martes, 27 de junio de 2017

Isla de Fernando Poo




 Emilio Bravo

 No habrá seguramente un país más desconocido, más extraño a nosotros que la isla de Fernando Poo, y sin embargo esta isla pertenece a España, y en nombre del gobierno español se dictan en ella disposiciones. No parece sino que nuestras posesiones ultramarinas son tan numerosas que esta puede entorpecer la marcha de los negocios públicos, o que la isla de que hablamos es tan estéril, tan poco sana, tan escasa en fin de importancia, que casi nos hacen un señalado favor los ingleses que se han tomado allí el trabajo de enriquecerse por nosotros, y de ser los verdaderos y absolutos señores. En cuanto al primer extremo de la oración antecedente, no nos creemos en el caso de combatirlo formalmente; en cuanto al segundo, diremos cuanto de la isla de Fernando Poo hayamos sabido, y nuestros lectores juzgarán. Precisamente esta isla, sin saber por qué, ni para qué, ha sido de algún tiempo acá nuestra pesadilla. La isla mencionada fue descubierta por un hidalgo portugués llamado Fernando Poo, nombre que dio a su descubrimiento, a últimos del siglo XV, en 1495 según algunos; y según otros en 1441. Conquista del Portugal, perteneció a este reino, opulento entonces, hasta que se adjudicó a España, al mismo tiempo que la otra isla de Annobon, por el tratado que se firmó en el Pardo en 1778.
  Se encuentra situada la isla de Fernando Poo en el golfo de Guinea en 2.° 38"' N. al S., de las Arabozes, a ocho leguas de la Tierra Firme y en la boca de la ensenada de varios ríos, algunos de los cuales se llaman: Calaber, Benin, y Camarones. Propiamente la isla se halla en la embocadura del Níger, pues los dos primeros anteriormente citados son más bien dos brazos en que se divide el mismo Níger al pasar por la hermosa y grande ciudad de Kirri.
 Las naciones de Europa han hecho grandes e importantes descubrimientos en el Asia y mar Pacifico, que unidos a los que habían hecho, y principalmente la nuestra en América, han dado al comercio en estas dos partes del mundo con Europa un desarrollo tan creciente e inmenso que parece debió dejarlos satisfechos. Pero sus aspiraciones han ido creciendo al par de su elevación, y se disponen a explotar otra mina riquísima, a penetrar con su comercio en el obscuro y desconocido centro de África. El río Níger, navegable unas mil quinientas millas a lo interior, baña ricos y opulentos pueblos, entre los cuales recordamos ahora el fértil Eomboucton, la parte occidental del imperio de los Fellatahs, el Borbu, cuya capital es Boussar, el Yasurri, el Nilo, Babba, ciudad mercantil opulenta, la Calunga, capital del Yarriba y población fortificada, y también el reino Foundo, situado en los montes de Hong hasta desembocar finalmente frente a nuestra isla de Fernando Poo. En esta isla pues, ha puesto la naturaleza la llave del Níger y parece destinada a ser el vehículo que lleve el comercio Europeo a unos países para los cuales empieza a despuntar aunque perezosamente la aurora de la civilización. En este supuesto, aun cuando la isla de Fernando Poo no fuere de suya tan rica y fértil como veremos más adelante, su posición geográfica debiera bastar por sí sola para que el gobierno español no la mirase con la incalificable indiferencia que hasta aquí. Por lo demás sus tierras vírgenes habitadas por razas inofensivas y hospitalarias, sus tierras que no se han explotado todavía son abundantes en oro, marfil, palos de tinte, pieles, maderas finas de construcción, aceite de palmas y exquisitos frutos.
  Los ingleses, que en materia de apreciar sus intereses no pueden ser nada sospechosos, han comprendido como nosotros la importancia de esta parte del África, como lo prueban sus repetidas expediciones a ella desde 1850. La efectuada en el mismo año por Laig y los hermanos Llander, la de Guillermo Alleng en 1833 y otras hasta los de nuestro actual gobernador Mr. Brecaff en 1833 y 1844. He aquí lo que acerca de la importancia de nuestra isla dijo en cierta ocasión un periódico de Londres que merece entero crédito. «Tenemos, decía, necesidad de formar un establecimiento más central y más cómodo que el que existe: y que bajo este aspecto pueda facilitar nuestras comunicaciones industriales con el interior de este vasto continente. La colonia de Sierra-Leona no es susceptible de corresponder a tan vastas miras; carece de ríos navegables, y su suelo ligero por naturaleza produce muy poco. Por otra parte su clima mortífero opondrá siempre un obstáculo invencible a una empresa tan importante. La gran Bretaña necesita nuevas fuentes de comercio: el despacho de los productos de sus manufacturas reclama nuevos consumidores: es cierto que la actual condición social de las tribus africanas promete poco por ahora, pero cuando se lleguen a establecer relaciones libres con los más inteligentes, cuando se les haya hecho apreciar el valor de las artes europeas, inculcándoles la moral y los usos de la civilización; este continente inmenso sumergido hoy día en las tinieblas de la ignorancia y la barbarie se convertirá en un mercado importante para la salida de nuestras mercancías: y tanto más importante cuanto que para aquel tiempo la concurrencia do las demás naciones comerciantes nos habrá cerrado en gran parte los mercados del antiguo mundo Benin, en este punto es donde convendría formar una colonia permanente pero es muy enfermizo. Si este rio Níger es navegable por más de 1000 millas podremos comerciar hasta en el corazón del África en sus orillas hay dos veces más movimiento mercantil que en el alto Rhin; su población es todo comerciante; hombres, mujeres y niños, todos trafican... En la isla de Fernando Poo situada a su embocadura, es donde debiera establecerse el cuartel general del poder británico en estos mares…»
 Hagamos ahora una breve historia do todo lo que España ha hecho para la dominación y colonización de la isla, que por fuerza tiene que ser breve, muy breve. Firmado en 24 de Marzo del referido año de 1778 el tratado en el cual la nación portuguesa cedió aquella posesión, el gobierno español organizo una expedición compuesta de la fragata de guerra Catalina y dos buques de menor porte tripulados por 130 hombres entre operarios y tropa, con los pertrechos, armas, provisiones correspondientes y una pequeña suma de dinero. Esta expedición, cuyo mando obtuvo el brigadier conde do Argelejos, y en la cual el segundo jefe el coronel de artillería D. Joaquín Primo de Rivera, salió de Monte-video el 17 de Abril del mismo año. El 21 de octubre llegaron a Fernando Poo, el 24 tomaron posesión de la isla, partieron al siguiente día para hacer lo mismo en la de Annobon. Desde esta salida todo fue desastre y luto para la expedición española. Murió en la travesía el conde de Argelejos, hicieron armas contra su sucesor Primo de Rivera los naturales de Annobon, se sublevaron contra él mismo muchos de sus soldados, regresó en fin la armada a Montevideo con su jefe, y 22 hombres solamente que hablan sobrevivido a la guerra, a las privaciones, a las calenturas africanas contra las que no podían oponer los remedios del arte y el buen trato. En tanto Madrid dictaba órdenes para la toma de posesión, y escaseaba los recursos de todos géneros que habían de ayudar a ella.
   Olvidada desde esta fatal época la isla de Fernando Poo, los ingleses pensaron en aprovecharse de este descuido, y en 1826 fijaron en ella la vista para que fuese el punto de apoyo de sus excursiones científicas, comerciales y explotadoras al Níger, pensando también en hacerla residencia del tribunal misto para la abolición del tráfico de esclavos, que se halla en Sierra Leona. Sin embargo, nuestro gobierno entonces protestó contra la expedición inglesa al mando de Obben, y la Inglaterra conociendo el derecho que la España tenía, renunció a su proyecto, hasta 1859 en que insistió en él con más fuerza, aunque por otros medios. Propuso la compra de ambas islas al gobierno español mediante la suma de sesenta mil libras esterlinas, con aplicación al pago de la deuda, y esta propuesta que presentó a las cortes en 1841 el ministro de Estado entonces don Antonio González, fue rechazada como era justo por las mismas, por la prensa y por la opinión pública. El honrado ministro, lejos de irritarse contra la enérgica oposición que el país manifestaba a desprenderse de aquellas posesiones, dispuso con sus colegas una nueva expedición a Fernando Poo, la cual fue confiada al capitán de navío Don Juan José de Lerena, el que se dio a la vela en el Ferrol a 18 de diciembre de 1842, a bordo del bergantín Nervion con dirección  Sierra- Leona. H aquí de la manera que el ilustrado misionero que fue de aquellas regiones, el licenciado D. Gerónimo María de Usera y Alarcón, refiere los resultados de esta expedición:

