sábado, 19 de agosto de 2017

Filo y punta de Rafael Blanco


  Juan David

 La revista habanera El Fígaro, en su edición del 4 de marzo de 1906, publicaba un grabado con el siguiente pie explicativo: «Caricatura del maestro Lasker por el joven aficionado de ajedrez, señor Rafael Blanco.» Al parecer, al autor del texto, tan ambiguo y poco entusiasta, le interesó más destacar la curiosa afición del aprendiz de ajedrez que significar los valores de la caricatura objeto de su comentario. Tampoco pudo presumir que su publicación cobraría particularidad histórica: con ella Rafael Blanco iniciaba una revalorización de las formas caricaturales, mientras anunciaba, de paso, cambios que ocurrirían en la plástica cubana veinticinco años después, propiciados por el apostolado trashumante de Víctor Manuel. Por esos años domina en la caricatura cubana Ricardo de la Torriente, epígono de un estilo que impusiera el español Víctor Patricio de Landaluze al iniciarse como caricaturista en La Charanga a mediados del siglo XIX. Al estilo colonial, Rafael Blanco opuso el suyo propio, aprendido de dibujantes europeos, conocidos seguramente por vía de publicaciones literarias y artísticas que llegaban a Cuba procedentes del Viejo Continente. Tres años de aprendizaje en la Academia San Alejandro no despertaron su intención creadora; por el contrario, lo permearon de un academicismo feroz. El gran artista que renovaría nuestra caricatura no aceptaba rectificaciones conceptuales, y menos aun, subversiones en las otras artes.
 Amaba el romanticismo a ultranza de Leopoldo Romañach y los «caramelos» que pintaban Valderrama y García Cabrera. En cambio, su obra satírica es antiacadémica, animada por un agudo espíritu renovador, tanto en las formas como en el contenido. No se inspiró en lo grotesco, ni siguió el canon deformador de lo externo, caballo de batalla de Ferrán, Landaluze, Cisneros, pintores que pretendieron hacer caricaturas: distorsionaban las formas hasta hacerlas parecer albóndigas mal modeladas. Blanco, recurrió a la buena fuente de Daumier y la actualizó al sintetizar sus grafismos con rasgos y manchas sumarias, trazadas sin dificultad, como al desgaire. Reunidas orgánicamente, significan un hombre o una reunión de hombres y cosas. Dominaba en la composición la fuerza expresiva sobre cualquier exageración circunstancial.

 Pero nada era improvisado. Nuestro gran artista no concebía el facilismo, ni dejaba nada al accidente; cada signo que trazaba era pensado, calculado como jugada de ajedrez, para recrear una realidad despojada de aditamentos periféricos que ocultasen el espíritu de las cosas. Tanto es así que sus personajes cobran rara transparencia de fantasmas engarzados en el espacio blanco y gris con que gustaba entonar sus dibujos.
 Triunfador, su talento es reclamado por las publicaciones más importantes del país. Dibujó para los diarios La Discusión, El Mundo, Heraldo de Cuba; las revistas El Fígaro, Letras, Bohemia, Pay-Pay. En 1913, fundó el semanario H. P. T., que tuvo poca proyección pública.
 Por más de veinticinco años mantuvo beligerante militancia en la prensa nacional, donde ahondaba en el paisaje político y social de nuestra patria, cada día más sucio y amargador. El ideal de una República «con todos y para el bien de todos» se frustraba y prostituía en manos de una casta de advenedizos, fieles servidores del imperialismo, que administraba la nación a su antojo y desvergüenza
 Blanco comparte la desazón popular y ataca sin tregua y certeramente el caótico y subdesarrollado mundo que habita, pero no cae en el choteo. Su arte no provocará nunca carcajadas irresponsables; está hecho para levantar silenciosas y ardientes ronchas que hagan pensar a quienes quieran tomarse el trabajo de hacerlo. Como afirmara Jorge Rigol en el catálogo de la exposición póstuma que presentó la Galería de La Habana en 1965:  
 “La mirada de Blanco enciende la cólera contra los usufructuadores de la patria, se ensaña contra los practicantes de abortos, pone al desnudo la respetabilidad burguesa, denuncia la prostitución organizada, pasa desilusionada sobre los símbolos de la bandera y el escudo y se posa con dolorida ternura sobre niños, mujeres, ancianos desamparados”. 

