno de visiones ya tétricas, ya risueñas? Quizás su espíritu se había ido secando a medida que se agrietaba su cuerpo, y ya no pensaba. Se había sumergido lentamente en el nirvana. Espantosa desintegración de un alma, a quien el tiempo va despojando de sus facultades; como si arrancara a pedazos la corteza de un árbol que fue verde y se vio florecido. Reloj vetusto, cuyas manecillas giran sobre una esfera de que se han ido borrando las letras que decían las horas. Veleta mohosa que voltea rechinando y cada vez más lenta. El viento de la muerte sopla quedo, muy quedo sobre su armazón desvencijada, y es una existencia que se esfuma.
 La vieja solitaria que muere entre sus gatos se trueca para mí en símbolo. Vuelvo con espanto la mirada sobre los innumerables seres que han querido replegarse en sí mismos, para quedarse solos con su conciencia, temblando ante el mundo o aborreciéndolo; y una vez más me parece que toco, que palpo el mal, el tremendo mal del vivir.
 Dichosos, o menos infelices los que pueden olvidarlo.

  La Habana, 11 de agosto, 1932.


  Social, septiembre de 1932.


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