  «Con 21 días de navegación arribó a Sierra-Leona el 9 de enero de 1849 a las diez de la mañana; 29 días permaneció Lerena en Sierra-Leona ocupado en adquirir datos de la mayor importancia que atañían al Estado, y cuyos documentos obran en la secretaría del ministerio del ramo. El 6 de febrero y a las dos de su tarde, abandonó a Sierra-Leona, haciendo rumbo a Fernando Poo, a donde arribó el 23 del mismo, fondeando en la bahía de Clarense. Los 13 que permaneció en bahía los aprovechó de un modo extraordinario. Entre sus actos merece particular mención la energía que desplegó para arrojar do la isla a los agentes de la compañía inglesa llamada del Oeste del África, los que hacia catorce años se aprovechaban de las hermosas maderas, de que abundan los bosques de aquella isla. En seguida, con una solemnidad a que no están acostumbrados los naturales, proclamó por Reina y soberana de aquellas islas a doña Isabel II, trocando en santa Isabel el nombre de la capital, conocido hasta entonces con el de Clarense. Recibió a nombre de S. M. los homenajes de los jefes negros (Escórceos) a quienes regaló con magnificencia, quedando en relaciones y buena armonía con los mismos. Y para asegurar en lo sucesivo el buen orden y concierto y mejor administración de la isla, nombró por gobernador al caballero Mister Becroff para que en unión con un consejo de gobierno compuesto de los más principales del país, contribuyese al bienestar de sus habitantes.
 A las nueve de la noche del 8 de Marzo se dio a la vela con dirección a Corisco, en cuya bahía fondeó el 15 del mismo a la una de la tarde. El cometido del Sr. de Lerena con respecto a esta isla se reducía únicamente a adquirir datos y pormenores acerca de la quema que en 1840 habían hecho los ingleses de unas factorías españolas: pero prendados los naturales del buen porte de Lerena y de cuantos le acompañaban, le pidieron con instancias cartas de nacionalidad española. Para el efecto se reunieron los ancianos de la isla, gobernadores natos de la misma, bajo de su frondoso árbol, y colocando a Lerena en su lugar de preferencia, le hicieron presentes sus deseos. Concedida que les fue la carta de naturalidad e incorporación a los dominios españoles, la recibieron en medio de una grande algazara y entusiasmo.»
 «Cuatro días solos se detuvo Lerena en Corisco, pasando en seguida a Annobon, adonde arribó el 22 del mismo a las 10 de la mañana. Aquí se contentó con proclamar a S. M. la reina del mismo modo que lo había hecho en Fernando Poo; vistió al gobernador negro a la española; y para satisfacer los sentimientos piadosos de sus habitantes, quienes a pesar de ser católicos hacia setenta años que no habían visto por sus playas a un ministro de Jesucristo, dispuso el cantar una misa solemne a bordo del bergantín.»
 «Otros cuatro días como en Corisco pasó el capitán Lerena en Annobon, dándose en seguida a la vela para Cádiz adonde arribó a las 11 de la mañana del 15 de mayo de 1843.»
 Indudablemente, el ministerio que entonces gobernaba, habría llevado a cabo la obra; pues en vista de los buenos resultados de la expedición, Lerena, nombró una junta que en unión de este examinó detenidamente el negocio, acordando entre otras cosas orgánicas otra expedición más sería, y conferir el mando de aquellas islas a Lerena.  Pero los sucesos políticos que por aquella época dividieron los ánimos de todos, y el cambio repentino que experimentó la administración pública, estorbaron la realización de un proyecto que contaba en su apoyo la buena fe y el entusiasmo que había inspirado.
 El día 28 de julio de 1843 salió no obstante de Cádiz otra expedición al mando del capitán de fragata D. Nicolás de Manterola, compuesta de la corbeta Venus, de 20 cañones de porte, y tripulada por 28 hombres de las brigadas de artillería de marina, y 123 de gente de mar. Esta expedición, más que de carácter militar, estaba revestida de explorador y religioso. A bordo de la Venus iban algunos misioneros y empleados, contándose entre los primeros al licenciado Usera y Alarcón, a quien hemos ya citado, y cuyo celo por la conservación de nuestras posesiones de Guinea le hacen con otras muchas prendas un eclesiástico apreciabilísimo. La Venus hizo rumbo a Santa Cruz de Tenerife, y después de hacer víveres en la Gran Canaria, fondeo en Sierra-Leona el 3 de octubre de aquel año, no llegando a Fernando Poo hasta el 24 de diciembre por haberse ocupado Manterola en reconocer las posesiones de Cabo Corta y Aera. Una vez en la isla, los expedicionarios no fueron seguramente muy afortunados. Ni pudieron crear una escuela española, ni fundaron templo católico que sustituyese al protestante, único existente allí, ni hacer en fin, nada de cuanto se proponían, de manera que la isla de Fernando Poo, continúa en el mismo estado de abandono y extrañeza por parte de España.

