sábado, 27 de mayo de 2017

El cerdo de Rodríguez Embil


     Pedro Marqués de Armas

 No fue un buen poeta pero dejó cuentos y crónicas excelentes. Como viajó medio mundo, casi siempre en calidad de cónsul, desarrolló eso que pocas veces ofrecen los escritores cubanos: un estilo confortable.
 En La mentira vital (que no se publicó sino mucho más tarde) recogió sus primeros relatos, casi todos breves, que merecieron el elogio de Unamuno.
 Le fascinaban el antiguo Egipto, Schopenhauer, Blavatsky y el budismo. De ahí su atracción por lo animal, por la “psicología de las almas” y el contraste entre lo reflexivo y lo insólito.
 Su novela La insurrección (1910), sobre la gesta de independencia, carece de sorpresas y se enreda cuando intenta trazar caracteres; su biografía de Martí dista de las mejores.
 Pero en De paso por la vida, donde describe a los chinos y judíos de Nueva York, y capta, a su paso por Viena, Italia y Francia, la ansiedad que precede a la guerra, hay páginas valiosas.
 Su crónica El Imperio Mudo, sobre el ocaso Austro-Húngaro, es mejor literatura que la que hacen sobre Europa algunos escritores exiliados. Junto a Del casco al gorro frigio, de Gonzalo de Quesada, y Un viaje a la Rusia Roja, de Sergio Carbó -los tres publicados en 1928- conforma, como diría Mañach, la trilogía cubana de la guerra.
 En Gil Luna, artista y otras narraciones incluye relatos sobresalientes. Un cerdo figura entre los mejores escritos por un cubano. Está narrado en primera persona, sin demasiado énfasis, como una crónica más salpicada de comentarios y citas sobre el pueblo francés: “el más material del mundo…. y probablemente, por lo mismo, el más artista”.
 Mientras se dirige a la feria de Neuilly con un amigo, sigue con la vista, desde el espléndido automóvil en que se desplaza, a los transeúntes que vuelven el rostro y van quedando atrás; y entonces especula sobre lo antiguo y lo moderno, sobre la velocidad y la poesía, y sobre el dinero.
 Llega a Neully, y circula por callejuelas pintarrajeadas y bulliciosas. Se topa con bailarinas, gente disfrazada de legionarios romanos, y con una multitud que observa cómo un doctor intenta hipnotizar a una mujer de aspecto espantado. A poco descubre una barraca vacía, hacia la que su dueño, casando de no tener éxito (aunque anunciaba “las maravillas del mundo”), avanza trabajosamente con un cerdo entre los brazos. Los chillidos convocan a la muchedumbre, que presencia una “actuación” que consiste en chillar y revolcarse.
 Cuando más tarde, agotado, el cerdo se desploma, la masa, también cansada, se disipa. En ese momento tiene lugar en el “rudimentario cerebro” del animal una “revolución muda”. Al rato no se sabe si el cerdo mira, o, si por el contrario, solamente es mirado. “Pelado, rapado, casi rojo”, el narrador se retira con esa imagen clavada en la memoria, y la certeza de que un “espasmo de dolor supremamente bufo” lo iguala a cualquier artista.
 Rodríguez Embil es hoy un escritor olvidado. Tal vez lo presentía. En sus últimos años regresó a Cuba y se sumergió, tras la muerte de su esposa, en un prolongado silencio. Cuenta su amigo Ricardo Riaño Jauma que nada le motivaba. Un día se animó a consultar la Historia de la Nación Cubana, de Ramiro Guerra y Emilio Santovenia, que no llevaba mucho de publicada: quería ver qué se decía allí de su obra. Volvió a su habitual sopor y pocas semanas después falleció.
 Si se hiciera una antología marginal del cuento en Cuba habría que incluir “El cerdo” junto a piezas realmente insólitas en su época como “Julio Ramos”, de Tejera, “El antecesor”, de Miguel Ángel de la Torre, y “La tragedia de los hermanos siameses”, de José Manuel Poveda. 



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