lunes, 22 de mayo de 2017

En Viena




 Luis Rodríguez Embil

 DE DÍA

 Viena es, en mi opinión, en conjunto, y después de París, la más hermosa de las grandes ciudades que hasta ahora conozco. Y es, asimismo, en sus costumbres, tal vez la más provinciana de las grandes ciudades europeas. El enunciado de estas dos verdades, puestas una al lado de la otra, podrá sorprender a quienes tan sólo conozcan a Viena a través de la leyenda, en absoluto falsa, creada en el mundo por la voluptuosa elegancia de los valses vieneses, por la alegría artificial de las operetas y acaso, también, por el absurdo afán de no destruir inútiles pre juicios, que atormenta a no pocos viajeros.
 En general, suele ser falso cuanto se cuenta de cada país: es esta una de las enseñanzas que aporta el viajar. Sin que sea la interrogación del todo paradójica, puede, quien no conozca un país o una ciudad sino por referencias, preguntarse ante las ideas dominantes acerca de ese país o aquella población: ¿habrá en ellas algo de cierto? Algo suele haber algunas veces, no todas; las más, son falsas las noticias, en todo, o en parte; y puede decirse que en absoluto exactas no son nunca.
 Pocas veces he experimentado lo cierto de esta afirmación que aquí hago, como al conocer a Viena. Solemos formar nuestras opiniones en el aire y, una vez formadas, ya nada las hace variar, como no sea la experimentación directa, difícil para la mayoría. De ahí la desilusión cuando llega el caso de saber, empíricamente, que es la única manera, en ciertos casos, de saber de veras. La culpa de la desilusión no es, muchas veces, del objeto observado, sino del observador que quiso que fuese aquél, no como era, sino como él se lo forjó. El objeto, cualquiera que él sea, es tal como es; no puede ser de otra manera; no es responsable de las ilusiones acerca de él forjadas. No hay que culparlo, pues.
 Pero ¿por qué obstinarnos en el error pueril? La realidad tiene también belleza, más perdurable que la otra, porque es belleza real. Ésta belleza es la que se ofrece a nuestros ojos, una vez pasado el escozor de la desilusión necesaria. Si no existe ella tampoco, tan sólo nos resta confesarlo con toda lealtad, a los demás y a nosotros mismos. Si existe, se revela poco a poco, como sepamos verla propiamente. Pero exige que la sepamos ver.
 Vuelvo a Viena. Y repito que esta gran ciudad, una de las más hermosas que conozco, es acaso la más provinciana entre todas las grandes ciudades, cualidad esta última satisfactoria para los que, sin desdeñar en modo alguno el divertirse (que es el juego, según el severo Ruskin, tan necesario como el trabajo a la vida), no cree que sea el fin último y exclusivo de la vida el proporcionarse diversiones. Y es, además, Viena, una de las ciudades en donde menor alegría verdadera existe.
 Esta falta de cordial alegría (mucho más sensible) posee, como es lógico, sus causas determinantes que, a poco que se estudien el país y las gentes que en él conviven, resaltan muy claras, y las principales de las cuales he de exponer acaso en otra ocasión con mayor detenimiento. Aquí no haré sino señalarlas: son, en mi sentir, la diferencia radical de razas (1), idiomas e intereses, mayor en este imperio que en casi ningún otro país; la pobreza del suelo; la urbanización; las costumbres, productos a su vez, en parte, de las otras causas.
 Pero el estudio, aun superficial, de aquéllas, abarca el país entero, y por ahora quiero limitarme, sucintamente, a Viena. El extranjero que viene de paso a ella, por un tiempo limitado y con dinero, puede marcharse al cabo de unos días o unas semanas, sin haber entrado de modo real en contacto con las costumbres y la atmósfera vienesas y conservando, por ello, la grata ilusión de ser Viena, simplemente, una ciudad muy amable.
 Porque exteriormente, reconozcámoslo y proclamémoslo en justicia, externamente lo es, acaso más que ninguna otra población. Se aplican los títulos con extraordinaria prodigalidad. Si en un establecimiento público cualquiera dais al que os sirva una propina que exceda de treinta céntimos, por ejemplo, (seis centavos) y el que os sirve ignora vuestra condición o título, podéis, con seguridad, al salir, oíros llamar Doctor, o, más exactamente, señor Doctor, Herr Doktor. Si la dádiva asciende, digamos, a una o dos coronas, seréis Barón. E cosí vía...
 Y así, por todas partes adonde os dirijáis. Y una vez conocida vuestra cualidad social no seréis sino ella. «El principio de la sabiduría es mirar fijamente las ropas, o aun con vista armada (or even with armed eyesight), hasta que aquéllas se hagan transparentes», pontifica el profesor Teufelsdrock, catedrático de Cosas en general, en « Sartor Resartus » …y «feliz —exclama— quien puede mirar, al través de las ropas de un hombre... al hombre mismo». Habrá, tal vez, quien se sienta elevado a sus propios ojos por el continuo reconocimiento de su título. Por mi parte, confieso que no puedo dejar de pensar en que, en tal caso, no sería yo nada si no lo tuviese, ni tampoco en que él no es sino un adorno pasajero, y, sobre todo, algo que no soy yo...
 Y la consecuencia necesaria, fatal, del sistema indicado, donde quiera que el sistema se implanta, no puede ser sino ésta: ¡ay del que no tenga ni título ni dinero! ¡Ay del que no los tenga, cuando es preciso pagar, literalmente, la propia vida, pagar por cada paso que en ella se dé, por cada acto que se ejecute, por cada necesidad que se quiera satisfacer! A este respecto, y pues que de Viena voy hablando ahora, pondré algunos ejemplos curiosos e interesantes de costumbres que, en cuanto yo, hasta el presente sé, son, todas, única y exclusivamente, vienesas.
 Hay que pagar dos propinas en todo café: al mozo que sirve, y al que cobra, destinado exclusivamente a ese oficio; tres en todo restorán: al que sirve, al que cobra y al que trae la bebida, aun cuando ésta sea agua; y en los Music-Halls de lujo (únicos lugares casi donde se concentra la vida nocturna de Viena) diez o doce. Hay que dar propina, no sólo a los cocheros y chauffeurs, sino también en los tranvías, en los ómnibus, en los cuartos de toilette, y, por último, habéis de pagar 20 céntimos (cantidad fija, obligatoria, tradicional y, por tanto, indiscutible) al portero, por entrar, si lo hacéis después de las diez de la noche, en vuestra propia casa, sin perjuicio de lo que mensualmente habréis de abonarle por el uso del ascensor. La complicación inútil, mezquina y triste de la vida tiene en parte por origen esta multiplicación de gratificaciones que en sí mismas nada representan, excepto la irritación que acaba por engendrar el estar pagando de continuo, y como por obligación, servicios muchas veces imaginarios, pero que suscitan mil pequeños inconvenientes, la necesidad de cambiar a menudo, tardanzas en casos de prisa... Y todo eso nada sería tampoco: lo más terrible, y acaso menos observado de las propinas, es que coartan, inevitablemente, la libertad. Todo el mundo siente que se le acecha, se le vigila, para ponerle el abrigo, buscarle los guantes y el sombrero, indicarle puesto, y que todo es en espera de unos céntimos. Es la mendicidad organizada, exigente é hipócritamente obsequiosa.