 Seminario Pintoresco Español, 1850. 

lunes, 26 de junio de 2017

Isla de ensueño


 Alfredo Serrano

 Se ha escrito poco, muy poco, sobre Fernando Poo. Y aun se ha publicado menos. Sólo muy de tarde en tarde, algún artículo breve y poco ilustrado ha constituido uno de los aspectos gráficos de nuestra gran Prensa ilustrada.
 Mientras las tradiciones del Ganges misterioso y místico, las rinconadas poéticas del Nilo, los encantos líricos de Xauen, la bella, o las regiones exóticas del inmenso Congo belga, han hecho su desfile por las páginas gráficas de nuestras primeras revistas, las bellezas, la Historia, las costumbres y, en suma, los valores étnicos y comerciales de los territorios españoles del Golfo de Guinea han brillado por su ausencia. ¿Por qué? Porque el espíritu de colonización moderna no ha cuajado en España. Y España se olvidó ya de que de su potente imperio colonial le quedan aún unos restos, allá en el Continente negro, muy chiquitos sin duda, pequeñísimos, pero de una extraordinaria riqueza. Restos a cuyo cuido le obligan, no un mal entendido imperialismo trasnochado, sino la necesidad humana de una protección a las razas degeneradas que los pueblan y las exigencias actuales de la economía del Estado.
 Nueva política colonial, estudios razonados, proyectos, siempre proyectos, y alguna mejora indiscutible, han sido el producto de estos últimos tiempos. Pero la Guinea, Fernando Poo, necesitan más, mucho más. Femando Poo es una isla de ensueño. El trópico, que suele hacer de sus tierras paraísos, y de sus mares, inmensos lagos de aguas rizadas, sobre las que el sol borda el encaje de sus reflejos, le ha prestado el hechizo de todos los encantos. Sus costas y sus playas tienen una quietud dulce y bienhechora. Sus selvas y sus montañas elevadísimas —el Pico de Santa Isabel alcanza a los 2.800 metros de altitud— son un puro manto de verdura bellamente salvaje.
 En sus bosques interminables, junto a las márgenes de los ríos o en las playas, el viejo imperio bubi ha desparramado los típicos poblados indígenas de toscas construcciones de bambú, de hoja de ñipa, de corteza de árbol y de fibra de melongo. Son pueblos primitivos, en los que todavía privan costumbres y ritos ancestrales, donde el «tan, tan» de los tambores rústicos y de las tumbas —otro instrumento de ruido, porque escribir «de música» resultaría un sarcasmo— atruena el espacio y convida al balele, la fiesta característica de los bubis, los pamúes y otras tribus del país de enfrente, de la Guinea.
 Aún hay hechiceros en los poblados, aún hay pintorescos jefes de tribu y aún subsiste un descendiente del gran rey de la isla, a quien todos los años, en una fecha determinada, van en peregrinación sugestiva a rendirle pleitesía infinidad de personalidades indígenas.


 La poesía de la selva isleña se extiende a todas las zonas de Fernando Poo, bajo el imperio de esa colosal montaña que se eleva al infinito en el Norte y domina a toda la tierra fernandma. Y ella, la poesía de las masas verdes, de los bambúes, de los árboles de mil especies, de las palmeras cimbreantes, se infiltra en los poblados, en las fincas agrícolas de los blancos, en las ciudades... En todo. Es la belleza desbordante del trópico que invade todos los confines de «La perla del Golfo de Biafra». 
 Para el periodista, para el escritor, Fernando Poo guarda emociones insospechadas. El reportaje, la crónica, el artículo colonista, el ensayo y el libro, tienen en esta isla espléndida una cantera inagotable de inspiración, de materia prima. Pero ni el periodista ni el escritor suelen ir a Fernando Poo. Y esas emociones quedan sólo en el alma del viajero, que a su retomo a España las transmitirá a sus amistades; y si es un técnico, a un reducido público, en una de esas escasísimas conferencias que acerca de aquel lejano país suelen darse en Madrid en época normal.
 Santa Isabel mismo, sin ir más lejos, tan pulcra, tan bonita, tan blanca —ciudad africana que brinda el cocktail del exotismo negro y el confort europeo—, es ya un crisol de emotivos sentimientos estéticos, que el periodista puede recoger. La vida cotidiana de la factoría, esa tienda tan de África, en la que se vende desde una jofaina y una máquina de coser hasta un gramófono, una pieza de tela blanca, una bicicleta, un jamón, unos calcetines, un saco de harina o un queso de Holanda, es ya un venero de facetas y matices en que puede bien observarse a la raza bubi. El puerto, con su muelle diminuto y sus dos aparatosas grúas eléctricas, que no funcionan, es otro lugar interesante de la ciudad. Allí se centraliza todo el vigor de la urbe y de la isla en los días de embarque.
  El cacao, el café y los plátanos, aparte de otros productos más secundarios, pregonan en ese muelle la riqueza agrícola del país. Y así, el mercado indígena, con sus ruidosas transacciones mañaneras y sus estrambóticas mercancías; la Administración de Correos, con sus curiosos incidentes de las cartas escritas por los negros; la plaza de España, lugar casi de recreo, jardín provinciano donde se alza el Gobierno General...
  Los bares, los hoteles, las calles mismas, rectas, asfaltadas, con buen alumbrado eléctrico; hasta el cine sonoro, porque ya hay cine sonoro en Fernando Poo, y el casino, modernísimo centro de reunión, con piscina, sala de fiestas y juegos en miniatura, tienen un aspecto interesante en esa Santa Isabel, que como un nido de palomas se acurruca a los pies de la gran montaña femandina, entre sus laderas, lujuriantes de verdes, y la bahía que bañan las aguas brillantes y llenas de tiburones del soberbio Atlántico.
 Pero la vida más interesante está tierra adentro. Es decir, selva adentro. En las fincas dé cacao, en las plantaciones, allí donde día a día se traza el progreso material de la isla por virtud del esfuerzo del hombre blanco, del colono español.
 Cuando la planta del cacao está en flor, las fincas adquieren la belleza poética de un madrigal hecho carne, materia bella del suelo exuberante de la isla. Bajo sus combas floridas, a su vez bajo la comba inmensa y majestuosa del sol, la vida parece ennoblecerse. Lejos de inquietudes, de conflictos sociales, de luchas políticas, de todo lo que en Europa precipita el vivir humano, aquella tierra del cacao brinda un encanto delicado que embarga los sentidos.


 Mundo gráfico, 30 diciembre de 1936. 

jueves, 22 de junio de 2017

El cadáver del enemigo

 