 Sin embargo, pareciera que tan fiera y amplia mirada, concentrada en abarcar tanta e inmediata circunstancia del quehacer nacional, no alcanzó a visualizar el fenómeno imperialista. No recordamos sátira alguna que denuncie u hostilice ese evidente promotor de las desgracias cubanas. ¿Es que Blanco pensaba que los cubanos, pecadores impenitentes, eran los únicos culpables de ellas? Muchos de sus coetáneos mantenían tales criterios, unos por culpa de un análisis simplista del problema, otros con esquinada intención.
 En pleno triunfo, cuando se le cataloga entre los más valiosos y originales caricaturistas de América, Blanco decide cortar su comunicación con el mundo: abandona sus colaboraciones en la prensa, desaparece de la circulación, y por un tiempo nadie sabrá donde anda ni lo que hace. La Gaceta Oficial se encargará de informar sobre su destino, cuando reproduce el nombramiento de Inspector de Dibujo en las escuelas primarias del Estado. Sorprende tan drástico viraje, ocurrido en el momento más significativo de su carrera. Más tarde dejará entrever que un íntimo rechazo al diario bregar periodístico y un cierto temor a ser preterido, marginado por la presencia de nuevos jóvenes caricaturistas —surgidos de la lucha antimachadista—, lo decidieron a preferir el oscuro prestigio que podía derivarse de un cargo burocrático, a la gloria cotidiana que le ofrecía la prensa.


 Se alejó del mundanal ruido, sumergiéndose en silencioso clandestinaje, que solo abandonará para cumplir obligaciones del cargo, jugar alguna partida en el Club de Ajedrez o concurrir a un sindicato obrero avecindado en la calle Muralla, donde enseñaba los secretos del juego ciencia. Más tarde se sabrá que estas no fueron las únicas actividades de aquellos años de retiro voluntario. silenciosamente, con la calma que el ajedrez le ayudó a ejercitar, realiza entonces su obra más ambiciosa: una vasta colección de dibujos a la aguada, donde, de manera singular, reflejó la imagen de toda una época desilusionante y contradictoria, interpretada con severidad inaudita, en estampas llenas de alusiones satíricas, en las que su peculiar grafismo —hecho de escorzos y manchas que sugieren formas y definen caracteres— se exacerba hasta la crueldad, para visualizar, en todo su esplendor, la demoliberal república de «generales y doctores».

  Su natural escepticismo, agudizado por las cosas que veía y presentía a su alrededor, se volcó en aquella ejemplar secuencia criticista que abarca cada ángulo de la vida nacional, física y moralmente enajenada. La recrea a su manera peculiar, al extraer de la vida cotidiana prototipos psicológicos: gente sufridora de la vida, señores encopetados, prostitutas de todo rango, celestinas, curas, soldados, politiqueros. En esas estampas, el humor tenía caracteres distintos: dramático, como en "El árbol genealógico"; irónico sentimental en Los noctámbulos; sarcástico cuando dibuja "El pobre… ¡era tan bueno!"; amargo en "La casita criolla". Es notable la ajustada sincronización sustantiva que lograba entre la imagen y el texto, parco casi siempre, tomado de dichos populares o de referencias literarias, a veces tan esotérico que dificulta su comprensión. En algunos dibujos —"De todo hay en la viña…", por ejemplo— deja entrever cierto prejuicio racial, pecado en que cayó nuestro gran artista influido, con seguridad, por la prédica reaccionaria de algunas amistades que lo rodeaban. Tampoco hay que olvidar que esa actitud que hoy nos parece incomprensible obedecía entonces a un sentimiento arraigado en los distintos segmentos de aquella sociedad, remanente esclavista de la colonia, revitalizado por las nuevas formas discriminatorias importadas por el imperialismo norteamericano.