 La sociedad encuéntrase rígidamente dividida, no tan sólo en clases, sino en secciones y subdivisiones. Una de las más respetadas y prestigiosas es, naturalmente, la de los representantes de las otras naciones. Y puedo decir que de las más cordiales y exquisitas. En ella cuento amigos verdaderos y queridos, con los cuales pasé algunas de las mejores horas de compañía que haya pasado en Viena. 
 He de mencionar también los conciertos, para mencionar lo que de agradable tiene en Viena la vida diaria, con la imparcialidad que me sirve de norma y guía. Son los conciertos en Viena tan superiores en cantidad como en calidad, y cuesta relativamente tan insignificante cantidad el escuchar en ellos la mejor música del mundo, espléndidamente interpretada, que casi a diario, en invierno, puede uno sacudirse el polvo de las miserias de la vida y bañarse el ánimo en el agua lustral de la suprema ciencia de la música; de la música grande, sin gritos ni dos de pecho, ni pizzicati inútilmente prolongados por gargantas penosas; de música instrumental, interpretada por artistas, sinfonías de Beethoven (la sublime séptima y la divina novena entre otras, con coros esta última); profunda y sonriente música de Mozart, de pura y graciosa y acabada belleza como la de una flor; alta música de Beethoven, Mozart, Scarlatti, Chopin, del romántico Schumann..., música, en fin.
 Hay asimismo los Konditorei y los grandes hoteles, a donde se va a tomar el té. Y los establecimientos como el Volksgarten, donde se toma también el té oyendo también música. Las malinées se suceden en muchos teatros, por lo mismo que no hay vida nocturna. Por último, la animación urbana, aun durante las horas más activas del día, es limitada, excepto en unas pocas calles, y no da en modo alguno la impresión strenous life, de vida intensa que producen casi todas las demás ciudades, hermanas mayores o menores de Viena en el tamaño y el número de habitantes, hermanas menores casi todas — y lo repito con placer porque, como el resto de lo que llevo escrito, me parece ser la simple verdad— en la belleza.