 Héctor de Saavedra

 Cuando yo estuve en Marruecos trabé amistad con un moro, que tenía una tienda en Tánger, donde vivíamos, y en la  que ejercía el comercio de babuchas. Frecuentemente lo visitaba y solía decirme con gran solemnidad: 
 —“Siéntate a la puerta de tu tienda y espera a que  pase el cadáver de tu enemigo”.
 El estimable beduino estaba siempre sentado en el  umbral de su chiribitil, no sé si por indolencia árabe o porque esperaba que la mano de la Providencia, que siempre castiga, le trajera la venganza apetecida, que estimaba justa y legítima, de algún agravio que hubiera recibido. 
 Ya conocía yo a los árabes, y sobre todo a sus descendientes españoles que vinieron a Cuba, como hombres pacientes y resignados, llenos de la mejor buena fe, y confiados como ningunos en que el Destino sea el que se encargue de ordenarlo todo. Me acostumbré a creer que no hay acción mala que no tenga su castigo y vi luego, en distintas ocasiones, que con sólo la paciencia de aguardar  se veía, al fin, cómo cada cual llevaba su merecido. 
 Muchas veces se me ocurrió exponer estas ideas y decir, como el moro, que “se sentara a la puerta de su tienda”, a un amolador de tijeras y cuchillas, —que es francés y gran amigo mío, aunque discrepamos algo en cuestiones de filo—, que se lamentaba de los horrores que durante la guerra estaban haciendo los distinguidos “boches”, en su querida tierra de París, aunque él era, muy a gusto, natural de Perpignan.
  —No tenga usted duda —le decía yo— que Dios castiga sin palo ni piedra. Y luego de consolarle, en español, con este refrán castellano, agregaba:  
 —Ya llegará el día en que, ellos también, tengan sus disgustillos. No se apure ni se desespere. 
 Porque lo que más indignaba al buen meridional, era que mientras en la tierra de Francia caían bombas y se hundían catedrales, y desaparecían pueblos que habían costado muchos años y muchos trabajos para fabricarlos, y a más se mataba a mansalva a la pobre gente pacífica, los alemanes, austríacos y húngaros bebían sendos vasos de cerveza, comían con fruición sus “frankfurters” acompañados de col salcochada y mal oliente y fumaban con delicia sus gruesas pipas, gozando de la mayor tranquilidad y disfrutando de la vida, que, aunque prusiana, tiene sus encantos, sobre todo si es plácida y segura, mientras que los adversarios agonizaban entre sustos y sobresaltos, sin saber en qué momento iban a saltar en pedazos. 
  Era, en verdad, una situación muy dura la de las pobres gentes, que, en la mayor angustia, vivían anhelantes por sus padres o sus hijos a quienes no podían ofrecer seguridad alguna, y por ellos mismos que no estaban conformes ni preparados para morir, así de improviso, por una bomba que les viniera del cielo, que es el único punto a donde se vuelven los ojos para pedir consuelo a las aflicciones. 
 Lo justo y lo equitativo hubiera sido que se hiciera como en los tiempos en que la civilización no estaba tan refinada como ahora; entonces se salían al campo los beligerantes, fueran hombres solos, o ejércitos completos, y ventilaban la cuestión peleando duro, y luego el vencedor aprovechaba su triunfo para cogerse lo que había sido de su adversario. Con este mismo final hubieran procedido ahora, pero siquiera los de la otra época bárbara no se entretenían, como preliminar al despojo, en cañonear y destrozar al pacífico que para nada se había metido en la refriega. 
  Pues, volviendo a mi francés de Perpignan, tuve el gusto de que llegara el momento aquel en que tanto confiaba el árabe, y poder decirle, si no con gran satisfacción y regocijo, por lo menos con el contento del que ha sido buen profeta, que aquellos felices burgueses de Berlín y de Viena y hasta de Budapest, ya no estaban de tertulia en los cafés celebrando entre risotadas y chistes las hazañas de Hindenburg, ni comentando con placidez los destrozos que ocasionaran en Londres o París el “raid” de los “zeppelines”, o los salivazos de la gruesa “Berta”.
  Así es la vida. Cuando más inmunes se creían aquellos cuyas ciudades nunca pudo ofender el enemigo, porque habían muchos soldados del Káiser para mantenerlas intangibles, he aquí que comienzan las angustias, los sobresaltos y las calamidades porque pasaron los otros. 
 Aquella famosa repartición del mundo hecha en la cancillería y en las mesas de los cafés, en que se repartían los barcos y las tierras y se reducían los hombres a una esclavitud eterna para pagar una deuda interminable, todos aquellos sueños en los que entrarían también los tabacos de Cuba, no sólo se desvanecieron sino que se convirtieron en contraria realidad. La vida tranquila fue entonces turbulenta; la integridad de las mansiones interrumpida por la metralla que destrozaba los bellos edificios; las calles limpias y seguras, protegidas por el orden y la urbanidad, fueron teatro de atropellos, y en ellas se recogieron, por centenares, los cadáveres de mujeres y niños. Todo cambió radicalmente. Se conoció en aquellas ciudades soberbias y preponderantes lo que era la guerra y se supo; por experiencia, lo que habían sufrido los otros. Vinieron el hambre y las tristezas; tanto más dolorosas cuanto que el mal lo producían los propios hermanos, que aún no saben cómo habrán de avenirse...
 ¡Ah! ¡Cuánta razón tenía el moro de las babuchas al repetir aquella filosófica sentencia de su país! No hay como tener paciencia y sentarse, aunque sea en un banco “frío y duro” como los de nuestros paseos, con la seguridad que un poco más tarde o más temprano habrá de pasar “el cadáver del enemigo”, porque el que lo ofendió a usted, sin razón alguna, o se portó indignamente con su semejante o su país, habrá de pagarla, porque son cuentas, esas, que cobra Dios infaliblemente, cuando más feliz se considera el deudor.

 Título original: "Doblar la hoja", Social, abril de 1919.


miércoles, 21 de junio de 2017

Poesía en creciente



  Benjamín Jarnés

 Toda legítima poesía va siempre en creciente. El poeta verdadero no se empobrece, sanea a diario su caudal. Cuando pareció quedarse desnudo, fue por haber averiguado que el mejor traje es la misma piel. El poeta verdadero, al entrar en años de madurez, va arrojando doradas baratijas —que quizá en la adolescencia fueron ídolos— y se complace en presentarse como un mendigo. Su riqueza es ya firme. Gran parte de su herencia sufrió —como el primitivo “stock” de sus temas— esas operaciones de Bolsa que convierten el dinero ajeno en bienes propios. De otra gran parte se hizo una saludable almoneda. El poeta verdadero no agota, no exprime sus talentos, los negocia.
Nacen estas líneas del bello título —"Poemas en menguante"— del nuevo libro de Mariano Brull…
No sabemos que haya publicado otro volumen desde “La casa del silencio”, aparecido en 1916. Desde entonces, la poesía ha sufrido algunas transmigraciones, algunas volteretas. Anduvo del “ yo” íntimo a lo más desolado del mundo exterior, del espíritu a la cante; de las severas ligaduras clásicas a la franca libertad —a veces, al pleno desenfreno— ; de la pompa heredada de los llamados “modernistas” a la implacable desnudez, al cinismo; del ardiente ecuador sentimental, en fin, al frío polo cubista. Pero hay valores independientes del clima y de la mayor o menor abundancia de equipaje: la aristocracia, la vibración profunda, el poder de contagio. Tres calidades de la poesía de Mariano Brull, que ya eran patentes en “La casa del silencio”, que se afirman en “Poemas en menguante” con vigor extraordinario. No es la poesía de Brull ostentosa, muy rica en estructuras verbales inesperadas; lo es, en cambio, en refinados matices de permanente y alta tensión del espíritu. Es el estado de gracia del poeta, tantas veces independiente, siempre anterior a toda fórmula —a toda realización idiomática. La idea poética exige una armonización verbal, pero a la gran orquesta puede preferirse el cuarteto. Toda la poesía de Mariano Brull está escrita para pocos y finos instrumentos. Copiemos este momento lírico.

    En el aire están las flores —invisibles
    serafines suspensos.
    Y el árbol crece para alcanzar su flor.
    Y el sol crece para llegar hasta su rosa.
    Empínate muy alto —vida— hasta mi flor
    ¡maravilla no vista en los jardines!

 Poesía equilibrada, subordinada al pensamiento, de una luminosa intimidad. Poesía en creciente. En marcha hacia la suma estilización, hacia la perfecta riqueza.