 Esto no merma en nada los valores indiscutidos de su obra satírica, subrayada por la colección de caricaturas de los personajes en tránsito por aquel mundo dislocado. En ellas, el estilo se hace de una sutileza más acabada: planos, líneas y manchas, logran su objetivo con una plasticidad superior y más actual que en las estampas satíricas, en las cuales la pincelada se ajusta más a las normas convencionales.
 Sin antecedentes entre nosotros, ni seguidores, Blanco representa un hecho aislado, solitario, en el humorismo criollo. Su intención satírica, inteligente y cultivada —que vibra y se emponzoña al impulso de una cubanía preocupada por las cosas de la patria—, queda sin eco, no influye en sus coetáneos ni encuentra continuadores en las generaciones que vinieron después. Del grupo surgido en La Semana (1925), solo Hernández Cárdenas (Her-Car) deja ver cierto acento nostálgico que lo recuerda, pero no llega a la escéptica sonrisa blanquista.
 Abela, que tiene buen average en el tratamiento de los asuntos cubanos, es menos trascendentalista; su humor, sin ser choteo, es guiado por la sensual sabrosura criolla. Nada de esto resalta en Blanco. La enjundia de su estilo no se localiza en el criollismo; tiene dimensión cubana, que es la vía para salir del folklore hacia la universalidad. Esta sutil diferencia de matices puede explicar muchas cosas, entre ellas, el «exilio» de Blanco.
 En la medida en que los problemas se entreveraron y la prensa fue siendo propiedad de políticos y comerciantes, gravitó sobre cada rasgo caricatural una vigilancia casi policial que impedía cualquier travesura que no estuviese contemplada en las reglas del juego.
 El afilado criticismo de Blanco, dirigido contra lo peor, no juzga su época con risa divertida, tampoco toma actitudes intransigentes de moralista con bombín y calzoncillos largos. Su actitud se dirigía a mostrar los hechos mediante imágenes de simbología tan peculiar que hizo sonreír a los descreídos y despreocupados. Todo lo que tendiera a calar hondo, conmover los espíritus y despertar conciencias estorbaba. Blanco debió percibirlo y esa fue la causa de que se decidiera por la burocracia, sin renunciar a su arte, donde se halla la verdad que hiere.
 El tiempo juzga cosas, hechos, hombres y los remite al lugar que les corresponde; condena al silencio a unos, a otros los afirma y revive. Blanco es de estos. Su obra resistió el embate de los años, aupándolo al sitio que conquistó. Es de esperar que esa obra, hoy dispersa, sea reunida en un libro, espejo revelador de las angustias de un hombre traducidas en afanes artísticos que renovaron la caricatura cubana y prepararon las condiciones para que el renuevo cundiera a sectores más amplios de las artes.
 Por lo demás, permitirá conocer la otra cara de una época rica y divertida para unos, pobre y amargadora para los buenos espíritus como Rafael Blanco, maestro sin discípulos, cuya lección llegará silenciosamente a los que quieran aprenderla.



  Itinerario de Rafael Blanco

 Rafael Blanco Estera, nace en La Habana el 1ro de diciembre de 1885. En 1902 ingresa en la Academia San Alejandro, donde cursa estudios de pintura y escultura hasta 1905.
 En 1912 presenta su primera exposición en el Ateneo y Círculo de La Habana, con ciento cinco caricaturas personales y escenas costumbristas. Expone en 1914 ciento cincuenta obras —caricaturas personales y dibujos artísticos— en la Academia Nacional de Artes y Letras.
 En abril de 1918 una ley del Congreso le concede una pensión. Viaja por México y los Estados Unidos durante cinco años.
 Obtiene Medalla de Oro en el V Salón de Humoristas patrocinado en 1925 por la Asociación de Pintores y Escultores.
 En 1928, al celebrarse en La Habana la VI Conferencia Pan Americana, expone ochenta cartones satíricos y costumbristas. La revista Life reproduce sus caricaturas de los miembros del gabinete de Gerardo Machado.
 Conquista Medalla de Oro, en 1930, con los óleos enviados a la Exposición Iberoamericana de Sevilla.
 Expone parte de su colección satírica en el Lyceum y Lawn Tennis Club en 1932. Vuelve a hacerlo en 1941 y 1943 en el Círculo de Bellas Artes.
 La Asociación de Caricaturistas de Cuba lo nombra en 1950 Presidente de Honor. En 1956, muere el gran caricaturista cubano en la ciudad que lo vio nacer.

 Juan David: La caricatura: tiempos y hombres, Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, 2002. 

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