 DE NOCHE

 En cuanto a la vida nocturna de Viena, en realidad no existe, según ya he indicado, como no sea en algunos bailes de sociedad y en los cafés conciertos. La inmensa mayoría de los dos y pico de millones de personas que habitan en Viena se recogen antes de las diez de la noche. Con vista de esta higiénica costumbre están combinadas y como estudiadas las demás.
 En efecto, las diversiones —teatros, incluso el de la Ópera, conciertos los que no se efectúan durante el día— comienzan, por regla general, a las siete y media en punto, y concluyen antes de las diez. Las calles más céntricas y que son las más concurridas entre seis y ocho de la noche —el Graben, Kserthnerstrasse, el Ring— quedan desiertas a las ocho y media o las nueve. Y a las diez y media están poco menos que desiertas todas. La minoría, los transnochadores, los que pueden, según frase brutalmente delimitadora, son los que después de las diez o las once se retardan por las calles, ya muchas de ellas a oscuras, o van a los ya nombrados cafés conciertos, a libar champagne (obligatoriamente) en los de lujo; a beber cerveza y ver o buscar tristes profesionales del amor, en los demás.
 Hablaré únicamente de aquéllos. Los segundos se asemejan a los de todas las grandes poblaciones. Tan sólo hay en ellos menos gente, menos alegría y menos vendedoras de amor... En cuanto a los bailes, es sabido que en todas partes se asemejan también. Los grandes cafés cantantes, a los cuales hay que asistir de smoking, son frecuentados casi exclusivamente por extranjeros, de paso en Viena. Acompañado de conocidos extranjeros, yo, extranjero también, visité dos o tres e aquellos lugares, durante mis primeros días vieneses. Son cafés como existen en muchos otros países de Europa, con mesitas, asientos y una especie de galería circular con palcos. Dos orquestas. En medio del local, entre las sillas, un tapiz. Y sobre ese tapiz, ejecutan diversos artistas números de variedades. El champaña es obligatorio, como he dicho ya; y es obligatorio también el pagar por todo más que en ninguna otra parte, y dejarse saquear estoicamente, con la sonrisa en los labios. Tedio, vulgaridad, avidez; pérdida inútil de tiempo, salud y sueño, mediante un saqueo desvergonzado y sonriente...
 Y si es una señora quien os acompaña, el saqueo es más gigantesco aún. Ofertas continuas, insistentes y casi agresivas de floristas, vendedoras de dulces, de golosinas, de frutas, se suceden, interrumpiendo toda conversación, distrayendo bruscamente la atención del espectáculo, impidiendo oír la música... Una cajita minúscula de dulces cuesta diez coronas (dos pesos). Un ramo de rosas, veinte coronas. Y no es chic protestar...
 El acto de servir una botella de champaña (bebida que, por cierto, no me ha agradado nunca) es digno de un poema en tantos cantos como actos sucesivos ejecutan, para servir aquélla, los diversos oficiantes del rito misterioso de servirla. Requiérense cinco, uno para cada uno de estos actos trascendentales: traer el trípode en el que ha de colocarse la sagrada botella; traer la botella misma y colocarla en el trípode; traer los vasos y deponerlos en la mesa; abrir la botella; por último; servir el contenido. Todo esto con el aire hierático de quien celebra una ceremonia religiosa. Y todo esto debéis fingir tomarlo en serio, aunque dignamente, mirando a la sala, charlando, riendo, pero sin perder de vista la importancia del acto que a vuestra espalda o a vuestro costado se realiza.
 Y hay, en efecto, quienes toman en serio todo esto. Y aun quienes piensan, después, haberse divertido. Porque la necedad humana es inmensa como el mundo que la contiene. Y el snobismo acaso más aún...
 Fuera, las calles bostezan, negras y vacías, como si separaran, en la sombra que parece ensancharlas, sus dos filas de casas silenciosas. Tan sólo algún que otro infeliz, abandonado como un perro callejero, taconea a trechos sobre el asfalto frío y duro como tanto corazón... Tomáis un taxi, si lo halláis —y si os quedan algunas coronas, después del musichall. Si no, seguís a pie, envueltos en el gabán, por las calles dormidas y armoniosas, hacia vuestra morada, si estáis solos... Y he aquí a Viena de noche.




 (1) Forman la población do Austria-Hungría 11.000.000 próximamente de alemanes; cerca de 9 millones de magyares; 1. 200 000 semitas; 3.759.000 latinos, es decir, rumanos e italianos, y 22.596.000 eslavos, es decir checos, polacos, rutenos, eslovacos, servo-croatas... Viena es como un resumen de esta heterogeneidad.


 De paso por la vida, SOCIEDAD DE EDICIONES LOUIS-MICHAUD,  pp. 271-84. 

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