 Revista de las Españas, octubre de 1928. 

lunes, 19 de junio de 2017

Mariano Brull en el zoco


  
 Eduardo Avilés Ramírez

 Uno de estos días, pues –un poco así como en los cuentos- el poeta Mariano Brull se paseaba por los zocos de Fez, todo él perfumado de poesía árabe, como si hubiera hecho su entrada material en el reino de las Mil y una Noche del África 
 Había recorrido toda la mañana la Ciudad Santa, desde Karaouine hasta el cementerio de los Mermidas, desde la mezquita de Mulay Idriss hasta la Meliáh judaica. A la izquierda había contemplado los picos del Atlas, hacia la derecha las serranías del Rif. Estaba un poco fatigado pero el río humano del gran zoco lo había tentado y se había aventurado en él, apresando visiones, pescando rostros, túnicas, barbas, bonetes judíos, turbantes fezarinos, sonrisas del levante y cataduras duras del Atlas.
 No sabe él cómo de pronto cayó sobre un maravilloso tapiz oriental, todo él tejido con hilos rojos, con hilos verdes, con hilos negros, que se matrimoniaban con ingenio sutil para dibujar jardines de plata y oro, siluetas de sultanas y personajes de leyenda, inmenso, sedoso, tentador. A su lado pasaban los árabes barbados, los negros venidos de las montañas atlánticas o del Rif, los judíos finos como escapados de un poema de Isak Ben-Jacob Alfasi. El poeta se quedó viendo el poema suntuoso del tapiz con ojos soñadores y melancólicos ¡ay¡ porque cuando preguntó su precio, le dijeron: “5. 000 francos”, y porque los poetas, aunque sean diplomáticos, nunca tienen cinco milo francos para un tapiz.
 Detrás del tapiz, sentado con las piernas cruzadas, la barba y los cabellos ensortijados saliéndoles bajo la albura del turbante, el propietario del zoco, un árabe fino y lleno de majestad, como si estuviera posando para Delacroix, enhebró la charla con el poeta "que venía de lejos, de muy lejos, ... de las Antillas..."
 -No -le decía Brull- imposible, yo no tengo esa suma. Pero para no hacerle perder el tiempo voy a comprarle este vaso...
 Y a propósito del vaso, cuyos dibujos le recordaban un poco el encaje de la Alhambra, hablaron sobre arte. "¿El señor sabe español? ¡Ah...!" Sí, el poeta antillano sabía, no sólo español, sino español antiguo, había leído a los poetas árabes, sabía estancias de la morería, recordaba pasajes de los profetas, conocía algunos Textos, y cometió la dulce imprudencia de agregar:
 -Yo admiro el arte moro, la poesía mora, la filosofía oriental, Córdova y Granada me encantan...
   

 Los ojos negros del árabe brillaban en la penumbra del zoco, tenían reflejos singulares. Poco a poco comenzó a hablar, a hablar, a tejer palabras dulces. Sus palabras revelaban en él un erudito literario, un historiógrafo, un artista. Entre él y el poeta antillano se estableció pronto un instrumento de afinidades y coincidencias interiores. La coraza acerada del comerciante había desaparecido -¡milagros que hace la poesía!- y las recitaciones del uno sucedían a las recitaciones del otro. Ambos citaban el nombre o el texto de un filósofo o de un poeta conocido de ambos. Aquello tenía ya todas las características de la amistad letrada. Pasaban no sólo el río humano del zoco, sino las horas, sin que ni uno ni otro se percataran. En las mezquitas coronadas por la bandera verde del Profeta, comenzaron a cantar los muezines, entre los últimos oros de la tarde..
 Sin que Mariano Brull se apercibiera, el árabe había envuelto con manos discretas y finas -manos árabes que esconden la precipitación, o que la sustituyen con movimientos precisos- el tapiz maravilloso que había servido de pretexto a la charla… Cuando el poeta se dio cuenta, protestó:
 -Ah, sí, el tapiz! Pero no, si yo no tengo dinero con qué comprarlo! No, no, deme usted solamente el vaso...
 Y con la autoridad suave, que emplean siempre los árabes, con esa violencia dulce que derrota la brusquedad de los occidentales, el nuevo amigo de Brull loe deslizó al oído, en una reverencia de todo el busto:
 -Lléveselo usted como un recuerdo... Usted me ha hecho feliz... Le rindo las gracias con toda humildad.
 Y antes de que Brull tuviera siquiera tiempo de protestar, el turbante blanco había caído por tierra, el busto del hombre doblado en dos: era el minuto de la oración. Arriba, en lo más alto de las mezquitas, los meuzines continuaban su salmodia lenta, monorrítmica y dramática, y un rumor de rezos llenaba el aire de la Ciudad Santa, de Fez, la Dolorosa, de Fez la Maravillosa.



 Diario de la Marina, 1 julio de 1938.

domingo, 11 de junio de 2017

Tánger



  Rubén Darío

 En el Gibel-Musa, vapor inglés, después de tres horas de mar, llego a tierra mahometana. Desde a bordo ha comenzado para mí lo pintoresco con el amontonamiento, sobre cubierta, de moros y judíos de distintos aspectos, blancos, morenos, de ropajes oscuros o de vestidos vistosos. Había ancianos de largas barbas blancas, semejantes a los Abrahames de las ilustraciones bíblicas, y mocetones robustos, hombres de faces serenas y meditativas, mercaderes con morrales y cajas. Había rimeros de paquetes, armas, bagajes. Había pipas humeantes de cazoleta diminuta. Cabezas con fez, con turbante, con capuchón. Había animales. Un árabe de negra mirada iba cuidando su caballo. Un viejo de dulce y venerable aspecto acariciaba un cordero. Las inglesas del pasaje y unas norteamericanas de gorrita impertinente y rosados colores sacaban instantáneas, no sin la protesta de algunos de los africanos, que veían en tal acto un atentado contra el precepto koránico. Atrás quedaban las costas andaluzas. (¿No es allá, oh soberbio y famoso mulato, donde el África empieza más bien que en los Pirineos?). El mar estaba apacible, a pesar de las cóleras que le han sacudido los días pasados, y el firmamento de un azul pacífico. Poca a poco la ciudad fue apareciendo a mi vista, y antes, a un lado, las alturas que se extienden hacia el interior, en donde hormiguean las Rabilas; y más allá, la casita blanca del nunca bien ponderado corresponsal del Times, Mr. Harris (¡perpetúe Alah su felicidad y sus días!), que en tantas andanzas se ha metido, y cuya cabeza ha sido deseada por tantos alfanjes de hijos del Profeta. Ese brillantísimo colega y Mr. Mac-Lean tuvieron que salir más que velozmente a causa de políticas aventuras, en las cuales estaba mezclado el sultán modernista, sportman Moulaiabd-ul-Aziz (¡que Alah le dé unos buenos lirones de orejas!), el cual no piensa más que en bicicletas y máquinas fotográficas, cosa que no había pensado el buen Loti cuando le vio niño en la corte de su padre.

 Por fin la ciudad se presenta, sobre el celeste fondo, la ciudad blanca, muy blanca, tatuada de minaretes verdes. Confieso que es para mí de un singular placer esta llegada a un lugar que se compadece con mis lecturas y ensueños orientales, a pesar de que sé que es una ciudad profanada por la invasión europea, adonde la civilización ha llevado, con escasos bienes, muchos de sus daños habituales. Por de pronto, he ahí la muchedumbre de intérpretes del hotel, de dueños de botes de desembarco que pretenden desollarnos en todas las lenguas posibles. Y ya en el muelle, después de pasar la aduana, muchedumbre de guías, y de los que el señor Echegaray llamaría, por no hablar como Quevedo, galeotes. ¡La aduana! Yo no sé qué es lo que le dice en árabe a uno de los empleados de turbante y albornoz el intérprete que me conduce; pero, como en algunos países cristianos, no me han registrado el equipaje, y ha de costarme esa deferencia el consabido premio. Entro a la ciudad por una de las tres puertas juntas arábigas que hay en los muros blancos, entre una muchedumbre de albornoces, turbantes y babuchas, burritos cargados, cargadores que atropellan, mendigos que tienden la mano y dicen palabras guturales, amontonamientos de fardos, de cajas, de cargamentos de todas clases. Hacia la izquierda subo por una calle estrecha, y a poco estamos en el mercado, o Zoko Chico, punto en donde se encuentra el hotel en que he de habitar durante mi corta permanencia. A pesar de las tiendas europeas, a pesar de la indumentaria de los turistas y vecinos europeos, el aspecto de la ciudad es completamente oriental. Me siento por primera vez en la atmósfera de unas de mis más preferidas obras, las deliciosas narraciones que han regocijado y hecho soñar mi infancia, en español, y complacido y recreado más de una vez mis horas de hombre, en la incomparable y completa versión francesa del Dr. Mardrus: Las mil Noches y una Noche. Es que iras esta mezcla de árabes, de moros, de Rabilas, de europeos, que constituye la población accesible, existe el misterio y la poesía de la verdadera vida de Oriente, tal como en los tiempos más remotos. Pues, como muy bien se ha observado, el Marruecos contemporáneo es siempre el imperio moro del siglo duodécimo, con su organización feudal, su lujo y sus artes exquisitas. Y comprendo la inmensa distancia que hay entre esos espíritus de creyentes y fatalistas musulmanes y las almas de Europa y América; entre esas razas del animal humano llenas de ferocidades, de noblezas, de arrojos, de vicios y de virtudes naturales, y las razas nuestras que el progreso y la civilización han llenado de artificialidad, de sequedad y de desencanto. El desdén inmenso que estos hombres sienten por nosotros, tiene su base principal en el concepto distinto de la vida que hay en su cerebro. Ellos no guardan, como los que somos cristianos, ciertas ideas del pecado que hacen dura y despreciable la vida terrestre, y en su inmortalidad teológica, no esperan ni premios ni castigos que vayan más allá de nuestra comprensión.

 

 Salgo del hotel a dar mi primera vuelta por la ciudad, caballero en una mula mansa y vieja, en una silla morisca forrada de paño rojo. Me precede, en otra muía, el guía, un español que hace largos años reside aquí, y que conoce el idioma perfectamente. Me sigue, a pie, un morito vivaracho, de grandes ojos negros. Ambos llevan látigos; el guía para los moros del pueblo, que no se apartan del camino, y el morito para mi muía. Así pasamos por toda la larga y única calle que pueda merecer este nombre, hasta llegar al gran Zoko, o Zoko de Barra, el mercado principal. No nos detenemos, pues por esta vez quiero conocer los alrededores. No lejos están las casas en que habitan los cónsules, algunas con hermosos jardines y de arquitectura oriental. Más afuera, en los declives del terreno, o sobre graciosas colinas, hay otras construcciones en donde moran extranjeros. Después es la campaña. Hay profusión de áloes y tunas, lo que en España llaman higos chumbos, y datileros e higueras. Manchas de flores rojas y amarillas entre los repliegues del terreno, y gencianas y geranios. Todo lo ilumina una luz grata y cálida. No muy distante, advierto grupos de casas bajas, aldehuelas como sembradas en el seno de los valles, y de donde se eleva una columna de humo. Y sobre una altura, de pronto, la silueta de un jinete. Unos cuantos soldados entran montados en sus hermosos caballos y armados de las largas espingardas que se creerían tan solamente propias para las panoplias de adorno y las colecciones de los museos y armerías. Son de las tropas que vienen del interior, en donde una nueva insurrección se ha levantado de manera tal, que desde hace algunos días son escasas las caravanas que entran a Tánger, y, por lo tanto, sufre el comercio.
 La tarde cae y vuelvo al hotel.
 He bajado a la playa, allá lejos, en donde hay casetas de baño y pasan de cuando en cuando moros montados en sus burros, que vienen de no sé dónde, del campo vecino, de detrás de las alturas cercanas. Hay cerca un quiosco blanco y pintoresco, casas blancas de techos rojos, habitaciones en que ricos extranjeros se solazan enfrente de las aguas azules.
 Desde aquí se divisa una parte de la población; en algunos puntos jardines y arboledas; más lejos, murallones, las orientales construcciones cúbicas, construidas como en un vasto anfiteatro. Hay algunas de dos pisos, y tales rodeadas de otras bajas, con muchas puertas.
 Una que otra lancha se ve por ahí cerca en el mar quieto. Hay una grande paz. Por aquí deben habitar de esos ingleses y norteamericanos hábiles y curiosos que han sentado sus reales en esta tierra y han explotado y explotan el país comercialmente, o como dice un buen censor, que han hecho experiencias industriales e industriosas. Los chalets y moradas que hay cerca de mí, muestran todos los aspectos de nuestras mansiones de ricos occidentales.

 

 A poco rato de vagar, he aquí que sale de una de las casas una bella dama rubia, mientras en lo interior suena un piano. Pongo el oído atento a lo que tocan. Es algo del Otello de Verdi. No está fuera de lugar. Un caballero español me presenta a Mohamed-Ben-Ibrahim, moro de letras, que ha viajado por Francia, Italia y España, y que conoce perfectamente, para ser moro, la literatura española. Es un tipo elegante, quizá demasiado europeizado, que a su traje flotante y soberbio ha agregado una magnífica leontina hecha por un platero madrileño, y un reloj suizo, de cincelados oros, con campanilla de repetición, que se complace en hacerme oír cuando pascamos... Me habla del poeta Zorrilla y me recita versos del maestro. Me pregunta si Zorrilla sabía árabe y, como yo resueltamente y creyendo decir la verdad, le digo que sí, su contentamiento es grande. Mohamed no ha perdido mucho de su carácter nacional a pesar de sus viajes y de su confesado afecto por las mujeres cristianas, sobre todo por esas huríes singulares de París. Él continúa en la completa fe de sus mayores, y es un mahometano practicante que no olvida, a la hora señalada, su plegaria, con la mirada hacia el punto cardinal en donde la ciudad sagrada se encuentra. Pero no es suficientemente ortodoxo... Hemos entrado en un bar, o cosa por el estilo, que hay cerca de mi hotel, y allí Mohamed se ha mostrado demasiado aféelo a una bebida nacional británica, muy usada por los célebres rumies Harris y Mac Lean...: el whisky-and-soda. «Amigo Mohamed, le digo, tengo una vaga sospecha de que vuestro profeta no os ha dicho precisamente que el vino es bueno, y menos el whisky». Mohamed sonríe, pero no con irreverencia occidental, antes bien como quien va a decir una cosa de razón a quien la ignora. «Es cierto que él peca, porque le gustan mucho no solamente el whisky, sino los vinos de España, y sobre todo el champaña que aprendió a saborear en los bulevares parisienses, y cierto moscato espumante de que la admirable Italia le dio muestra exquisita, pero él es un creyente que conoce muy bien su religión, y las condiciones que hay que llenar para que los pecados sean perdonados y sea abierto el mahometano paraíso. El peca, y luego va a la Meca.


 No ha faltado, desde hace tiempo, una sola vez a la consagrada costumbre, obligatoria para todo buen musulmán, y así Alah le reconoce digno». Esto dicho, Mohamed bebe su licor escocés con fruición y vuelve a hablar de poesía. A este propósito me confía que se ha atrevido a hacer versos en español, y me recita algunos, no más malos que los de tales incircuncisos que yo me sé. Me cuenta que hay marroquíes y tunecinos que cultivan la literatura castellana, y me pondera a un su amigo de Túnez, llamado Abul Nazar, de quien me recita unos versos a la Giralda sevillana, que le habrían satisfecho a Zorrilla, por moros y por zorrillescos. Abul Nazar, como Mohamed-Ben-Ibrahim, siente en verdad que el alma del autor de Granada, era, siendo tan católica, enormemente sarracena. Los versos de Abul Nazar, son los siguientes:

Giralda, alminar gentil
En que la belleza mora,
Eres cautiva señora
En extranjero pensil.

Yo te llevara a un paraje
Que fuera harén opulento.
Donde regalase el viento
Tus alharacas de encaje.

Vieras con el ajimez,
Que ojos finge de tu cara,
Las lejanías del Sahara,
Los bosques de Mequinez.

Sobre cielos carmesíes
      Las huríes,
Aun más blancas que el marfil.
Se apostaran por mirarte
      E imitarte
En tu apostura gentil.

Desde tu altura sonara
      Dulce y clara
La canción del Muezín;
Te abanicaran palmeras
      Y tuvieras
De rosas blando cojín.

¡Quién abrochara tu talle
      De mi valle
Con el nardo embriagador!
y a tu pecho floreciente
      Diera ardiente
Cálido beso de amor.

 ¿Qué más morisco y qué más zorrillesco? Es son de guzla es ciertamente una oriental que se intercalaría sin detonar, entre las del autor de Tenorio o las del injustamente olvidado padre Arolas.
  

 Anoche he estado en el principal café moro. Por una puerta estrecha que da a una angosta callejuela, se entra al no muy espacioso recinto. Hay tapices para los del país, y mesitas para los visitantes extranjeros. Mi amigo español y yo nos sentamos en una de las últimas. Había cerca de nosotros varios franceses y señoras inglesas. Un mozo de rojo fez nos sirve en pequeñas tazas el café ya azucarado y sin colar, como es uso y como lo solemos tomar los aficionados en París en el restaurant judío-oriental de la rué Cadet. La atmósfera está cargada, pues no son pocos los fumadores. Unos fuman el tabaco solo, y otros mezclado con cáñamo indiano. De pronto inicia la orquesta —¡la orquesta!— un son de los suyos... La orquesta se compone de ocho o diez músicos que tocan los más inverosímiles violines y violones. Veo un solo violoncelo europeo tocado por un morenote barrigón que mueve toda el cuerpo cuando toca. Es un solo motivo repetido una, dos, innumerables veces, motivo triste, lánguido, hipnotizante; y como no andan muy acordes todos los que ejecutan, da la disonancia persistente, a veces, cierta angustia. ¿Qué impresión hay en mí? En verdad, vuelve a cada paso, por la escena iluminada por las lámparas de cobre, por el ambiente, por los tipos y sus indumentarias, la reminiscencia miliunanochesca; pero también pienso que no es la primera vez que escucho ese aire monótono y veo esas singulares figuras. A la idea de cuento árabe se junta entonces el no lejano recuerdo de la Exposición de 1900. Me regocija un tanto, por el lado poético, el que esto esté en su centro y lugar, aunque me amargue mi contentamiento el notar que todo se hace para satisfacer la curiosidad y recibir las pesetas del turista, del perro cristiano. Las cuerdas chillan rozadas por los arcos curvos, y de las cajas sonoras, hechas unas en forma de zuecos, salen las voces gimientes. A esto acompañan varios guitarrones a manera de laúdes, con labores de nácar incrustados, y a todo se unen las voces cantantes de los músicos mismos, entre los que hay jóvenes y viejos, abundando entre los últimos siempre los rostros bíblicos, las caras de viejos profetas aullantes.
 Hay que salir de ahí para librarse de la repetición dolorosa y llorosa del motivo oriental, que llega a causar malestar en los nervios.

 

 El canto o más bien recitado del muezzin, es de esas cosas que no se olvidan cuando se las oye. En lo profundo de la sombra nocturna, o a la hora del crepúsculo, o bajo la maravillosa f luna que brilla sobre zafiro celeste, su voz, en un ritmo repetido y único, confía al viento y promulga al mundo que Alah es grande. Esta campana humana que llama a la oración y que recuerda a las razas más creyentes del orbe la omnipotencia del Dios poderoso, es de lo más impresionante intelectualmente que se puede todavía encontrar sobre la faz de la tierra, de la tierra árida de destrucciones mentales, seca de vientos de filosofía, y que casi no halla en donde resguardar el resto de las creencias y de amables ilusiones divinas que han sido por tantos siglos el sostén y la gracia del espíritu de los pueblos.
   Flaubert afirmaba, que si se golpeaba sobre las cabezas bellas y graves y pensativas de estos africanos, no saldría más que lo que hay en un cruchon sans biére ou d´un sepulcre vide. Yo he oído salir de estos cerebros —quizá de los menos europerizados que en mis pocos momentos africanos he conocido—pensamientos serios y ocurrencias interesantes. No porque ellos tengan un punto de vista diferente del nuestro en la vida, en el progreso y en la esperada inmortalidad, dejan de mostrar una sensatez y largas vistas que muchos cristianos desearían. Son excepciones, es cierto; pero no hay que olvidar que esta raza tuvo en jaque a Europa y encendió lámparas al mundo cuando había enseñanza en Córdoba, y gloria en Granada y en Bagdad.
  El zapatero que tiene su taller en un miserable tenducho, os dice razones discretas y, sobre todo, os trata con toda la urbanidad apetecible, desde luego que entráis bajo su techo. Esos remendones de babuchas son curiosísimos, y, según mi intérprete, hacen entre la morería, como los barberos de nuestras civilizaciones cristianas: charlar de los sucesos que pasan y entretener o impacientar al cliente con sus conversaciones. En este caso, pues, el silencioso vivir de la raza, tiene su contraparte...



 Día de mercado. El gran zocco es un vasto cafarnaum, un hervidero de colores y de figuras bizarras, una colección rara, para el extraño, de escenas pintorescas.
  He aquí las caravanas en reposo, después de haber cruzado el desierto para traer las mercaderías de lejanas comarcas. Los camellos, que hasta hoy había visto tan sólo en jardines zoológicos, en la bohemia de los circos errantes, los camellos, feos y misteriosos, cantados tan bellamente en los versos de Valencia, están aquí en su ambiente y bajo su cielo, unos echados, otros de pie, tristes, esfíngicos, jeroglíficos...; y junto a ellos, sudaneses de carbón, beduinos de gestos fieros, entre bultos y amontonamientos de cosas heteróclitas. Más allá, muías, caballos desensillados o con las consabidas monturas rojas. Y un mundo de gentes diversas, un andante museo de biología comparada, y una variedad de vestimentas y de tintes que sorprenden e interesan. Aquí está un moro berberisco, con su capucha calada que le cae atrás en pico: su 'traje que se asemeja a una clámide con mangas que le llegan a medio brazo, y el aire poco reservado, en su cara que llamara campechana si no relampagueasen de repente instintos terribles en sus pupilas. Lleva las piernas desnudas, la barba afeitada, los pies descalzos. Luego un kabila ceñudo, rapado el cabello por delante hasta formarle una calva sobre el apretado y corto pelo negro; los ojos crueles, la boca voluntariosa bajo un bigote escasísimo. Luego un árabe rubio casi, de mirada soñadora y barba fina, y un árabe moreno, de cara afilada, mentón puntiagudo que prolonga la barba negra, cráneo alargado, gesto autoritario y siempre duro. Luego negros colosales; ¿senegalenses? ¿abisinios? ¿sudaneses?
 Perdonad mi escasez de antropología en tan curiosas sensaciones africanas; mas lo único que os diré, es que como esos gigantescos negros eran, o deben haber sido, los que cuidaban los melosos y los Ieones de la reina de Saba. Los vestidos hacen sus juegos de color en la plaza hormigueante. Ya es el jaique blanco, ya el jaique rosado, ya el jaique verdoso, ya el jaique obscuro o leonado; ya el amplio albornoz majestuoso ya los mil turbantes de varias formas. Veo turbantes rojos en el centro, y alrededor blanquísimos, en un pesado retorcimiento de telas, turbantes blancos de centro negro, turbantes todos negros y turbantes todos blancos; y unos que parecen hechos con camisas viejas y otros que parecen gordas trenzas de fulares de lujo. Una tela es áspera y pobre; otra os da idea del gran señor que la lleva, por los tejidos de oro que brillan en la ondulante seda o preciosa lana. Hay albornoces que indican una categoría. Hay babuchas ricas y babuchas miserables.
  A tal comerciante le veo una leontina semejante a la de mi amigo Mohamed Ben-lbrahim, y un rostro que parece haber pasado por el pecaminoso ambiente de París. Si irá también con frecuencia en peregrinación a la Meca... Y paso entre este mundo tan diferente al mundo en que he vivido, con la sensación de estar en un ambiente de fantasía. En este lado, un moro vende dátiles en confitura; más lejos unas galletas de apetitoso aspecto; más allá, dulce de no sé qué fruta; más allá habas; acullá aceitunas, y almendras, y pan del país hecho de un trigo especial que llaman dura.
 Luego, son unos ambulantes vendedores de babuchas y cueros, curtidos, de colores vivos, orfebrerías y tejidos de oro de Fez: chiarenas y jaiques hechos a mano. Y en sus tenduchos, otros mercaderes aguardan indolentes a los compradores de sillas de montar, de turbantes, de arneses, de puñales, de hierros y aceros distintos, de vasos y jarras. ¿Y las mujeres? Yo no he visto sino tales envoltorios blancos, pobres viejas, que como todas las mahometanas, tenían el pudor oriental de la cara. A una jovencita alcancé, en un descuido, a verle el rostro, por un lado; era hermosa, mas me pareció que estaba tatuada en la mejilla. Mirad si un artista, en estas tierras, tiene en donde ver vida aparte, seres aparte, y soñar su sueño, aparte...
 

 Caminando llego hasta un grupo de gentes que ven a un encantador de serpientes. Más lejos, unos aissaouas hacen sus sabidas terribles proezas. Al son de unos roncos tambores golpeados por las manos de sus dos compañeros, el salvaje brujo comienza a mover la cabeza primero, luego el busto, luego todo el cuerpo, sin mover los pies, en una danza de cobra, de adelante atrás o de un lado para otro. Los moros le miran en silencio. Uno de los tamboreros echa en un brasero cierto polvo resinoso, que produce fuerte humareda, en Ja cual, sin dejar su rítmico vaivén, mete la cabeza el aissaoua y aspira con fuerza. Diríase que se hipnotiza y que se anestesia. A poco toma un puñal agudo y se traspasa un brazo, una mano, una oreja, la lengua; ase a puñados brasas que uno ve que queman, pues se siente un repugnante olor a carne asada...; se echa de barriga sobre un sable afiladísimo y se le ve en la piel una herida que brota sangre...; se mete una especie de cuña en la órbita de un ojo y el globo sale fuera, horroroso...; ase varias víboras que dicen ser venenosas y se deja picar en los labios, en el cuello, en la lengua... Los tamboreros siguen su son, al que agregan un canto nasal y chillón. Para final, el brujo feroz toma un poco de paja, la da a examinar a la asistencia como nuestros prestidigitadores, la enrolla, la hace una pelota entre sus ásperas manos, sopla en ella y la paja se enciende y arde sobre sus palmas hasta que se consume. Los concurrentes le dan unos cuantos ochavos y la función concluye para recomenzar más tarde.
  Al retirarme veo en otro extremo de la plaza, que forma un declive, gran muchedumbre sentada en el suelo silenciosa. Frente al grupo de albornoces, jaiques y turbantes de colores, se alza un árabe de negra barba, todo vestido de blanco» tipo, en verdad, hermoso y aristocrático. Habla, recita. Mi intérprete me explica: «Es el poeta que cuenta cuentos». Viejos, muchachos, hombres, le escuchan como a quien trajese noticias de reinos extraordinarios, de países de ilusión. Bello es el espectáculo al armonioso brillar del sol de la tarde sobre los hombres, sobre las vestiduras, sobre las cercanas casas cúbicas y blancas. El poeta, el narrador, dice con entonaciones admirables, en su gutural y ronca lengua, sus historias, sus cuentos. Y hay algo en su declamación del modo de recitar de los actores franceses. Cuando concluye, todos desfilan ante él y le dejan su óbolo.
 Y al partir y al despedirme de ese lugar y de este país en donde jamás un tholva leerá un libro de Nietszche, vuelve a mi memoria el libro maravilloso, el libro glorioso, a quien se debe tanta magia, tanto color, tantas sanas alegrías y visiones interiores, el adorable Alf lailah oua lailahLas mil noches y una noche— que empieza: «Está referido —pero Alah es más sabio y más cuerdo y más bienhechor— que había —en lo que transcurrió y se presentó en la antigüedad del tiempo y el pasado de la edad y del momento— un rey entre los reyes de Sassan en las islas de la India y de la China...»


 Tierras solares, Editorial Mundo Latino, Madrid, 1917, pp. 157-179.